La comunicación, el debate que falta

El legado macrista en el sector de la comunicación es el correlato cultural de su herencia demoledora en materia de endeudamiento y pobreza y, por lo tanto, incompatible con una gestión de gobierno que pretenda restituir derechos, recuperar el rol del Estado y generar un crecimiento inclusivo. 

El macrismo llegó al gobierno con una hoja de ruta clara. Lo primero que hizo fue concentrar la suma del poder público en áreas sensibles. Creó un Ministerio de Comunicaciones, cuyo único antecedente se remonta, paradójicamente, a la primera presidencia de Perón. En paralelo dinamitó la trama jurídica y regulatoria que lo precedió, fabricó nuevas herramientas de gestión dóciles —como el Ente Nacional de Comunicacione—, colocó en un limbo ámbitos participativos, como el Consejo Federal de Comunicaciones (Cofeco), y creó callejones sin salida con el clásico truco de comisiones que propondrían nuevas leyes «convergentes».

Esta profunda reestructuración del diseño normativo y administrativo del Estado duró lo necesario para desmadejar una trama de regulaciones molestas y administrar la convergencia entre servicios audiovisuales y de telecomunicaciones posibilitando la conformación en Argentina del mayor consorcio empresarial integrado de cuádruple play (servicios y contenidos audiovisuales, telefonía fija, telefonía móvil e internet);  la empresa con mayor facturación del país luego de Mercado Libre e YPF.

La trama regulatoria y política del legado macrista en el sector de la comunicación es el correlato cultural de su herencia demoledora en materia de endeudamiento y pobreza.

Una vez alineados el proyecto político y el modelo comunicacional, llegó el momento de disolver el Ministerio, borrar las huellas, fragmentar el sector y tirar la llave que permitía reconstruir el proceso. El dispositivo podía autoadministrarse con poder económico y regular el debate público según los intereses de las usinas neoliberales.

El arribo de la gestión del Frente de Todos en 2019 se encontró así con el hecho consumado de un modelo ajeno y poderes fácticos ocupados en preservar las prerrogativas de la etapa anterior. No se abordó el problema como objeto de una política pública —y por ende del debate de normas e instrumentos— que considerase los derechos ciudadanos. Tampoco se analizó la dimensión comunicacional de la política, que pensara en los medios disponibles para visibilizar los intereses de la base electoral.

La trama regulatoria y política del legado macrista en el sector es el correlato cultural de su herencia demoledora en materia de endeudamiento y pobreza. Son complementarios y deberían debatirse al mismo tiempo. Parte del problema es el flujo de sentido único que el mercado concentrado de la información impone sobre  el debate público. La concentración convergente del sector, permite la existencia de una cadena de valor con posiciones dominantes en toda la línea, que impide la competencia y favorece un modelo de negocios que «esclaviza» a los usuarios mediante «paquetes» de servicios que se subsidian entre sí. Por allí circulan el sentido común y la opinión pública. Hasta la propia Corte Suprema había convalidado (en 2013) la constitucionalidad de las normas llamadas a impedir el monopolio de quienes comercializan la cultura y la comunicación.

La comunicación es no solo un derecho humano sino que es el insumo básico de una sociedad democrática.

Pero, como se sabe, un decreto del macrismo (267/15), que aún goza de buena salud, se llevó puesto ese principio. Y esa continuidad es parte del problema. La justicia no ha tenido la misma vara para juzgar el Decreto 690/20, con que Alberto Fernández intentó promover como servicio público y derecho humano el acceso a la conectividad, en medio de una pandemia que confinó al planeta entero al aislamiento.

La comunicación es no solo un derecho humano sino que es el insumo básico de una sociedad democrática. Por eso, el control de la concentración, el uso de frecuencias radioeléctricas, las infraestructuras, las licencias de operación de servicios, las cuotas de producción local o nacional e, incluso, el papel para periódicos, forman parte de una trama de regulaciones en el mundo que definen un modelo de país. Se suman ahora las plataformas y nuevos desarrollo tecnológicos, que reconfiguran los mercados locales y ponen en crisis las reglas de juego con la producción de contenidos y los derechos ciudadanos.

Un modelo de comunicación debe considerar el cómo circulan los flujos locales, regionales y nacionales en materia de ideas y opiniones; cómo están representados los intereses que forman parte del debate político y económico, cómo se expresan los actores privados comerciales, privados sin fines de lucro y públicos en todos los niveles; cómo se universaliza el acceso a la televisión digital abierta (TDA), cómo se distribuye el capital cultural. Cada sector tiene, desde la universalidad del derecho, una legítima aspiración a disponer de un volumen similar en su pretensión de ser escuchado.

Los medios en general, nunca son neutros: expresan intereses y, por lo tanto deciden, más o menos arbitrariamente, qué dirigentes circulan y cuáles no, y cuáles discursos son promovidos y cuáles destruidos o banalizados.

Una de las ideas fuerza del proceso que protagonizó la sociedad civil (a través de la Coalición por una Comunicación Democrática) cuando se gestó la Ley 26.522 fue que la mediación entre las dirigencias políticas, sociales, sindicales y culturales y la sociedad no podía ser una mediación concentrada privada ni ser de una única modalidad. Sobre todo porque esas mediaciones, los medios en general, nunca son neutros: expresan intereses y, por lo tanto deciden, más o menos arbitrariamente, qué dirigentes circulan y cuáles no, y cuáles discursos son promovidos y cuáles destruidos o banalizados. En el tránsito del mundo analógico al digital esa descripción no cambia de sentido. Al contrario, por efecto de la concurrencia de la concentración con la convergencia, se multiplica.

La desigual distribución de ideas e informaciones, de los intereses que organizan el menú informativo que nutren el debate social, no puede admitirse como la consecuencia de un darwinismo informativo que solo ha dejado en pie a los más fuertes. Se trata de una construcción histórica y no de una fatalidad del destino.

La libertad es una aspiración que solo se puede ejercer cuando hay posibilidad de elegir.

Se pone en debate una matriz que, en muchos sentidos, es incompatible con una gestión de gobierno que pretenda restituir derechos, recuperar el rol del Estado y generar un crecimiento inclusivo. Esas metas requieren promover el derecho a escuchar otras perspectivas, el de los pobres a tener voz, el de los medios locales y regionales a subsistir con sus agendas propias, el de las cooperativas a un tratamiento asimétrico por brindar servicios en la periferia del mercado, el de los ciudadanos a no pagar por un bien esencial como la información, el de los medios no cartelizados a la publicidad oficial, el de las universidades a la producción y difusión del conocimiento.

Decir que no se puede opinar sobre esto constituye un acto de censura previa y en muchos casos, en la Argentina, de autocensura de la política. La libertad es una aspiración que solo se puede ejercer cuando hay posibilidad de elegir. De otro modo resulta una imposición y su consentimiento, un acto de complicidad que niega el derecho de terceros y el propio a escuchar y ser escuchado; la famosa doble dimensión del derecho a la libertad de expresión.

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Luis Lazzaro

Docente de Derecho de la Comunicación y Convergencia Digital en Medios (Undav). Asesor de la Vicepresidencia de Enacom.

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