En la mira: cruzadas de aniquilamiento simbólico contra grupos sociales «indeseables»

Esta cruzada de aniquilamiento simbólico pareciera, a primera vista, encauzarse contra un dirigente o un sector político que se quiere desgastar o desterrar del juego democrático. Pero su influencia en la vida cotidiana de los argentinos no se reduce a limitar las opciones electorales de toda la ciudadanía, porque es con el mismo modus operandi que se criminaliza a grupos sociales enteros y que se demarca una línea entre sujetos deseables y parias

La persecución mediático-judicial a la que es sometida Cristina Fernández de Kirchner desde que dejó la presidencia en 2015, con intenciones –hasta ahora, exitosas– de lograr su proscripción en el inminente proceso electoral, escenifica los mecanismos de lo que globalmente se conoce como lawfare o guerra jurídica. El concepto es, en palabras de la Vicepresidenta de la Nación, una “ingenuidad teorizante” para lo que de manera menos rimbombante se puede caracterizar como mafia o Estado paralelo. En resumidas cuentas, se trata del uso de herramientas legales para cometer actos de coacción o incluso suprimir los derechos cívicos de un adversario, con el consecuente disciplinamiento o amedrentamiento del resto del campo político. Para el logro de sus objetivos, no se requiere que el proceso legal sea «debido», ni siquiera que se resuelva. La condena pretendida —y aquí la razón por la cual se necesita de la participación activa de las corporaciones mediáticas— es de carácter moral. Está escrita en las tapas.

Esta cruzada de aniquilamiento simbólico pareciera, a primera vista, encauzarse contra un dirigente o un sector político que se quiere desgastar o desterrar del juego democrático. Pero su influencia en la vida cotidiana de los argentinos no se reduce a limitar las opciones electorales de toda la ciudadanía, porque es con el mismo modus operandi que se criminaliza a grupos sociales enteros y que se demarca una línea entre sujetos deseables y pariasAl final, quieren que todos demos la patita.

La domesticación de la Argentina

La construcción de un «otro peligroso» es una destreza ampliamente cultivada por las derechas para aislar a quienes identifican como causantes del deterioro general, a modo de células que sólo cabría extirpar para sanar el cuerpo societal. El imaginario se completa con una alusión a una supuesta «paz social», como un estado pre-político —sin conflicto—, que se recobraría al anular a los enemigos del orden.

Las campañas de estigmatización han tenido diversos blancos a lo largo de nuestra historia reciente. El ejemplo más aberrante es la construcción del enemigo «subversivo», que extremó la negación del otro hasta el exterminio físico y su posterior dilución simbólica en la figura del desaparecido. Daniel Feierstein se refiere al genocidio como una “tecnología de poder”, que es capaz de «estructurar —sea a través de la creación, destrucción o reorganización— relaciones sociales en una sociedad determinada, los modos en que los grupos se vinculan entre sí y consigo mismos, y aquellos a través de los cuales construyen su propia identidad, la identidad de sus semejantes y la alteridad de sus «otros»». El proyecto de la última dictadura cívico-militar, como práctica social reorganizadora, no podía llevarse a cabo sin la anterior prefiguración de un otro amenazante. Ese quehacer discursivo creó las condiciones de posibilidad para normalizar la violencia en nombre del «bien común».

Es insoslayable que los medios dominantes tienen un rol privilegiado en la construcción del sentido común y, en consecuencia, una responsabilidad primaria en la demarcación de las imágenes estereotipadas del malestar. No hay ningún trasfondo maquineo en aseverar que el periodismo es una profesión dedicada a la modelación del sentido. Es simplemente la materia prima con la que las industrias mediáticas trabajan. El quid de la cuestión es que, en este rubro, la híperconcentración empresarial se traduce en la producción en serie de estigmas.

El target de la construcción de la otredad negativa en la Argentina democrática son los varones jóvenes de sectores populares. A partir de la imagen tipificada del “pibe chorro” se ha ocultado y promovido la aceptación de centenares de crímenes anuales a manos de las fuerzas de seguridad. Dice Raúl Zaffaroni: «Los ellos de la criminología mediática molestan, impiden dormir con puertas y ventanas abiertas, perturban las vacaciones, amenazan a los niños, ensucian en todos lados y por eso deben ser separados de la sociedad, para dejarnos vivir tranquilos, sin miedos, para resolver todos nuestros problemas. Para eso es necesario que la policía nos proteja de sus acechanzas perversas sin ningún obstáculo ni límite, porque nosotros somos limpios, puros, inmaculados». El bien preciado a defender de los villanos de esta narrativa no es ya la vida de la población, sino la propiedad privada.

A continuación, un esbozo de dos figuras paradigmáticas sobre las que se ha direccionado el hostigamiento mediático en los últimos años.

Los «planeros»

No hay que tener un ojo muy avezado para decodificar cuál es la dicotomía amigo/enemigo que propugna La Nación. En su edición del 28 de enero, el diario publicó una columna de Marcelo Gioffré, intelectual orgánico a Patricia Bullrich, anunciando que la contradicción principal de su modelo civilizatorio es entre «los vagabundos» y «los que se sacrifican». El ilustrador Alfredo Sábat terminó de correr el velo de la corrección política racializando el binomio: un negro cabeza de choripán versus un blanco cabeza de sushi, grieta patriótica mediante. Siempre es oportuno abrir un paréntesis para hacer un poco de etimología: el calificativo «burdo» significa «cosa tosca y de mala calidad» y proviene del latín burdus, que se traduce como «bastardo», término utilizado a su vez como sinónimo de vil, infame, bajo.

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