La comunicación popular no es alternativa
Frente a la concentración mediática, las propuestas comunicacionales de los actores populares son parte integral de la comunicación como escenario de la disputa simbólica, que es central para la vida política en democracia. Garantizar su sostenibilidad es un compromiso del Estado y de la sociedad.
Respondiendo a una entrevista que le realizó la revista peruana Acción Crítica (No. 18, Lima, diciembre de 1985), el comunicador argentino-uruguayo Mario Kaplún (1923-1998), afirmaba que la comunicación popular se apoyaba en tres pilares: la educación, la organización y la comunicación misma. Poco tiempo antes, y en la misma línea de pensamiento, el propio Kaplún escribió en la revista del Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación (Ciespal), que «el movimiento popular no hace comunicación por la comunicación misma», sino que «la practica en el marco de un proceso transformador en el cual el componente comunicacional se entraba y fusiona con el pedagógico y con el organizativo» (revista Chasqui, No. 7, Quito, julio/septiembre de 1983).
Siendo uno de los pioneros de la práctica y la teoría sobre comunicación popular en esta parte del mundo, las ideas de Kaplún guardan estrecha relación con la mirada sobre el mismo tema que aparece en los escritos del paraguayo Juan Díaz Bordenave, del argentino Daniel Prieto Castillo o de la investigadora peruana Rosa María Alfaro, para mencionar tan solo algunos nombres de quienes han aportado al pensamiento en esta materia.
No obstante el tiempo transcurrido, y a la luz de las experiencias que se fueron plasmando a lo largo de los años no solo en Argentina sino en toda América latina y el Caribe, siguen teniendo valor los tres componentes planteados por Kaplún: educación, organización y comunicación. Y todos ellos vinculados con la comunicación relacionada con el movimiento popular.
Porque las organizaciones y los movimientos populares se acercaron a la comunicación frente a la necesidad de sortear el bloqueo informativo planteado por los grupos corporativos y la concentración mediática, pero pronto encontraron allí también espacios y posibilidades que superaron esa mirada. Se abrieron posibilidades pedagógicas, educativas y organizativas. En este último nivel relacionadas, indudablemente, con el desarrollo de causas económicas (la economía social y popular, por ejemplo) y políticas (para la incidencia, la participación y la acumulación de poder en la sociedad).
De esta manera la comunicación popular se fue transformando y potenciando hasta ser hoy en día un soporte importante de los procesos organizativos populares, porque contribuye al crecimiento de la capacidad de incidencia en la política, en general, pero también en áreas de gestión de las políticas públicas en el ámbito del Estado.
Sin embargo —hasta hoy inclusive— todo lo referido a la comunicación popular y comunitaria se sigue considerando como una práctica «alternativa», recogiendo una antigua denominación que en los años setenta utilizara el investigador chileno Fernando Reyes Mata para designar estas prácticas, entonces incipientes, que emergían en los márgenes y como lugares de resistencia al poder hegemónico de la comunicación.
Desde una perspectiva del derecho a la comunicación y en vista del escenario global de la comunicación resulta impropio caracterizar hoy como «alternativa» a la comunicación popular que realizan los actores comunitarios, las organizaciones, los movimientos populares en los ámbitos locales y más allá de ellos a través las radios y televisoras, en medios gráficos de diferentes estéticas, en estrategias digitales con distintos alcances y grados de difusión, pero la gran mayoría de ellas enlazadas en redes que acrecientan su nivel de incidencia.
Por ese motivo, en una sociedad que quiera construirse en democracia, y que para ello necesita de la comunicación también democrática, es impropio seguir denominando como «alternativa» a la comunicación popular a pesar de lo acertado de la calificación que en su momento utilizó Reyes Mata. Porque la idea de alternatividad puede asimilarse a exclusión y llevar a pensar a la comunicación popular y comunitaria como un subsistema ajeno a la centralidad de la disputa política y cultural. Tampoco cabe la definición de medios «sin fines de lucro» que es como menos preciar y dar por cierto que los pobres tienen que conformarse con la militancia ad honorem mientras viven de otro trabajo. Hoy por hoy, este tipo de comunicación ocupa un espacio esencial y constitutivo de la lucha simbólica y política de la comunicación que es, al mismo tiempo, una disputa para garantizar integralmente los derechos que la democracia promete.
Todo ello implica reconocer también que los actores y los movimientos populares están en capacidad y tienen la responsabilidad de participar usando sus propios medios y recursos en la construcción de la agenda pública, bajo la premisa de opinar, juzgar, proponer y vigilar todo lo atinente a los asuntos públicos. A lo que sin duda debe sumarse también el aporte de nuevos lenguajes y otras estéticas hoy ausentes en las ventanas de la comunicación comercial. Nada diferente a pensar que desde la cotidianeidad de los actores populares y mediante una estrategia adecuada de comunicación popular se puede aportar al empoderamiento de estos actores e, incluso, a repensar muchas de las formas actuales de hacer política.
La comunicación popular y comunitaria no es alternativa. Es un componente esencial de la comunicación democrática y una herramienta imprescindible para garantizar pluralidad de voces, diversidad de miradas y manifestaciones en la sociedad democrática. Sin esa comunicación es poco menos que imposible alcanzar la democracia comunicativa. Motivo suficiente para que el Estado, como lo hace con la educación y la salud, asuma la responsabilidad indelegable de garantizar su sostenibilidad.