Por qué las redes sociales debilitan la democracia

Las redes sociales han cambiado la vida de las personas para bien y para mal. Aunque no son la causa principal de la polarización, es evidente que alimentan una nueva dinámica de interacción pública en la que priman el miedo, el escarnio y la autocensura.

En los últimos quince años, las redes sociales se han instalado en la vida estadounidense de manera más profunda que las aplicaciones de comida a domicilio en nuestra dieta y que los microplásticos en nuestro flujo sanguíneo. Si estudias relatos de conflictos, te das cuenta de que las redes aparecen a menudo acechando al fondo. Artículos recientes sobre la creciente disfunción en organizaciones progresistas señalan el papel de Twitter, Slack y otras plataformas que impulsan «microbatallas internas que se extienden y nunca terminan», en palabras de Ryan Grim en, acerca de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles. En un nivel mucho más elevado de conflicto, las sesiones del Congreso sobre la insurrección del 6 de enero de 2021 nos muestran cómo los tuits de Donald Trump convocaron a la masa en Washington y la dirigieron sobre el vicepresidente. Después, grupos de extrema derecha utilizaron diferentes plataformas para coordinar y realizar el ataque.

Las redes sociales han cambiado la vida en Estados Unidos de mil maneras, y casi dos de cada tres estadounidenses creen ahora que esos cambios han sido para peor. Pero los investigadores académicos todavía no han llegado a un consenso sobre si las redes sociales son perjudiciales. Eso ha sido una bendición para compañías de redes sociales como Meta, que sostiene, como hacían las tabacaleras, que la ciencia no está «asentada».

La falta de consenso deja abierta la posibilidad de que las redes sociales no sean muy perjudiciales. Quizás hemos caído presos de otro pánico moral sobre una nueva tecnología y, como con la televisión, nos preocuparemos menos al cabo de unos decenios de estudios contradictorios. Una posibilidad diferente es que las redes sociales sean bastante perjudiciales, pero que cambien demasiado rápido como para que los científicos sociales detecten sus efectos. La comunidad investigadora se construye sobre una norma casi moral de escepticismo: empezamos asumiendo la hipótesis cero (en este caso, que las redes sociales no son perjudiciales) y exigimos que los investigadores muestren pruebas contundentes y estadísticamente significativas para publicar sus hallazgos. Esto requiere tiempo: un par de años, generalmente, para realizar y publicar un estudio; cinco años o más antes de que salgan papers de revisión y metanálisis; a veces décadas antes de que los estudiosos alcancen un acuerdo. Las plataformas de las redes sociales, entretanto, pueden cambiar drásticamente en unos años.

Así que, aunque las redes sociales empezaran a socavar la democracia (y la confianza en las instituciones así como la salud mental de los adolescentes) a comienzos de la década de 2010, no deberíamos esperar que la ciencia social «asiente» la cuestión hasta la década de 2030. Para entonces los efectos de las redes sociales serán radicalmente diferentes y los daños causados en décadas anteriores pueden ser irreversibles.

Voy a explicarme. Esta primavera, The Atlantic publicó mi ensayo Why the past 10 years of American life have been uniquely stupid (traducido en El Español), donde argumentaba que la mejor manera de entender el caos y la fragmentación de la sociedad es vernos como ciudadanos de Babel después de que Dios los hubiera vuelto incapaces de entenderse entre sí.

Mostré cómo unos pequeños cambios en la arquitectura de las plataformas de las redes sociales, implementados de 2009 a 2012, incrementaron la viralidad de las publicaciones en esas plataformas, y eso transformó la naturaleza de las redes sociales. La gente podía diseminar rumores y medias verdades más deprisa, y podía distribuirlas más fácilmente en tribus homogéneas. Lo que es todavía más importante, en mi opinión, era que plataformas como Twitter y Facebook podían ser utilizadas con más facilidad por cualquiera para atacar a quien quisiera. Era como si las plataformas hubieran entregado un billón de pequeños dardos y, aunque la mayoría de los usuarios no quería tirárselos a nadie, tres tipos de personas empezaron a lanzárselos a otros con desenfreno: la extrema derecha, la extrema izquierda y los trolls.

Todos esos grupos recibieron de repente el poder de dominar las conversaciones e intimidar a los disidentes para silenciarlos. Un cuarto grupo —los agentes rusos— también recibió un impulso, aunque no necesitaba atacar directamente a los demás. Su proyecto a largo plazo, que cobró fuerza en 2013, era inventar, exagerar o simplemente promover historias que aumentaran el odio de unos estadounidenses hacia otros y la desconfianza en sus instituciones.

El ensayo resultó sorprendentemente poco polémico; o, al menos, casi nadie me atacó en las redes sociales. Pero se publicaron algunas respuestas, incluyendo una de Meta (antes Facebook), que señalaba estudios que, según ellos, contradecían mi argumento. También apareció un ensayo en The New Yorker de Gideon Lewis-Kraus, quien me entrevistó junto con otros investigadores que estudian la política y las redes sociales. Sostenía que las redes sociales pueden ser perjudiciales para las democracias, pero que la bibliografía académica es demasiado confusa y contradictoria como para aportar conclusiones firmes.

Entonces ¿mi diagnóstico era correcto o la preocupación por las redes sociales es exagerada? Es una cuestión crucial para el futuro de la sociedad. Como defendía en mi ensayo, las críticas nos hacen más inteligentes. Por tanto, estoy agradecido con Meta y con los investigadores que entrevistó Lewis-Kraus porque ayudaron a afinar y ampliar mi argumento de tres maneras distintas.

¿Las democracias se vuelven más polarizadas y menos sanas?

Mi ensayo exponía una amplia lista de perjuicios que las redes sociales han causado a la sociedad. La polarización política es una de ellas, pero es central en la historia de la creciente disfunción democrática.

Meta cuestionaba que las redes sociales tuvieran la culpa del aumento de la polarización. En respuesta a mi ensayo, la directora de investigación de Meta Pratiti Raychoudhury señalaba un estudio de Levi Boxell, Matthew Gentzkow y Jesse Shapiro que observa tendencias en doce países y encontraba, decía, «que en algunos de ellos la polarización crecía antes de que Facebook existiera, y que en otros ha caído mientras aumentaba el uso de internet y Facebook». En una entrevista reciente en el podcast de Lex Fridman, Mark Zuckerberg citó este mismo estudio para apoyar una afirmación más audaz: «La mayoría de los estudios académicos que he visto muestran que el uso de las redes sociales se correlaciona con una menor polarización».

¿Ese estudio de verdad exculpa a las redes sociales? Dibujaba la polarización política a partir de respuestas de estudios en doce países, la mayoría de las veces con datos que se remontaban hasta los años setenta, y luego trazaba líneas que encajaban mejor con los datos a lo largo de varias décadas. Es cierto que, mientras que algunas líneas subían (lo que significaba que la polarización creció a lo largo del periodo en su conjunto), otras bajaban. Pero mi argumento no es sobre los últimos cincuenta años. Es sobre un cambio de fase que se produjo a comienzos de la década de 2010, después de que Facebook y Twitter modificaran su arquitectura para permitir la hiperviralidad.

Escribí a Gentzkow para preguntar si podía poner una «bisagra» en los gráficos de comienzos de los 2010, para ver si las tendencias de la polarización cambiaban de dirección o se aceleraban en la década pasada. Contestó que no había suficientes datos de después de 2010 para que ese análisis fuera fiable. También señaló que el ensayo de respuesta de Meta no citaba un artículo de 2020 donde él y tres compañeros apuntaban que encargar a varios participantes elegidos al azar que desactivaran Facebook durante las cuatro semanas anteriores a las elecciones de medio mandato de 2018 reducía la polarización.

La respuesta de Meta me hizo buscar publicaciones adicionales para evaluar lo que les había ocurrido a las democracias en la década de 2010. Descubrí cuatro. Una de ellas no encontraba una tendencia general hacia la polarización pero, como el estudio de Boxell, Gentzkow y Shapiro, tenía pocos datos posteriores a 2015. Los otros tenían datos hasta 2020, y los tres señalaban aumentos sustanciales en la polarización o caídas en el número o la calidad de las democracias en todo el mundo.

Uno de ellos, un informe de 2022 del Varieties of Democracy (V-Dem) Institute, mostraba que «las democracias liberales alcanzaron su punto máximo en 2012 con 42 países y están ahora en los niveles más bajos en veinticinco años». Resumía con crudeza las transformaciones de la democracia global a lo largo de la última década: «Hace solo diez años el mundo tenía un aspecto muy distinto al actual. En 2011, había más países mejorando que decayendo en cada aspecto de la democracia. En 2021 el mundo está al revés: hay más países que caen que países que avanzan en casi todos los aspectos democráticos que recogen las medidas de V-Dem».

El informe también señala que la «polarización tóxica» —que se refiere a la caída del «respeto por contraargumentos y aspectos asociados al componente deliberativo de la democracia»ù— se hizo más severa en al menos 32 países.

Un informe de Yunus E. Orhan, publicado una semana después de mi ensayo en The Atlantic, detectó un pico global en el «retroceso» democrático desde 2018, y lo vinculó a la polarización afectiva o animosidad hacia el otro lado. Cuando la polarización afectiva es elevada, los partidarios de un bando toleran un comportamiento antidemocrático de los políticos de su lado, como en el ataque del 6 de enero sobre el Capitolio.

Y, finalmente, la Economist Intelligence Unit informó de un declive global en varias medidas democráticas que empezó después de 2015, según su Índice Democrático.

Esos tres estudios no pueden demostrar que las redes sociales causaran esa caída global, pero —frente a lo que dicen Meta y Zuckerberg— muestran una tendencia global hacia la polarización en la década anterior, la década en la que el mundo abrazó las redes sociales.

¿Las redes sociales han creado cámaras de eco perjudiciales?

Entonces, ¿por qué las democracias se debilitaron en la década de 2010? ¿Cómo podrían las redes sociales haberlas hecho más fragmentadas y menos estables? Un argumento popular sostiene que las redes sociales distribuyen a los usuarios en cámaras de eco, comunidades cerradas de gente de opiniones similares. La falta de contacto con gente que tiene distintos puntos de vista permite que se asiente una especie de pensamiento grupal, lo que reduce la calidad del pensamiento de todo el mundo y las posibilidades de aceptar concesiones que son esenciales en un sistema democrático.

Según Meta, sin embargo, «cada vez más estudios desacreditan la idea de que los algoritmos de las redes sociales crean una cámara de eco». Señala dos fuentes para apoyar esa afirmación, pero muchos estudios muestran pruebas de que las redes sociales realmente crean cámaras de eco. Como los estudios contradictorios son comunes en las investigaciones de las ciencias sociales, abrí un documento de «revisión colaborativa» el año pasado con Chris Bail, un sociólogo de la Universidad Duke que estudia las redes sociales. Es un documento público de Google donde organizamos los resúmenes de todos los estudios que podemos encontrar sobre el impacto de las redes sociales en la democracia, y luego invitamos a otros expertos a añadir estudios, comentarios y críticas. Cubrimos investigaciones sobre siete cuestiones distintas, incluyendo si las redes sociales promueven las cámaras de eco. Tras dedicar un tiempo al documento, Lewis-Kraus escribió en The New Yorker: «Me pareció que el resultado es que nada carece de ambigüedades».

Sin duda tiene razón en que nada carece de ambigüedades. Pero como he aprendido al coordinar tres documentos de este tipo, a menudo los investigadores alcanzan conclusiones opuestas porque han «operado» la pregunta de forma distinta. Es decir, han elegido distintas formas de convertir una pregunta abstracta (sobre la prevalencia de las cámaras de eco, digamos) en algo concreto y mensurable. Por ejemplo, investigadores que eligieron medir las cámaras de eco atendiendo a la diversidad del consumo de noticias solían encontrar pocas pruebas de que existieran en absoluto. Incluso las personas muy sesgadas terminan expuestas a noticias y vídeos del otro lado. Las dos fuentes que Raychoudhury citaba en su defensa mencionaban esta idea.

Pero los investigadores que miden las cámaras de eco observando las relaciones y las redes a menudo encuentran pruebas de «homofilia»: es decir, la gente tiende a relacionarse con otros que son similares a ellos mismos. Un estudio de usuarios de Twitter políticamente comprometidos, por ejemplo, mostró que se encuentran «desproporcionadamente expuestos a información de personas de opiniones similares y que la información llega antes a usuarios que tienen opiniones similares».

Entonces ¿deberíamos levantar las manos y decir que los hallazgos son irreconciliables? No, deberíamos integrarlos, como hizo la socióloga Zeynep Tufekci en un ensayo de 2018. Encontrar puntos de vista contrarios sobre las redes sociales, escribió, «no es como leerlos en un periódico cuando te sientas solo». Más bien, dijo, «es como oír al equipo contrario cuando te sientas con otros seguidores en un estadio de fútbol. […] Nos unimos más a nuestro equipo cuando gritamos a los fans del otro». La mera exposición a distintas fuentes no rompe automáticamente las cámaras de eco; de hecho, puede reforzarlas.

Esos grupos estrechamente unidos pueden tener profundas ramificaciones políticas, como reconocieron un par de mis críticos del artículo en The New Yorker. Un rasgo importante del mundo pos-Babel es que los extremos ahora son mucho más ruidosos e influyentes que antes. También pueden volverse más violentos. Investigaciones recientes de Morteza Dehghani y sus compañeros de la Universidad del Sur de California muestran que la gente está más dispuesta a cometer actos violentos cuando se encuentra inmersa en una comunidad que percibe como moralmente homogénea.

Este hallazgo parece verse reforzado por la declaración del hombre de dieciocho años que recientemente mató a diez afroamericanos en un supermercado en Búfalo. En la parte de preguntas y respuestas del manifiesto que se le atribuye, escribió: ¿De dónde sacaste tus creencias actuales. Sobre todo de internet. Hubo poca o ninguna influencia en mis creencias de nadie que hubiera conocido en persona.

El asesino sigue afirmando que había leído información «de todas las ideologías», pero me parece improbable que consumiera una dieta informativa equilibrada o, lo que es más importante, que coincidiera online con usuarios ideológicamente diversos. Que retransmitiera en directo sus acciones indica que asumía que su comunidad compartía su retorcida cosmovisión. No podía haber encontrado un grupo tan extremo y homogéneo en su pequeña ciudad, situada a trescientos kilómetros de Búfalo. Pero, gracias a las redes sociales, encontró un conjunto internacional de racistas extremos que adoraban a otros asesinos masivos y a quienes copió textos que están en su manifiesto.

¿Las redes sociales debilitan la democracia?

En su respuesta a mi ensayo, Raychoudhury no negaba que Meta tuviera culpa. Su defensa era dual: por un lado argumentaba que la investigación no es definitiva y por otro que, en todo caso, deberíamos centrarnos en los medios establecidos como la principal causa de daño.

Raychoudhury mencionaba un estudio sobre el papel de la televisión por cable y los medios mainstream como impulsores principales del partidismo. Tiene razón al hacerlo: la guerra cultural estadounidense tiene raíces que se remontan al torbellino de la década de 1960, que activó a los evangélicos y otros conservadores en los años setenta. Las redes sociales (que llegaron en torno a 2004 y se volvieron realmente perniciosas, creo yo, a partir de 2009) son un actor más reciente en este fenómeno.

En mi ensayo incluí un párrafo sobre este asunto, donde señalaba el papel de Fox News y la radicalización del Partido Republicano en los años noventa, pero debí haber dicho más. El relato de la polarización es complejo, y los politólogos citan una variedad de factores, entre los que se encuentran la creciente politización de la división entre el mundo urbano y el mundo rural; la inmigración al alza; el poder creciente de donantes que aportan mucho dinero y son fieles al partido; la pérdida de un enemigo común con el fin de la Unión Soviética; y la partida de la Gran Generación, que tenía una vocación de servicio forjada en la crisis de la Segunda Guerra Mundial. Y aunque la polarización subió rápidamente en la década de los 2010, el ascenso comenzó en los años noventa, así que no puedo atribuir la mayor parte del aumento a las redes sociales.

Pero mi ensayo no trataba principalmente de la polarización normal. Yo intentaba explicar una nueva dinámica que surgió en la década de 2010: el miedo de unos a otros, incluso —y quizás especialmente— en grupos que comparten afinidades políticas o culturales. Ese miedo ha creado un nuevo conjunto de problemas sociales y políticos.

La pérdida de un enemigo común y esas otras tendencias enraizadas en el siglo XX pueden ayudar a explicar las relaciones transversales cada vez más desagradables en Estados Unidos, pero no pueden explicar por qué tantos estudiantes universitarios y profesores empezaron de pronto a expresar más miedo, y a ejercer más la autocensura, en torno a 2015. Esa gente en su mayoría de izquierda no estaba preocupada por el «otro lado»; les daba miedo un pequeño número de alumnos que estaban más a la izquierda, que perseguían transgresiones con entusiasmo y utilizaban las redes sociales para avergonzar públicamente a los ofensores.

Unos años más tarde, la misma dinámica temerosa se extendió a redacciones, compañías, organizaciones benéficas y muchas otras partes de la sociedad. La guerra cultural llevaba dos o tres décadas en marcha por entonces, pero cambió a mediados de los 2010 cuando gente normal con poco o ningún perfil público se convirtió rápidamente en objetivo de las masas en las redes sociales. Consideremos el famoso caso de Justine Sacco, que en 2013 tuiteó una broma poco sensible sobre su viaje a Sudáfrica justo antes de embarcar en Londres y se había convertido en una villana internacional cuando aterrizó en Ciudad del Cabo. La despidieron al día siguiente. O pensemos en la afición de la extrema derecha a utilizar las redes sociales para publicitar los nombres y fotografías de funcionarios electorales, sanitarios o miembros de consejos escolares generalmente desconocidos que se niegan a doblegarse ante presiones políticas, y que después son sometidos a oleadas de ataques, incluyendo amenazas violentas a ellos y sus hijos, solo por hacer su trabajo. Esos fenómenos, ahora comunes en nuestra cultura, no podían haber ocurrido antes de la llegada de las redes sociales hipervirales en 2009.

El miedo a ser avergonzado, denunciado, expuesto, despedido o atacado físicamente es responsable de esta autocensura y del silenciamiento de la disensión que eran el principal foco de mi ensayo. Cuando se sofoca la disidencia en un grupo o institución, el grupo se va volviendo menos perspicaz, ágil y eficaz a lo largo del tiempo.

Las redes sociales pueden no ser la causa primaria de la polarización, pero son una causa importante, y podemos hacer algo al respecto. También creo que es la causa primaria de la epidemia de estupidez estructural, como la he llamado, que ha afectado a tantas instituciones estadounidenses clave en los últimos tiempos.

¿Qué podemos hacer para mejorar las cosas?

Mi ensayo presentaba una serie de soluciones estructurales que nos permitirían reparar parte del daño que las redes sociales han causado a nuestras instituciones democráticas y epistémicas fundamentales. Propuse tres imperativos: (1) templar las instituciones democráticas para que puedan soportar la ira y la desconfianza crónicas, (2) reformar las redes sociales para que se vuelvan menos corrosivas socialmente y (3) preparar mejor a la siguiente generación para la ciudadanía democrática en esta nueva era.

Creo que deberíamos empezar a implementar estas reformas ahora, aunque la ciencia no esté «asentada». Más allá de una duda razonable es el estándar de prueba apropiado para los revisores que se encargan de la admisión en una revista científica, o para los miembros de un jurado que establecen la culpa en un juicio criminal. Es un listón demasiado alto para cuestiones sobre salud pública o amenazas al cuerpo político. Un estándar más adecuado es el que se utiliza en los juicios civiles: la preponderancia de pruebas. ¿Las redes sociales  probablemente  perjudican la democracia estadounidense a través de al menos uno de los siete caminos analizados en nuestro documento colaborativo, o probablemente no? Animo a los lectores a examinar el documento por sí mismos. También exhorto a la comunidad de los investigadores en ciencias sociales a estudiar amenazas potenciales como las redes sociales, donde las plataformas y sus efectos cambian rápidamente. Nuestro lema debería ser: «Actúa deprisa y examina las cosas». Los documentos de revisión colaborativa son una forma de acelerar el proceso a través del cual los estudiosos encuentran y responden a la obra de sus colegas.

Además de esas soluciones estructurales, consideré añadir una sección breve al artículo sobre lo que cada uno de nosotros puede hacer como individuo, pero sonaba demasiado a sermón, así que la acorté. Ahora lamento esa decisión. Debería haber señalado que todos nosotros, como individuos, podemos ser parte de la solución si decidimos actuar con coraje, moderación y compasión. Requiere mucha determinación hablar en público o mantener tu posición mientras una descarga de insidias, denigración y otros comentarios hostiles van hacia ti y nadie se levanta para defenderte (por miedo a ser atacado).

Afortunadamente, las redes sociales no suelen reflejar la vida real, algo que cada vez más gente empieza a entender. Hace unos años oí una observación de un antiguo ejecutivo. Señaló que antes de las redes sociales, si recibía una docena de cartas o correos electrónicos iracundos de los clientes, actuaba, porque asumía que debía de haber otros mil clientes descontentos que no se habían molestado en escribir. Pero ahora, si mil personas dan «me gusta» a un tuit o una publicación de Facebook airados sobre su compañía, asume que debe de haber una docena de personas que están muy molestas.

Ver que la ira social es transitoria y performativa debería hacerla más fácil de soportar, seas el rector de una universidad o un padre que habla en una reunión escolar. Todos podemos hacer más para ofrecer un disenso honesto y apoyar a quienes disienten dentro de instituciones que se han vuelto estructuralmente estúpidas. Todos podemos mejorar si escuchamos con una mente abierta y hablamos para contactar con otro ser humano en vez de para impresionar a un público. Enseñar esas destrezas a nuestros hijos y nuestros alumnos es crucial porque son la generación que tendrá que reinventar la democracia deliberativa y el «arte de la asociación» de Tocqueville para la era digital.

Debemos actuar con compasión también. El miedo y la crueldad del mundo pos-Babel son resultado de su tendencia a recompensar los despliegues de agresión. Las redes sociales nos han puesto a todos en medio de un coliseo romano y hay muchos entre el público que quieren ver conflicto y sangre. Pero en cuanto nos damos cuenta de que somos los gladiadores —engañados para combatir para que produzcamos «contenido», «participación» e ingresos— podemos negarnos a luchar. Podemos ser más comprensivos hacia nuestros conciudadanos, al ver que a todos nos vuelven locos empresas que en buena medida utilizan el mismo conjunto de trucos psicológicos. Podemos renegar del conflicto público y utilizar las redes sociales para nuestros propios fines, que para la mayor parte de la gente significan más comunicación privada y menos performances públicos.

El mundo pos-Babel no será reconstruido por las compañías tecnológicas de la actualidad. Esa tarea será para los ciudadanos que entienden las fuerzas que nos han llevado al borde de la autodestrucción y que desarrollan los nuevos hábitos, virtudes, tecnologías y relatos compartidos que nos permitirán cosechar los beneficios de vivir y trabajar juntos en paz.

Fuente: Letras Libres Publicado originalmente en The Atlantic. Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Jonathan Haidt

Profesor en la Stern School of Business de la New York University. Es autor de La hipótesis de la felicidad (Gedisa, 2006) y The righteous mind (Penguin, 2012).

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