Qué hacer cuando la injusticia se sufre como un problema individual

Los libros de François Dubet son aportes de gran importancia, pues construyen un marco explicativo que ayuda a comprender la constitución de las nuevas subjetividades en la sociedad posindustrial, posmoderna y digital. Ahora en El nuevo régimen de las desigualdades solitarias propone pensar sobre qué bases reconstruir una oferta política que haga posible una vida en común.

François Dubet

Sociólogo francés (1946), es docente magistral de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París y profesor emérito de Sociología en la Universidad de Burdeos II. Heredero de la sociología de Alain Touraine, sus estudios se centran en la marginalidad juvenil, las desigualdades sociales, la inmigración y el carácter inclusivo o excluyente de las instituciones escolares. Entre sus libros, cabe mencionar Repensar la justicia social (2011), ¿Para qué sirve realmente un sociólogo? (2012), ¿Por qué preferimos la desigualdad? (2015) y La época de las pasiones tristes (2020).

Los estudios sobre desigualdades sociales constituyen un tema nodal y recurrente en el campo de la sociología. Desde diversos puntos de vista y niveles de análisis, numerosos autores se han dedicado a desentrañar las causas y factores determinantes de las desigualdades, reconstruir sus características, medirlas, y ofrecer posibles abordajes para interpretar las dinámicas y procesos asociados a éstas.

Dubet es uno de los exponentes contemporáneos en la materia, con una obra prolífica que busca una respuesta al interrogante de cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento y desalienta la lucha por una sociedad mejor. Sus estudios sobre las desigualdades se caracterizan por una aguda comprensión del procesamiento subjetivo de estas experiencias y su relación con las grandes metamorfosis sociales.

En su libro anterior, La época de las pasiones tristes, la hipótesis que desarrolla es que en las últimas décadas ha operado una transformación del régimen de las desigualdades, producto del agotamiento del sistema de clases sociales propio de las sociedades industriales. Estas mutaciones se traducen en un efecto de atomización, donde las desigualdades se multiplican y diversifican. Dejan de estar inscriptas en estructuras estables, bajo las que se podían constituir identidades colectivas y grandes relatos que permitían dotar de sentido a las vivencias atravesadas. En la modernidad tardía la experiencia de la desigualdad es sobre todo una experiencia individual, y por ello más cruel, porque pone en entredicho la propia valía del sujeto, una prueba individual que lleva al desprecio y la humillación. Dubet encuentra allí la explicación a las iras, indignaciones y resentimientos que abundan en estos días.

En efecto, hasta la década de los ochenta las desigualdades se pensaban y se sufrían como desigualdades de clase y con el declive del mundo industrial el régimen de las desigualdades mutó de manera irreversible. No es que no sigan existiendo las fábricas, los conflictos laborales, la explotación y las brechas entre los muy ricos y los muy pobres. La cuestión es que las clases sociales pierden consistencia y ya no define identidades. En las sociedades industriales, las desigualdades sociales han sido durante mucho tiempo desigualdades de clase; es decir, desigualdades vividas como experiencias colectivas, como un nosotros o grupos sociales opuestos y estructurados por asociaciones, sindicatos y partidos que representan a esas clases sociales: la izquierda contra la derecha. Los cambios a partir de la cultura de masas y la promoción del individuo en las sociedades europeas y en América del Norte, debilitaron ese sistema. Las desigualdades hoy se experimentan principalmente como experiencias y pruebas individuales y, en gran medida, como formas de desprecio por parte de las personas que pasan a sentirse responsables de su propio destino. Incluso son más intolerables que las viejas desigualdades sociales porque los individuos las sienten como mujer, como persona no calificada, como tan joven, o tan viejo, o tan diferente.  

Para Dubet, los individuos hablan primero de su experiencia personal y singular antes que de una condición colectiva. Es por eso que la ira social no conduce a demandas colectivas y programas políticos. Todos hablan por sí mismos, pero todos están unidos en su ira contra el mundo, contra otros. Los partidos políticos y los sindicatos son mecanismos para enfriar y racionalizar esa ira social transformándola en un conflicto social. Pero cuando estos partidos y sindicatos se vuelven muy débiles o, a su vez, se convierten en miembros de la élite, los individuos ya no están sujetos a un deber de racionalidad. Y es justamente cuando podemos ver como se vota por el Brexit o por Trump, por razones completamente opuestas. Se defiende el diesel y la ecología, se exige más estado de bienestar, pero menos impuestos, estamos en contra de la delincuencia, pero también de la policía… Esta experiencia no conduce a un conflicto social, sino a resentimientos y formas de odio: odio a las élites, odio a los más pobres, odio a los extranjeros.

La idea principal que presenta Dubet es que el aumento de los sentimientos de resentimiento e indignación se vincula no tanto con la profundización objetiva de las desigualdades, sino más bien con un desplazamiento en el modo en que son vividas. No importa si las clases sociales aún existen o no, dice Dubet, la cuestión es que ya no son el principio organizador del régimen de desigualdades. Las desigualdades ya no se comprenden en términos de explotación sino bajo la clave de la discriminación, y así la estructura de las desigualdades de clase se difracta en una sumatoria de pruebas individuales y sufrimientos íntimos.

Para Dubet resulta obvio el reinado de Internet aceleró enormemente estos procesos de individualización y pasiones tristes. Todos tienen acceso directo al espacio público sin pasar por el control de los medios. Este es un progreso democrático innegable y muchos movimientos sociales, ambientalistas y feministas en particular, han nacido en la web. Pero cada uno testifica por sí mismo y se convierte en un movimiento social por sí mismo. Los odios, los rumores y las fake news se están extendiendo como evidencia, y los regímenes autoritarios como los movimientos populistas utilizan todas estas redes para sumar apoyo. Todo esto puede ser muy peligroso porque, por más que no sea satisfactoria, la democracia debe enfriar esas pasiones, generar acuerdos sobre algunas verdades, aceptar a las minorías. Hoy todas estas experiencias de desigualdades y estas tristes pasiones desaparecen en la dirección opuesta.

¿Todos para uno y uno para todos?

Todos para uno, uno para todos, hubo un tiempo en que la solidaridad de clases se parecía más o menos al lema de los mosqueteros. Sin embargo, más allá de que se amplían, las desigualdades sociales se transforman y cambian de naturaleza. Mientras las desigualdades de clase estructuraban los conflictos, los movimientos sociales, la vida política, las identidades colectivas y los principios de solidaridad, hoy las desigualdades se multiplican e individualizan. Todos somos desiguales y únicos.

En El nuevo régimen de desigualdades solitarias Dubet continúa sus reflexiones sobre las transformaciones de la modernidad tardía y sus consecuencias sociales. Apoyándose en su instrumental teórico previo, retoma aspectos de obras pasadas como la problematización de la noción de justicia social, el declive de las instituciones de la modernidad (haciendo hincapié aquí en las clases sociales), la concepción de la igualdad de oportunidades y la meritocracia.

Se trata de un libro necesario en el que Dubet apuesta a describir, más que el mundo que está muriendo, el mundo incierto que se avecina. Para eso, no pone el foco en el abismo entre el uno por ciento más rico y todo el resto, sino en las desigualdades moderadas que atraviesan la vida cotidiana cuando nos comparamos con quienes tenemos más cerca. En esa situación, cada uno se siente herido y desigual en calidad de algo: porque es inmigrante, joven, precarizado, excluido, beneficiario o no de asistencia social, mujer, viejo, titular o no de un título educativo útil; por el lugar donde vive, el acceso a seguridad o cobertura de salud, el nivel de ingresos y consumo, la pertenencia a una minoría sexual o disidencia.

Desde este enfoque las desigualdades se sufren como discriminaciones individuales y se tramitan con culpa, con resentimiento, con esfuerzos por estar a la altura, con antidepresivos. Todos creemos ser víctimas de un trato injusto, todos estamos más expuestos, más frágiles, más agobiados. Y a la vez, en un mundo que tanto a derecha como a izquierda ha adoptado acríticamente el ideal de la igualdad de oportunidades meritocrática, nos sentimos responsables de nuestro propio fracaso. ¿Cómo transformar las cóleras e indignaciones solitarias, dispersas, en movimientos políticos y sociales? ¿Cómo generar un sentido de cohesión y solidaridad colectiva? ¿Cómo pasar del yo al nosotros?

Más allá de ciertos desacuerdos que se pueden plantear, lo cierto es que esta obra es un aporte para pensar sobre qué bases reconstruir una oferta política y un marco para la vida en común, es un aporte a la batalla contra la desarticulación social y el pesimismo. Y, de alguna manera, también un aliento de esperanza para la continuación de la contienda.

Completar este artículo con la lectura de la introducción de El nuevo régimen de desigualdades solitarias.

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