La construcción discursiva de la guerra de Ucrania desde la geopolítica estadounidense
Sin pretender negar la responsabilidad del gobierno de Putin en la escalada bélica actual, parece evidente que la posibilidad de resolver el conflicto sin necesidad de acudir al uso de la fuerza o a la amenaza del uso de la fuerza parece fuera del horizonte de los encargados del establishment de seguridad nacional en EE. UU. y de los políticos atlantófilos en Europa. Una Ucrania neutral, una Europa (occidental y oriental) desnuclearizada y una política de paz sólo pueden afectar a los intereses de ese complejo militar-industrial-cultural que vive (literalmente) de la guerra y de la amenaza de guerra.
Hace poco más de treinta años se publicó uno de los textos más emblemáticos de la entonces recién nacida geopolítica crítica. Simon Dalby (1990) publicaba Creating the Second Cold War: The Discourse of Politics (Creando la segunda Guerra Fría: El discurso de la política), en el que «desempaquetaba» (unpack) cómo el think-tank y lobby conservador Committee on the Present Danger (Comité sobre el Peligro Presente o CPD por su gila en inglés) había construido en los años 1970 el discurso de amenaza de la Unión Soviética para la seguridad occidental que había permitido al presidente Ronald Reagan aumentar su presupuesto de defensa y, en particular, acelerar la carrera de armamentos nucleares.
Tres eran los hilos discursivos que identificaba entonces Dalby: 1) el de la sovietología, que analizaba el carácter autoritario de la URSS; 2) el del realismo político, que presentaba cómo las medidas de apaciguamiento con el enemigo son inútiles y la preparación para la guerra es la única respuesta que garantiza la paz, y 3) el de la geopolítica determinista, que siguiendo los lineamientos clásicos de Mackinder afirmaba el inevitable enfrentamiento de la potencia marítima, entonces ya Estados Unidos, con la potencia continental. Estos hilos discursivos reinscribían «la política en los Estados Unidos y en el resto de Occidente en las categorías de la contención militarista» (1990: 63). En este sentido, la oposición del CPD al tratado SALT II que limitaba el armamento nuclear de ambas superpotencias, iba acompañada de una geoestrategia de rearme que se plasmó en la Iniciativa de Defensa Estratégica de Reagan.
En este breve trabajo vamos a intentar hacer algo parecido con la Guerra de Ucrania que se está construyendo desde el establishment estadounidense de forma permanente desde hace unos años. Intentaremos mostrar algunos de los elementos del discurso de seguridad para Estados Unidos y para Occidente que hacen inteligible este conflicto. Para ello vamos a distinguir, por un lado, los hilos que se vienen produciendo en los tiempos medios, desde que el actual presidente Vladímir Putin llegó por primera vez al poder, en el año 2000, y con mayor insistencia desde una década después, cuando coinciden la guerra de 2008 contra Georgia y el fracaso de los planes bélicos de Estados Unidos en Irak. Y, por otro, aludiremos brevemente a los elementos discursivos más en el tiempo corto, en el último año y, en particular, en las últimas semanas, que se puede considerar propaganda de guerra.
Los discursos estructurantes del conflicto actual
La actual administración estadounidense no ha publicado todavía un documento de estrategia de seguridad nacional, y no ha logrado generar un discurso propio diferenciado del populista de extrema derecha del anterior presidente Trump. En todo caso, la política exterior no ha sufrido un cambio espectacular, más allá de los tímidos avances en la lucha contra el cambio climático. La retirada precipitada de Afganistán ha sido quizás uno de los elementos más significativos, a pesar de que, como insistió numerosas veces Biden, era una decisión tomada por la anterior administración; pero en este caso resistió a las presiones neocons para que postergara la retirada y le diera una oportunidad (¿otra?) al ejército afgano de derrotar o, al menos, frenar a los talibanes.
En términos generales, las argumentaciones de los demócratas en política exterior (y quizás en política interna también) son más bien de carácter reactivo, en particular, a las del nuevo populismo autoritario que está vinculado a un nacionalismo atávico (Clements, 2018), encarnado en Estados Unidos por Trump. Frente a este enemigo también se han posicionado buena parte de los neocons herederos de los que colaboraron con George W. Bush, y en su caso sí han mantenido una sólida línea de argumentación en política exterior.
Después de la disolución en 2006 del Project for a New American Century ( Proyecto por un Nuevo Siglo Americano, PNAC por su sigla en inglés) y la desaparición de la revista Weekly Standard en 2018, el campo neocon ha quedado algo fragmentado, más aún tras el desastroso final de la guerra contra el terrorismo en Irak. Pero no por ello ha dejado de articularse, aunque quizás de manera más informal y puntual, un conjunto de pensamientos a través de organizaciones nuevas —como el Institute for the Study of War (ISW), fundado por Kimberley Kagan, el American Enterprise Institute, al que se vincula su marido Frederick W. Kagan, el KKR Global Institute (KGI), presidido por el exdirector de la CIA,— y otras ya con historia —como The Brookings Institution, presidida desde 2017 por el exgeneral John R. Allen, que tuvo gran protagonismo en la guerra contra Al Qaeda en Irak, o la Hoover Institution, dirigida por Condoleezza Rice, la exasesora de George W. Bush—, por mencionar algunas. Todas ellas llevan algún tiempo construyendo un escenario posterior a la guerra contra el terrorismo de George W. Bush, en el que Rusia, junto a China, tiene un papel estelar, y, en este sentido, la crisis en torno a Ucrania no es una sorpresa.
Otros think tanks con un perfil menos conservador también se han unido a la creación de la Guerra de Ucrania. El Center for Strategic and International Studies, que se presenta como un think tank bipartidista puede ser un ejemplo.
Los argumentos que se vienen utilizando son diversos en esta época posterior al fracaso del Proyecto por un Nuevo Siglo Americano, que ha sumido a Estados Unidos en una crisis de hegemonía todavía mayor. Los principales argumentos discursivos tienen que ver con el determinismo geográfico y las carencias democráticas, enmarcados en un realismo político general que lleva a la disuasión militarizada —y el consecuente rechazo o desvalorización del diálogo—como única alternativa frente a los conflictos en política exterior.
La localización geográfica determina una posición conflictiva◘
Un conocido periodista y divulgador; Robert D. Kaplan, en su libro dedicado a la «revancha de la geografía en la política internacional resume en dos las «misiones» que impondría la geografía a los Estados Unidos: »Debemos ser una potencia que actúe como contrapeso en Eurasia y una potencia unificadora en Norteamérica; llevar a cabo ambos cometidos resultará más sencillo que concentrarse en uno solo». Considera que están vinculados uno y otro, y que alcanzarlos no redundará sólo en interés de la seguridad de Estados Unidos: «Ese objetivo es el de utilizar la estabilidad que garantiza un equilibrio del poderen el hemisferio occidental para hacer avanzar nada menos que la causa liberal intelectual de una Mitteleuropa a gran escala en todo el planeta». Pretende evitar el determinismo geográfico, pero cae en él de pleno: «jamás debemos rendirnos ante la geografía, aunque debemos tenerla muy presente en nuestra búsqueda de un mundo mejor».
Y así, concluye:
«Una vez más, volvemos a encontrarnos con la aspiración al ideal de una Europa Central cosmopolita, propio del período posterior a la guerra fría, que imbuyó el inicio de esta obra. Dicho propósito, sea factible o no, es algo por lo que vale la pena luchar, esperemos que con México de nuestro lado. Mackinder lo intuyó en su llamada a la creación de unos Estados barrera dinámicos e independientes entre la Europa marítima y el corazón continental, cuando señaló que un mundo equilibrado es un mundo libre (Kaplan, 2014: 438).»
No sólo se invoca a Mackinder (1904), sino que nos encontramos con argumentaciones, básicamente del mismo tipo que hizo el británico a principios del siglo XX y que constituirían una interpretación telúrica del conflicto (Cairo, 2010).
TE PUEDE INTERESAR
Documentos revelan que el gobierno de EE. UU. gastó u$s 22.000.000 en promover la narrativa contra Rusia en Ucrania y en el extranjero | Por Alan MacLeod
El National Endowment for Democracy puede afirmar que está en el negocio de la promoción de la democracia. En realidad, hace cualquier cosa menos eso, a menos que «democracia» sea completamente sinónimo de los intereses de la élite estadounidense.
El sistema político autoritario debe ser combatido
Robert Kagan pertenece a una familia de destacados neocons que ocupan desde hace algunos años posiciones muy importantes en ese mundo intelectual. En un reciente trabajo sobre el retorno de la historia donde se expone cómo desde mediados de los 1990 Rusia se habría convertido en un sistema político «zarista» en el que «todas las decisiones importantes se toman por un hombre y su poderosa camarilla» (Kagan, 2008: 54), y en el que los rusos vivirían contentos porque, a diferencia del comunismo, Putin no se mete en su libertad personal y les garantizaría un elevado estándar de vida gracias a los elevados precios del petróleo y el gas. Frente a esa Rusia autocrática (y China e Irán) los Estados Unidos deberían seguir insistiendo en imponer la democracia y sus valores, aunque estemos en una era en la que no se enfrentan valores universales, pero sí se producen «tensiones crecientes y algunas veces confrontación entre las fuerzas de la democracia y las fuerzas de la autocracia» (Ibid.: 58). Para afrontarlas con éxito, «las democracias del mundo necesitan mostrar solidaridad unas con otras, y necesitan apoyar a aquéllos que intentan abrir espacios democráticos donde estos han estado cerrados» (Ibid.: 99).
El papel de los Estados Unidos sería fundamental para mantener ese campo democrático, incluso en Europa: «Si los Estados Unidos se retiran de Europa, esto podría a su debido tiempo incrementar la probabilidad de un conflicto que implique a Rusia y sus vecinos cercanos» (Ibid.: 94). De ahí la importancia de reforzar la presencia militar estadounidense en el continente, aunque Francia o Alemania, los dos países más fuertes de la Unión Europea, no contemplen esa necesidad.
La disuasión militarizada: tenemos que reforzar la OTAN
Por último, el argumento realista por excelencia permea y se entrelaza con los anteriores hilos discursivos: la diplomacia no es suficiente, debemos hacer creíble nuestra posición. Y la única forma de hacer creíble esta posición haría necesario realizar una disuasión militarizada, en este conflicto en concreto, y en la política global en general. En un documento reciente (27 de enero) del ISW se vaticina como curso de acción más probable que Rusia ocupe las zonas declaradas independientes del Donbas y lance una campaña aérea y de misiles contra el resto de Ucrania. En ese documento se hacen recomendaciones específicas de acciones militares y no militares; entre las primeras se afirma explícitamente: «Estados Unidos y sus socios de la OTAN pueden y deben acelerar los esfuerzos para desplegar fuerzas de todas las armas en los Estados miembros orientales de la OTAN, pero tales despliegues probablemente no disuadirán a Putin de lanzar este escenario [la agresión] sin un compromiso con al menos la defensa aérea de Ucrania». (Kagan, Clark, Barros y Stepanenko, 2022).
Obviamente, este tema de la disuasión militarizada no es nuevo, ni se aplica en exclusiva a este conflicto. Forma parte de la lógica fundacional —y en la expansiva tras el final de la Guerra Fría— de la OTAN. El punto 19 de su Concepto Estratégico establece con claridad que los gobernantes de los países miembros de la OTAN «se asegurarán de que tenga la gama completa de las capacidades necesarias para disuadir y defender contra cualquier amenaza a la seguridad de nuestras poblaciones» (Strategic Concept, 2010: 15). Estas capacidades pueden ser nucleares o convencionales y, por más declaraciones que se hagan respecto a la prioridad de la diplomacia, plantean su necesidad y, por tanto, la necesidad de una organización que las pueda asegurar. Y Rusia es crecientemente el objetivo de esa disuasión, como señala el Informe del secretario general de la organización de 2020: «Desde 2014, la OTAN ha implementado el mayor refuerzo de su defensa colectiva en una generación. En 2020, la OTAN siguió desplegando una presencia avanzada en la parte oriental de la Alianza” (Annual Report, 2020).
La propaganda para apretar el gatillo
Hace casi un siglo Lord Ponsonby (1928) publicaba un libro sobre la falsedad en tiempos de guerra, donde se expone un decálogo de mentiras que sistematizaría mucho más tarde la profesora Morelli (2001) en un pequeño librito:
- Nosotros no queremos la guerra.
- El campo adversario es el único responsable de la guerra.
- El líder del campo adversario es diabólico.
- Defendemos una causa noble y no intereses particulares.
- El enemigo provoca deliberadamente atrocidades; si nosotros cometemos algún abuso, es involuntariamente.
- El enemigo utiliza armas no autorizadas.
- Nosotros sufrimos muy pocas pérdidas, las del enemigo son enormes.
- Los artistas y los intelectuales apoyan nuestra causa.
- Nuestra causa tiene un carácter sagrado.
- Los que ponen en duda nuestras afirmaciones son traidores.
Machaconamente, en las guerras (o las campañas prebélicas) estos diez mandamientos de la propaganda bélica se repiten una y otra vez. No todos los argumentos se utilizan a la vez, cada uno se esgrime en determinado momento. Los cuatro primeros son los más habituales en la precampaña, en la fase que estamos ahora, y se leen continuamente en la prensa: ni Ucrania ni Occidente quieren la guerra, es sólo el autócrata Putin el que la desea, porque su mentalidad autoritaria y ambiciones expansionistas sin límite son su única brújula. Por ejemplo, el editorial de The Washington Post del 8 de enero sobre Ucrania empezaba así:
Un dictador brutal, después de llegar al poder sobre la base de teorías conspiratorias y promesas de restauración imperial, reconstruye su ejército. Empieza a amenazar con apoderarse del territorio de sus vecinos, culpa a las democracias de la crisis y exige que, para resolverla, deben reescribir las reglas de la política internacional —y redibujar el mapa— a su medida. Las democracias acceden a las conversaciones de paz, con la esperanza, como deben hacerlo, de evitar la guerra sin recompensar indebidamente la agresión. Lo que sucedió después en Munich en 1938 es un tema histórico: Gran Bretaña y Francia entregaron una parte de Checoslovaquia a la Alemania de Adolf Hitler a cambio de su falsa promesa de no iniciar la guerra (cit. en MacLeod, 2022).
El editorial continuaba mostrando las similitudes entre Putin y Hitler, como hace años durante las Guerras del Golfo se hizo con Saddam Hussein. Es un recurso ilimitado de propaganda de guerra.
Esta animadversión hacia un personaje diabólico y la prevención frente al país que gobierna no es de estas últimas semanas. La prensa occidental y los think tanks de esa área se hacen eco periódico de las «amenazas» de Putin desde 2014, por lo menos, cuando tras la instalación de un gobierno prooccidental en Kiev —el Kaganato, es decir, el gobierno que propugnaba Robert Kagan, el ideólogo neocon mencionado antes, casado con la entonces vicesecretaria de Estado, Victoria Nuland (Poch, 2014)— la agencia Reuters y The New York Times anunciaban que Rusia estaba concentrando tropas y material pesado de guerra en la frontera con Ucrania (MacLeod, 2022) tras la reintegración de Crimea a Rusia previo referéndum no reconocido por las autoridades de Kiev. Esto forma parte de otro argumento geográfico importante: Rusia se estaría expandiendo desde su misma refundación como Estado a principios de los 1990 —así se interpreta el apoyo a los separatistas de Trandsnistria, Osetia del Sur o Abjasia—: «Las anexiones anteriores de Rusia y su continuo apoyo a los separatistas en el este de Ucrania han permitido que el país amplíe su acceso al Mar de Azov y el Mar Negro, que son rutas de navegación clave y contienen depósitos de petróleo y otros recursos naturales» (Pavlik, 2022).
En un estudio sobre la posición de algunos de los principales periódicos de EE UU realizado por MintPress y recién publicado (MacLeod, 2022) se analizan más de 91 artículos publicados en The New York Times, The Washington Post y The Wall Street Journal, encontrándose que alrededor del 90% de ellos muestra una posición dura respecto a Rusia y su presidente, y que prácticamente todos (87 de 91) muestran a Rusia como el agresor y no a EE UU o la OTAN. Y también son absolutamente partidarios del envío de tropas a Europa oriental (en 24 de 27 artículos que plantean la cuestión). En concreto, en The Wall Street Journal, otro ideólogo neocon, Walter Russel Mead, pedía:
TE PUEDE INTERESAR
El NY Times y el Washington Post llevan a EE. UU. a la guerra con Rusia por Ucrania | Por Alan Macleod
Este estudio de MintPress revela que el noventa por ciento de los artículos de opinión recientes en The New York Times, The Washington Post y The Wall Street Journal han adoptado una visión agresiva sobre el conflicto de Ucrania escritos por expertos vinculados al estado de seguridad nacional que promueven a la OTAN como defensora de la mundo libre y describir a Putin como la encarnación de Hitler.
Los presupuestos militares tendrán que crecer a medida que Estados Unidos aumente su capacidad contra Rusia y China. Habrá que dejar de lado las fantasías de retirarse de algunas regiones para concentrarse en otras: Europa, el Medio Oriente, el África subsahariana y América Latina requieren másatención de los Estados Unidos y sus aliados, incluso mientras continuamos preparándonos en el Indo-Pacífico. Estados Unidos tendrá que pasar menos tiempo inspeccionando las deficiencias morales de los aliados potenciales y más tiempo pensando en cómo puede profundizar sus relaciones con ellos (cit. en MacLeod, 2022).
Posición de los principales periódicos de EE UU sobre el despliegue de tropas en Ucrania (7-28 de enero 2022)
Fuente: MacLeod (2022)
Una buena lectura son los artículos de Rafael Poch, que fue corresponsal en Moscú de La Vanguardia durante muchos años, y que intenta dejarnos ver cómo se perciben en Rusia las políticas y argumentaciones occidentales
Conclusiones
Son muchos los temas que no se han abordado en este breve artículo (los dobles estándar de la política exterior de los países occidentales, el papel de China en este conflicto, las políticas de los nacionalistas prooccidentales y prorrusos en Ucrania, la crisis energética y el papel de Rusia en el abastecimiento de gas y petróleo a Europa, …), que se ha centrado en la construcción discursiva de la (todavía potencial) Guerra de Ucrania. Siguiendo el ejemplo de Dalby (1990) sobre la creación de la segunda Guerra Fría en los 1980, hemos intentado mostrar cómo se está creando en EE. UU. y sus Estados aliados occidentales la guerra de Ucrania, en particular, y la guerra contra Rusia, en general. Los argumentos discursivos no difieren sustancialmente de los que identificaba Dalby; los nuevos elementos son más bien un aggiornamento de los anteriores que nuevas lógicas.
Para EE. UU., y, en particular, para el complejo militar-industrial-cultural que en buena medida lo gobierna, es fundamental tener enemigos creíbles, como señala en su cierre final un recientísimo informe sobre la posible invasión rusa y la respuesta occidental recordando el famoso memorándum de 1947 de George F. Kennan titulado “Las fuentes de la conducta soviética”, donde sostenía:
«[E]l observador atento de las relaciones ruso-estadounidenses no encontrará motivo de queja en el desafío del Kremlin a la sociedad estadounidense. Antes bien, experimentará una cierta gratitud a la Providencia que, proporcionando al pueblo estadounidense este implacable desafío, ha hecho que toda su seguridad como nación dependa de que se recompongan yacepten las responsabilidades del liderazgo moral y político que la historia claramente pretendía que tuvieran.» (cit. en Wasielewski, Jones y Bermúdez Jr., 2022: 13).
Pero sí es nueva la importancia de mantener el liderazgo estadounidense en Europa, y a esta región comprometida con una OTAN global. Es fundamental para intentar evitar o, al menos, retrasar el declive hegemónico de EE. UU. Porque la crisis hegemónica ya no es sólo económica, como la que arrastraba desde los años 1970, sino también política e incluso militar, a pesar de la asimetría de medios de fuerza que mantiene con cualquier competidor.
La posición europea respecto al conflicto no es unánime: Francia y Alemania muestran sus dudas sobre una respuesta militar a Rusia si finalmente se produjese la invasión. Pero el gobierno español ha afrimado que «España está comprometida con la OTAN y la seguridad de Europa», según ha declarado su presidente, Pedro Sánchez (El Periódico, 2022), y ha enviado barcos y aviones al área para contribuir a la «disuasión» militar. Una posición que encaja con el realismo semiperiférico que, tras la renuncia a mantenerse como país neutral, arrastra España desde su incorporación a la OTAN en 1982, posición refrendada por la mayoría de los gobiernos socialistas —en primer lugar por el de Felipe González en 1986 con ocasión del referéndum sobre la pertenencia de España a la organización— y conservadores —en particular el de José María Aznar apoyando sin fisuras la invasión de Irak por unas inexistentes armas de destrucción masiva, falsedad o mentira por la que nadie le ha reclamado responsabilidades políticas ni penales—.
Ya desde hace años alguno de los think tanks españoles semioficiales compran sin ningún pudor los discursos neocon sobre Rusia y Ucrania:
«Hoy, la importancia de Ucrania para Rusia no reside en la supuesta hermandad de los eslavos y el glorioso pasado común, sino en el hecho de que el Kremlin ha conseguido convertirla en un instrumento para impedir la ampliación (‘expansión’ dirían los rusos) de la UE y la OTAN, que considera como una de las principales amenazas a su seguridad nacional. Sin embargo, la supuesta amenaza de la ampliación de la OTAN y la UE no es una amenaza militar para la seguridad nacional de Rusia (no es que sea imposible un ataque e invasión de Rusia por parte de un país occidental, pero sí bastante improbable) sino más bien para el gobierno autocrático de Vladimir Putin, que la usa, al viejo estilo soviético, para fortalecer la cohesión política interna y como justificación de su doble política revisionista. Y es en este punto donde Ucrania representa la piedra de toque para Occidente. Los occidentales no deben permitir que Rusia use Ucrania como un instrumento para competir conseguido tras el final de la Guerra Fría.» (Milosevich-Juaristi, 2017).
Sin pretender negar la responsabilidad del gobierno de Putin (que no ha sido objeto de este artículo) en la escalada bélica actual, parece evidente que la posibilidad de resolver el conflicto actual sin necesidad de acudir al uso de la fuerza o a la amenaza del uso de la fuerza parece fuera del horizonte de los encargados del establishment de seguridad nacional en EE UU y de los políticos atlantófilos en Europa. Una Ucrania neutral, una Europa (occidental y oriental) desnuclearizada y una política de paz sólo pueden afectar a los intereses de ese complejo militar-industrial-cultural que vive (literalmente) de la guerra y de la amenaza de guerra.
Quizás por eso sea fundamental volver a repensar los sistemas políticos en los que vivimos ante esta y otras amenazas para la supervivencia del planeta. Como nos recuerda Kevin Clements, que no es un peligroso dirigente de algún partido de extrema izquierda sino uno de los anteriores presidentes de la Asociación Internacional de Investigación para la Paz (International Peace Research Association, IPRA): «es vital tener algunos debates fundamentales sobre si los Estados capitalistas liberales y democráticos que operan bajo el estado de derecho son capaces de satisfacer las necesidades económicas, de bienestar e identidad de los ciudadanos en el siglo XXI. Si no lo son, se necesitan algunas reflexiones muy urgentes sobre qué podría reemplazarlos que fuera capaz de brindar mejores resultados que los que ya tenemos» (Clements, 2018: 5).