La millonaria fábrica de mitos
Los discursos sobre el capital que aportan los millonarios en impuestos y lo mucho que reciben los pobres y la clase media de esta forzada generosidad, son todo un género literario. Es más, este género es cultivado sobre todo por los de abajo, tal como reza el principio del genio de la propaganda Edward Bernays: nunca se debe decir que lo que uno quiere vender es bueno sino hacer que los demás lo digan.
Los mitos sociales son funcionales al poder y, como tales, son una máscara semántica, un espejo ideológico que se encarga de reflejar la realidad, pero al revés.
Que los pobres y los trabajadores (disculpen la redundancia) defiendan a los ricos como bondadosos donantes, es el resultado directo de semejante estrategia publicitaria y, como el mismo Bernays sabía, no se trata sólo de una inoculación masiva sino de una explotación de las debilidades del consumidor, como lo es el deseo de distinguirse de sus iguales y, un día, aunque sea un día muy lejano, alcanzar a ser parte de esa inalcanzable elite.
En realidad, los millonarios no le dan nada a la sociedad. Solo le devuelven con los impuestos una mínima parte de lo que han tomado de ella gracias a su posición de poder en los negocios (que es prácticamente la única forma de entrar al club del uno por ciento).
A esta devolución convenientemente se la califica «redistribución de la riqueza» como si se tratase de una donación o de un robo que los de abajo, los holgazanes trabajadores, le hacen a los sacrificados e intelectualmente superdotados de arriba. Pero la misma palabra esconde la verdad. No es una «distribución» de la riqueza producida por un pequeño sector de la sociedad, sino una «redistribución» de la riqueza producida por la totalidad de la sociedad, no sólo la existente sino todas las sociedades que nos precedieron y le dejaron a la humanidad un legado de conocimientos, descubrimientos, invenciones, luchas sociales y progreso.
En otras palabras, todo sistema económico es un sistema de redistribución de la riqueza, sea de arriba hacia abajo a través de los impuestos o de abajo hacia arriba a través de la producción y el consumo.
Pero los mitos sociales son funcionales al poder y, como tales, son una máscara semántica, un espejo ideológico que se encarga de reflejar la realidad, pero al revés. Como en realidad son los millonarios quienes le roban a los trabajadores cada día y de forma masiva (les roban no sólo riqueza sino también representación política), la narrativa ideológica insiste en que son perversos quienes quieren quitarle a los millonarios para dárselo a los pobres con «impuestos que castigan el éxito». Este es otro mito profundamente arraigado en la sociedad, producto del mismo proceso de propaganda de quienes tienen un poder social desproporcionado; es decir, quienes dominan la economía y las finanzas, quienes son dueños de los grandes medios o son sus subsidiarios a través del pago de publicidad, quienes están sobrerepresentados en la política.
La misma lógica lleva a que no pocos trabajadores (sobre todo en Estados Unidos y en sus colonias) repitan otro mito: son los ricos quienes crean trabajo. Son los ricos quienes crean prosperidad.
Los ricos no compiten; destruyen la competencia. Los ricos no crean riqueza; la acumulan. Los ricos no crean conocimiento; los secuestran: los ricos no crean ideas; las demonizan.
Otro mito indica que los ricos son exitosos porque saben competir. Muchos de ellos pueden ser creativos, pero su creatividad no está invertida en crear algo nuevo sino en apoderarse de lo creado. Las loas a proyectos privados como Space X de Elon Musk es presentada como el paradigma de la innovación privada. Lo paradójico es que todo su proyecto espacial está sentado sobre casi un siglo de éxitos y fracasos de agencias espaciales de gobiernos como la NASA, el Programa espacial de la Unión Soviética y, mucho antes, los descubrimientos y progresos del gobierno nazi de la Alemania de Hitler. Space X no sólo usa todo este conocimiento acumulado y por el cual no invirtió ni una moneda, sino, incluso, las mismas instalaciones de la NASA y su dinero, es decir, dinero de los impuestos.
Los ricos no compiten; destruyen la competencia. Los ricos no crean riqueza; la acumulan. Los ricos no crean conocimiento; los secuestran: los ricos no crean ideas; las demonizan.
Los pequeños y medianos empresarios compiten cada día por ofrecer un servicio y, de esa forma, obtener ganancias que les permitan sobrevivir y, en lo posible, prosperar. Pero las megaempresas como Amazon o Walmart basan su éxito no en la competencia sino en la progresiva destrucción de esa competencia, la cual comienza siendo la aniquilación de pequeños negocios a través de prácticas como el «dumping» encubierto (venta a pérdida). Luego continúa con la aniquilación de otros monstruos, como en Estados Unidos ocurrió con todo tipo de cadenas como Sears o Radio Shack. Se puede argumentar que el servicio de Amazon es efectivo, pero cualquiera en cualquier momento de la historia con una acumulación superior de capitales será efectivo porque cada nueva innovación estará a su disposición.
Ahora son adulados como los que «crearon el mundo en el que vivimos». ¿Qué inventó Jeff Bezos? ¿Qué inventó Bill Gates? ¿Qué inventó Steve Jobs? ¿Qué inventó Mark Zuckerberg? Históricamente hablando, nada, aparte de algunos maquillajes a siglos de progreso acumulado. Todo fue inventado antes o después por otros que no llegaron a millonarios ni sufrían de esa terrible patología psicosocial. Desde los algoritmos inventados por el matemático persa Al-Juarismi (o Algorithmi) en el siglo IX hasta las computadoras, Internet, los softwares, el correo electrónico, las redes sociales y todo tipo de instrumento que, para bien y para mal hacen posible nuestro mundo, todo o casi todo fue creado por inventores e investigadores asalariados y casi todo fue financiado por algún gobierno. En la mayoría de los casos ni existía el capitalismo como etapa histórica y cuando existió sus genios no fueron capitalistas, con una o dos excepciones dudosas.
No nos dejemos confundir por la propaganda mediática ni por la industria cultural. El objetivo de todo gran negocio, de toda gran empresa no es ni aportar un invento a la humanidad ni beneficiar a nadie más que a sus dueños a través del secuestro y la acumulación de una riqueza producto de una larga historia de progresos tecnológicos y sociales, producto de un vasto esfuerzo del resto de la sociedad con sus instituciones públicas y privadas. Pensar lo contrario es como insistir que el trabajo del pescador que tira sus redes al mar consiste en reproducir peces. Toda megaempresa es eso: una gigantesca red de pescador. Todo lo demás es verso, y no del mejor.
Los millonarios se justifican solo por su poder económico, por la propaganda que transpira este poder y por el poder político que secuestran para beneficiar sus propios negocios. Esta propaganda es tan efectiva que puede falsificar la realidad hasta que un sacrificado vendedor de choripanes con dos asistentes se identifique con alguno de estos héroes posmodernos (ahora divinizados como entrepreneurs o emprendedores) y descargue su frustración y su furia política contra sus compañeros de clase que sólo se distinguen de él porque son empleados, no patrones. Pero los tres son trabajadores; ni entrepreneur ni Jeff Bezos ni Mauricio Macri.
Un millonario puede ser una buena persona, pero su rol histórico y social es el robo legalizado del resto de las sociedades. Un robo sexy, está de más decir, porque una gran parte del pueblo quiere ser millonaria, como en los cuentos de hadas. Pero, como en los cuentos de hadas, sólo una pobre cenicienta puede casarse con el príncipe; no dos y mucho menos un millón. En el club del uno por ciento no hay lugar para más, sino para menos.