No miren arriba, una película que captura el cinismo de la política y el poder

No miren arriba es una sátira inteligente, en clave catastrofista, que muestra la sumisión neoliberal de la política al mercado y al pulpo monstruoso del capitalismo digital y de vigilancia en el marco de la virtualidad tóxica de las redes sociales, la banalidad y posverdad de los medios hegemónicos de masas, la manipulación y cretinización de la opinión pública, la irracionalidad cortoplacista y suicida del extractivismo y la impostura de los multimillonarios filantrópicos. Sin duda, una película que da cuenta de todos estos acuciantes problemas no viene nada mal.

Lo más aterrador de No miren arriba es que, por absurdo que parezca, apenas exagera. La película de Adam Mc Kay refleja muy bien la realidad que realmente estamos viviendo. No hay un villano autoritario que ponga fin a la democracia. Por el contrario, igual que en nuestro mundo, en la película la democracia (estadounidense) ya ha sido sofocada por el peso del dinero de los oligarcas y la búsqueda de ganancias corporativas. No existe una conspiración malvada secreta, al menos en la forma que imaginaban estas historias durante el período de Trump. Los villanos son una élite obsesionada consigo misma y con los ojos cerrados, y es su codicia y venalidad lo que los lleva a tomar decisiones desastrosas.

El hilo narrativo de No miren arriba es una alegoría acerca del cambio climático. Los astrónomos Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence) y Randall Mindy (Leonardo DiCaprio) descubren un cometa del tamaño del monte Everest que se dirige directamente a la Tierra y determinan (después de varias verificaciones) que está listo para causar un evento apocalíptico igual al que mató a los dinosaurios en sólo seis meses. Sin demoras, vuelan a Washington para informar al presidente.

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Los éxitos de taquilla acerca del fin de la historia, como Armageddon, nos han condicionado a asumir que con el liderazgo global de los Estados Unidos se armaría un equipo de valiente que, con la ayuda de la ciencia moderna y recursos ilimitados, vencerían a la amenazante roca espacial. Sus únicos obstáculos serían sus propios problemas personales, sus limitaciones para trabajar en equipo y la inmensidad de la tarea en sí. No miren arriba es distinta. Adam McKay, su director, le da una vuelta de tuerca a ese escenario gastado por el tiempo. ¿Y si detener el desastre real no fuera la parte más difícil? ¿Y si la parte más difícil fuera convencer a alguien de que se moleste en intentarlo?

Dibiasky y Mindy se sienten frustrados en cada paso del camino en sus esfuerzos. El director de la NASA —un donante político sin experiencia en astronomía— al principio no lo cree. La presidenta Orlean (Meryl Streep) y su hijo tonto y jefe de Gabinete, Jason (Jonah Hill), primero los ignoran y luego buscan una razón para retrasar hacer algo al respecto; después de todo las elecciones de medio término están cerca y son más importantes. La prensa en su mayoría no está interesada y el único periódico que trata la historia como el éxito de taquilla, rápidamente se da por vencido después de tener una baja repercusión en las redes sociales. Finalmente, el dúo aterriza en un popular programa matutino, que también toman en solfa el tema y exasperan a Dibiasky que sufre un colapso durante la transmisión, motivo por el cual se convierte en trending topic en las redes, desde donde recibe todo tipo de burlas.

Las cosas no se vuelven mucho más fáciles una vez que el Gobierno finalmente se toma en serio la amenaza. En todo su absurdo, la película es un retrato deprimentemente preciso de nuestro tiempo, desde el panorama parcial de los medios y las debilidades del estrellato en las redes sociales.

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Sin duda, el éxito de No miren arriba tiene que ver con las excelentes actuaciones de un gran elenco; en particular, los dos protagonistas que nos mantienen preocupados por ellos, incluso cuando parecen bajar los brazos frente a la actitud negacionista de la sociedad, promovida por políticos y medios. Mindy se intoxica con su propia microcelebridad y se convierte en poco más que un asesor del gobierno. Dibiasky abandona la lucha completamente con hosca apatía.

Otro punto a favor de la película es que se aleja de uno de los peores impulsos del discurso pos-Trump y sus tendencias antipopulista. En No miren arriba no hay desprecio por la gente común, retratada a veces como demasiado estúpida para salvarse a sí mismo.

La gente del mundo de No miren arriba definitivamente no es el problema. En una escena, los clientes de un bar sacan a los héroes de la película la horrible verdad sobre la inacción del Gobierno y responden con preocupación y violenta indignación. Y un joven cristiano del Medio Oeste, interpretado por Timothée Chalamet, asume casualmente que el cometa no es real, pero cambia de opinión con evidencia y una persuasión extremadamente suave. En una manifestación al estilo de Trump, Jason implora a la multitud que «no miren hacia arriba», hasta que alguien lo hace y ve el cometa dirigiéndose directamente hacia ellos. «¡Maldita sea, nos mintió!», grita.

En una inversión de la narrativa liberal prevaleciente desde 2016, que cataloga a todos los votantes comunes de Trump como personas intolerables e irredimibles, en No miren arriba el verdadero problema son las elites e instituciones, incluidos los medios de comunicación, que corrompidos por el dinero, engañan, manipulan y distraen al resto de la sociedad de lo que realmente importa.

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