Nuestro fútbol/país
La Argentina volvió a conquistar la Copa América y el mundo del fútbol reconoce el trabajo que realizó el cuadro de Scaloni. Messi logró su primer título con la selección, que rompió una sequía de veintiocho años sin vueltas olímpicas.
En otras generaciones nos acunamos con el ruido de fútbol de las transmisiones de partidos, ese que arrullaba los domingos con una mezcla de locución encendida, publicidades estentóreas y ruido de tribunas como fondo. Y algunos teníamos como literatura preferente las revistas deportivas de la época, El Gráfico y la Goles, y allí buscábamos descifrar los enigmas del penal que Roma atajó a Delém, los tres tantos en diez minutos de River a Néstor Errea, o la fiebre del fútbol/espectáculo comprando jugadores brasileños que no podían hacer más goles que Sanfilippo o Artime.
Y después fue Menotti y el Mundial en medio del país sepultado por Videla, y años luego el Maradona grandioso de «la mano del Dios» y del «barrilete cósmico» inmortalizado por Víctor Hugo. Hemos latido fútbol 3921siempre, es parte de nuestra nacional idiosincrasia de agonías y éxtasis, de excesos para creernos ayer los peores y hoy los mejores, o al revés. País de sube y baja, de maníacos y depresivos, que encontramos en ese deporte la identificación colectiva que nos suele fallar por otros rubros, que incluye a las mujeres desde hace ya muchos años como espectadoras y ahora como jugadoras, que reúne a todos expectantes frente al televisor.
No es que Scaloni sea un gran técnico, es obvio. Pero se las ha arreglado para trabajar decorosamente con el equipo, y lo ha sacado campeón donde técnicos afamados no acertaron. Nuestros jugadores ganaron cerradamente —con altura y con necesarias dificultades— la final en Maracaná. Era una alegría necesaria para ellos y para todos los argentinos de a pie.
En un país que ha llegado a la pandemia sin poder pedir un peso de crédito por la deuda desastrosa que dejó el gobierno anterior, es obvio que nada puede sobrar: son tiempos difíciles. Se ha gastado miles de millones de dólares del Estado en IFE y en fondos para que las empresas paguen salarios. Con la baja inevitable en la producción del año 2020, ello es un coctel explosivo. Sin embargo, no hubo explosiones sociales: la mayoría sabe que los que chocaron el tren sin pandemia podrían hundirlo hoy, en condiciones peores. Igual por supuesto los tiempos son duros, mientras las restricciones de movimientos y acercamientos nos pegan en el medio del afecto.
Y llegó este seleccionado de Messi, quien con su medio decir de niño tímido de barrio, balbuceó su felicidad al término de la final. Se echó a llorar como un chico. Había peleado por esto merecidamente durante dieciséis años. Era un premio que se debía: el campeonato con la camiseta argentina. Lo consiguió, a pesar de lo mucho que algunos periodistas y miles de compatriotas hicieron torpemente en su contra.
Desmesuras como que «no juega aquí como en el Barça», o que «no canta el himno» llenaron corrillos y redes sociales y sólo una vez quiso irse —con absoluta justificación— pero el amor es más fuerte, y volvió. Y ahora ganó. Ganó en el Maracaná, ganó.
Y las atajadas grandiosas de un «Dibu» al que desconocíamos, y el retorno de un «Fideo» Di María al que algunos comentaristas habían enterrado en vida. No en vano el canto final de los jugadores, dedicado con bronca a aquellos escribidores del desaliento y el fracaso, que se encargaron de despellejar a los futbolistas, como si esos profesionales del desánimo fueran tan buenos a la hora de comentar, como puedan serlo Messi o Di María en el momento de futbolear.
Y todo fue una fiesta, y lo llevaron los compañeros en andas a Messi, y lloraron todos juntos mientras los demás llorábamos en casa abrazados, o solos, o en familia, muchos en silencio. Por fin… Por fin, la alegría para el hijo pródigo que fue el mejor jugador, el goleador del torneo, el que hizo cuatro tantos y sirvió seis, interviniendo en casi todos los goles de nuestro equipo.
Neymar que se arrodilla y llora largamente la derrota. Y luego con enorme hidalguía —se lo había sacudido con faltas permanentemente porque no se lo podía parar en el segundo tiempo— fue a abrazarse con su amigo y excompañero Lionel, con el cual charlaría amablemente luego en el vestuario. Todo un ejemplo. Si un argentino hubiera hecho lo equivalente en una derrota ante Brasil, seguro ganaba chapa de vendepatria.
Y fuimos felices esa noche, y todavía ahora nos dura la alegría, y sabemos que este país es el nuestro, que esos colores son los nuestros, que la Argentina es más que un manto de oscuridades como realidades duras y malas voces televisivas nos llevan a creer.
No siempre se vive mejor lejos. Y cuando se vive mejor, raramente no se extraña. No dejamos de querer a este sitio donde hemos sido. Esa patria de la que un grande como Messi jamás ha abjurado, pues habla con un acento que podría ser el de quien vagabundea siempre por los arrabales de Rosario.
Con la sombra y el recuerdo de Maradona, con la victoria lograda con honestidad y fuerza, con todos y cada uno de los jugadores que aportaron calidad y compromiso, con memes que llenaron las redes en ciclo de segundos, sabemos que somos país, que tenemos país, que hay Argentina. Por supuesto, es sólo fútbol. O sea, nada menos que eso, esa identidad plural y colectiva que se desfoga en el compartido grito de gol que se nos enciende cada vez en la garganta.