El Gobierno sigue en deuda con la comunicación popular

A casi tres años de gestión, el balance en materia comunicacional del gobierno del FDT es ciertamente pobre. A contramano de las expectativas existentes cuando asumió en diciembre de 2019, las políticas del gobierno tuvieron el efecto de reforzar el control de la palabra oficial por los grandes conglomerados mediáticos opositores, facilitando así que la esfera pública quedara intervenida por actores y prácticas autoritarias. ¿Cómo se llegó a esta situación?

Foto. Unsplash | Johnathan Velasquez

Antes de responder el interrogante planteado, es preciso señalar que durante estos años la comunicación comunitaria y cooperativa no fue atendida como una política pública, igual que la salud o la educación. Desde el vamos, quedó claro que la comunicación no es una prioridad para el Gobierno nacional. Pruebas al canto: no se restableció de manera integral la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, aprobada por el Congreso Nacional y refrendada por la Corte Suprema de Justicia; los medios populares quedaron fuera de agenda; los medios públicos —lejos de ser una alternativa comunicativa, un lugar donde acceder a aquello que no está en otros lados, un espacio para abrir debates— también quedaron relegados a un espacio anodino y sin capacidad de generar agenda; y los dispositivos tecno-mediáticos del establishment median la comunicación gubernamental y reciben la parte del león de la pauta publicitaria oficial, concentrada además en los medios porteños.

Estos ejemplos muestran que, en vez de efectivizar el derecho a la comunicación impulsando políticas públicas orientadas a fortalecer los medios populares autogestivos, el Gobierno estuvo más atento a las necesidades de los conglomerados mediáticos. Claramente, sus preferencias eran otras.

La principal iniciativa, y por circunstancias de la pandemia, fue el decreto 690, una propuesta que declara internet como servicio esencial y fija precios para las tarifas. Sin embargo, fue judicializado inmediatamente por las telcos y desde entonces se encuentra «suspendido» por la justicia federal.

Pero vayamos a nuestro interrogante. Apenas elegido candidato, en una entrevista con Tiempo Argentino, Alberto Fernández dejaba un mensaje al Grupo Clarín: «Dejen de disparar, que conmigo, la guerra se terminó». De esta manera, declaraba un acuerdo de paz unilateral con el multimedio; es decir, ofrecía una rendición incondicional.

Una vez instalado en el gobierno quedó claro que este posicionamiento no era una opción personal. En 2019 la hipótesis de Cristina Kirchner era que convenía ubicar a Fernández en la presidencia porque no estaban dadas las condiciones para un gobierno que confrontara con los poderes concentrados y con la derecha y, por lo tanto, se necesitaba alguien capaz de concertar con esos sectores.

La estrategia del Frente de Todos para poder llegar al gobierno fue correrse al centro. El diagnóstico de base partía del supuesto que el poder real y la derecha tendrían un comportamiento más racional o condescendiente. Fernández, con su capacidad negociadora, aportaría el resto. Sin embargo, y antes de la pandemia, este supuesto no se verificó. En efecto, los factores de poder dieron muestras acabadas que no tenían inclinación alguna para modificar su conducta histórica. Como ya se dijo desde esta columna, los representantes del poder real siempre manifestaron que el único acuerdo posible es el que se subordina a sus intereses, sin importar costos sociales o económicos. El resultado fue que dicha estrategia inhibió al FDT para gobernar como tenía que hacerlo para dar satisfacción a amplios sectores de la sociedad. Eso quedó claro en las elecciones intermedias de 2021, cuando obtiene cuatro millones de votos menos que en 2019.

Este desplazamiento hacia el centro implicaba adoptar el consensualismo como lógica de la resolución de conflictos. En esta orientación coincidían los que, como Fernández, creían que no había intereses encontrados en la sociedad, sino más bien desencuentros y malentendidos en el terreno de la política, y los posibilistas, que interpretaban que la búsqueda de consensos tenía que ver con las relaciones de fuerzas desfavorables frente a una derecha empoderada y agresiva. Todos coincidían en la necesidad de avanzar por la senda del acuerdo, demostrándole al capital concentrado que se trataba de un gobierno amistoso y moderado. Desde el punto de vista práctico coincidían en no confrontar con los factores de poder ni buscar modificar las relaciones de fuerzas existentes, lo cual llevaba implícitamente a renunciar a un discurso propio en relación con el sentido común preponderante, impuesto por los dispositivos tecno-mediáticos hegemónicos. Conviene recordar que los medios hegemónicos son actores políticos que, además de legitimar el discurso neoliberal presentado como sentido común, coordinan el funcionamiento de los llamados factores de poder para influir en la toma de decisiones políticas de los gobiernos, los legisladores y los jueces.

Desde este enfoque, las políticas de comunicación —entendidas como políticas públicas dirigidas a conformar una esfera pública vibrante, con pluralidad de voces, deliberativa y participativa y desde donde ampliar consensos, modificar relaciones de fuerzas y construir gobernabilidad— no eran una prioridad del Gobierno. Esto quedó claro en el primer discurso de Alberto Fernández en marzo de 2020 en la apertura de sesiones ordinarias del Congreso. Allí, Fernández se refirió a los medios de comunicación en el marco de sus propuestas educativas y anunció la reconversión del uso de la publicidad oficial y del valor de los medios estatales en esta comunicación oficial educativa, anuncio que jamás se concretó.

¿Cómo se llegó a que un gobierno de perfil progresista terminara reforzando el control de la esfera pública por los grandes conglomerados mediáticos opositores? La respuesta es que el Gobierno subordinó la comunicación a un enfoque de gestión que descartó la movilización de su base social para bloquear las amenazas de los poderes fácticos y establecer una gobernabilidad que permitiera cumplir el contrato electoral de 2019. Así, renunció a contar con un discurso capaz de convocar y movilizar en torno a la acción gubernamental. Política y comunicación son parte de la lucha por el poder; pero si la política carece de vocación de poder no hay discurso para que la ciudadanía dé sustento social a políticas progresistas y soberanas.

Aún hoy desde el Gobierno intentan atajar las críticas con la excusa —por cierto, ya raída— de la pandemia. Pareciera que el gobierno del FDT asumió en pandemia, pero la cuarentena se estableció el 20 de marzo de 2020, a los 99 días exactos de su asunción. Y en estos días cruciales el Gobierno no reformó la justicia, no investigó la deuda y ni siquiera restituyó la ley de medios.

A propósito de la pandemia, creemos que ésta fue una oportunidad desaprovechada para instalar un discurso capaz de modificar el sentido común imperante construido desde el neoliberalismo.

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Marcelo Valente

Comunicador y periodista. Editor de Esfera Comunicacional.

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