Los campos electromagnéticos: de lo surrealistas a la escritura artificial
A cien años de la publicación de la emblemática obra surrealista Los campos magnéticos, de André Breton y Philippe Soupault, compuesta mediante escritura automática, aquí se propone la primera colaboración en español entre personas y máquinas para la elaboración de un libro. El escritor Jorge Carrión y los ingenieros y artistas de Taller Estampa programaron y alimentaron un sistema GPT-2 de inteligencia artificial y dialogaron con otro, GPT-3, con el fin de generar ejercicios de escritura, por momentos surreales y tan hipnóticos como inquietantes. El resultado es Los campos electromagnéticos. Teorías y prácticas de la escritura artificial (Caja Negra Editora, 2023), en el que Carrión echa luz sobre el pasado, presente y futuro del vínculo entre creación estética y automatización. Este texto es un fragmento de la introducción del libro.
1. Campos magnéticos y electromagnéticos (o de la escritura automática y la escritura automatizada)
Con los ecos de la Primera Guerra Mundial todavía resonando en la sonosfera, André Breton conoció a Philippe Soupault cuando ninguno de los dos había cumplido todavía los veinticinco años. El magnetismo entre ambos fue tan poderoso que el inminente líder del surrealismo no escogió a Guillaume Apollinaire ni a Louis Aragon, sino a Soupault, como compañero para el experimento revolucionario que tenía en mente. Durante la primavera de 1919 ambos dedicaron varias semanas a sesiones de escritura automática que dieron lugar a la publicación, al año siguiente, de Los campos magnéticos. El surrealismo se acabó de configurar en los cinco años posteriores, hace exactamente un siglo.
El proyecto de los dos jóvenes poetas nació de la voluntad de crear «un libro peligroso». Como dice el traductor Julio Monteverde: «Un experimento en que se jugara el todo. Escribir sin corregir, a la escucha, con rapidez y sin ninguna pretensión estética». El objetivo era acceder al espacio interior de la mente y del lenguaje, en una operación expresiva que sacrificara el estilo y el sentido para alcanzar el núcleo duro del inconsciente. Añade Monteverde que no se buscaba una forma más bella de poesía, «sino la inmersión en las minas del ser para reabrir las galerías que conducen a la veta madre». Pero, de paso, en la aventura quizá se podrían alcanzar algunas metáforas radicalmente nuevas, que es la vocación de la poesía contemporánea.
No estaban solos en la espeleología de la conciencia. En 1922, James Joyce publicó el Ulises, esa enciclopedia de formas futuras que incluye el fluir de la conciencia. Tanto la propia como la ajena: en los pensamientos desestructurados de Leopold Bloom y Stephen Dedalus se transparentan los del propio autor, que hace un esfuerzo titánico para transcribir también los de Molly (y los de su propia esposa, Nora) en la piel de una mujer deseante, tridimensional, adúltera. Cuando esa ficción empática —como la contemporánea de Virginia Woolf— construía un discurso en la frecuencia mental de sus personajes, estaba elaborando artísticamente los experimentos que en los años anteriores habían llevado a cabo autores tan distintos como August Strindberg o los surrealistas.
«Entren en el estado más pasivo, o receptivo, del que sean capaces. Prescindan del propio genio, del propio talento, y del genio y del talento de los demás», leemos en el Primer manifiesto del surrealismo, de 1924. Y añade Breton: «Digan hasta empaparse de ello que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes. Escriban deprisa, sin tema preconcebido, escriban lo suficientemente deprisa para no poder parar, y para no tener la tentación de leer lo escrito». Cinco años después de la práctica, del poemario que había incorporado a la literatura al código fuente del inconsciente, llegaba el manifiesto, la proclama, la teoría. El instinto se volvía programa. El método de un experimento comenzaba a inspirar un método con voluntad universal.
Entre los precedentes del movimiento, Breton cita a Knut Hamsun, que además de liberar criaturas que habitan en los sótanos de la mente en su novela Hambre, publicó en ese mismo año de 1890 el ensayo La vida inconsciente del alma. La fecha fue tentacular: coincide con la publicación de Principios de psicología, el libro en el que William James comparó la conciencia con un río, con un flujo, con una corriente de pensamiento. Del círculo de amistades de Hamsun, Strindberg publicó cuatro años después un artículo en la revista parisina La Revue des Revues sobre la creación automática de arte. Cuando nacía el surrealismo en los años 20 del siglo XX, el artista y dramaturgo llevaba cerca de medio siglo experimentando no solo con la escritura automática, sino también con la ejecución de lienzos y de fotografías con la mínima mediación de la conciencia. Entre sus proyectos más extremos destacan las celestografías, el resultado de exponer el papel emulsionado, a menudo con líquido revelador, frente al cielo nocturno, sin cámara ni lente, para que se imprima en él directamente el firmamento. En verdad esas constelaciones que vemos, no obstante, no son de estrellas, sino de motas de polvo, contaminación del aire, reacciones químicas. Las firmó en 1894, gracias a su interés en la física y la química, el mismo año en que teorizó sobre las estrategias para liberar en la práctica artística lo que habita caótico en el trasfondo del cerebro. El método artístico del supuesto azar, capaz de conducir a cielos estrellados de gran belleza, aunque sin estrellas.
Como la obra polisémica y transmedia de Strindberg, el surrealismo no fue solamente literatura. Fue un fenómeno artístico en el sentido más horizontal de la palabra. La escritura automática se mudó de los textos a la oralidad (Robert Desnos y otros investigaron el automatismo hablado), a la pintura (Joan Miró, Salvador Dalí, René Magritte), al cine (con Luis Buñuel), a la fotografía (con las múltiples exposiciones de las imágenes de Dora Maar o las performances retratadas de Claude Cahun). Y su onda expansiva fue alcanzando, progresivamente, todos los ámbitos de la creatividad. Con Los campos magnéticos comenzó la defensa a ultranza de la libertad artística, la legitimidad de la improvisación, la crítica de la idea romántica de genio, la vía de la desapropiación, la lenta conciencia de que todas las creaciones son en el fondo colectivas. No es casual que las investigaciones de Strindberg o Breton tuvieran lugar en la época dorada del espiritismo. En ellas, el escritor asume el rol de médium e invoca sus propios fantasmas, miedos, recuerdos y deseos. Lo mismo ocurre en esa práctica que encontramos tanto en los cenáculos surrealistas como en la tertulia del Café Pombo de Madrid que lideraba en la misma época el escritor, curador y performer Ramón Gómez de la Serna: los cadáveres exquisitos, el dibujo a varias manos. En todas esas situaciones, las naturales y las sobrenaturales, los participantes se reúnen alrededor de una mesa y, conjuntamente, construyen un relato. Pero si el del espiritismo es oral y el de los cadáveres exquisitos, gráfico, el de la escritura automática es textual. Los escritores modernistas contemporáneos trasladaron sus intuiciones y sus hallazgos al género de la novela, convirtiendo en técnica literaria lo que había sido expresión de un plano de la conciencia que hasta entonces no se había manifestado sistemáticamente.
Pese a los cándidos y no obstante autoritarios esfuerzos de André Breton por mantener al surrealismo como un movimiento cerrado, y comprometido políticamente con el comunismo, en los años treinta ya era parte de la atmósfera cultural de la época. Los poemarios más experimentales y oníricos de Luis Cernuda (Donde habita el olvido), Pablo Neruda (Residencia en la tierra) o Federico García Lorca (Poeta en Nueva York) personalizan la influencia de los diversos campos magnéticos que se emitieron desde París. Cuando Breton llega a México en 1938, descubre a la gran pintora surrealista Frida Kahlo; tres años después, se exilia allí una artista sin duda afín, la española Remedios Varo, que frecuentó a los surrealistas en París y después declaró: «Estuve junto a ellos porque sentía cierta afinidad. Hoy no pertenezco a ningún grupo; pinto lo que se me ocurre y se acabó». En 1945, Alfred Hitchcock le encargó a Dalí la pintura de once metros que simularía los sueños psicoanalíticos de Spellbound (Recuerda / Cuéntame tu vida); y el pintor catalán conoció a Walt Disney, con el que también colaboró en un cortometraje, Destino. Habían pasado cinco años desde el estreno de Fantasía, tal vez la primera película mainstream de estética y lógica surrealista: las imágenes, que provienen del mundo de los sueños y la imaginación, nacen de la música y son animadas por ella, en vez de ser solo la banda sonora, su consecuencia.
El inconsciente se revelaba en todos los lenguajes posibles. Y en todos los continentes. El poeta senegalés Léopold Sédar Senghor afirmó que el surrealismo europeo era empírico, mientras que el negro-africano era metafísico. En Estados Unidos, donde tantos artistas de la vanguardia parisina se exiliaron durante la Segunda Guerra Mundial, el expresionismo abstracto y el arte pop asumieron como propios gestos y herramientas dadaístas y surrealistas, como la apropiación o la improvisación, con el bebop y el jazz marcando el ritmo. La Internacional Situacionista actualizó en clave filosófica esa tradición, de nuevo en Europa: la adaptó a las metrópolis de los años cincuenta y sesenta y abrió el espectro hacia el happening o la performance. En un movimiento parecido al que ocurrió con la alianza entre Dalí y Hollywood, lo real maravilloso de Alejo Carpentier o el realismo mágico de Gabriel García Márquez también se fueron volviendo mainstream y globales durante las décadas siguientes, en la obra de autores tan distintos como Salman Rushdie, Isabel Allende, Toni Morrison o Haruki Murakami.
En nuestra época esa pulsión anfibia, alucinada, en la que las fantasías más íntimas o las supersticiones colectivas se vuelven por momentos reales, pervive en el cine de David Lynch, Charlie Kaufman o el Studio Ghibli, en las habitaciones alucinadas de la artista japonesa Yayoi Kusama o en el fondo marítimo de Bob Esponja. En otras palabras: la producción narrativa y artística del último siglo ha sido altamente influida por la lectura que hicieron de Sigmund Freud unos amigos iconoclastas en el París de entreguerras. Y lo sigue estando en el siglo xxi. Porque continúa activa la guerra que iniciaron contra las convenciones artísticas y contra el realismo. Su pulso ha marcado, de hecho, el devenir entero de la cultura.
Y ahora nos encontramos en una transición parecida a la que vivieron los escritores, los lectores, todos los creadores en la tercera década del siglo XX. Si el paso entre la escritura consciente y la del inconsciente caracterizó aquellos años, la escritura producida por aprendizaje automático y otras formas de inteligencia artificial está imprimiendo una vibración particular a los nuestros. Durante la última década, nos hemos acostumbrado a que los procesadores de texto predictivo corrijan nuestros textos o adivinen la palabra que estamos escribiendo o las que la seguirán. Ahora la sociedad y la cultura globales asumen que la poesía y la prosa pueden ser generadas por machine learning, por inteligencia artificial, igual que las canciones, las ilustraciones, las fotografías o los vídeos, gracias a sistemas que aprenden automáticamente, cuyo desempeño mejora a partir de su propia experiencia. Y en los próximos años muy probablemente integremos ese lenguaje a nuestra propia literatura y, como ya ocurre con el ajedrez, el go o el póker, con un circuito de humanos que juegan entre ellos y otro, paralelo, en que juegan contra máquinas, probablemente en un tiempo no muy lejano se bifurcará el mercado y se publicarán masivamente tanto libros escritos por escritores como libros escritos por modelos de aprendizaje profundo (o sistemas que todavía no podemos imaginar). Lo que ahora es escritura automatizada se irá convirtiendo en artesanía, en literatura, en arte. Porque lo que nació de la programación, de la escritura de código, se está transformando progresivamente en lenguaje literario.
Hace un siglo, Strindberg, Joyce, Woolf, Breton y otros muchos creadores, siguiendo el camino inaugurado por otro gran escritor, Freud, abrieron la caja de Pandora, liberaron el inconsciente y ampliaron brutalmente de ese modo el repertorio de temas y estilos de la literatura del siglo xx. Después de Los campos magnéticos, la poesía en particular y la literatura en general se alejaron de la literatura decimonónica y se acercaron al arte contemporáneo, dejaron de regirse por las bellas letras y se volvieron más libres, más salvajes, menos académicas. Ya no hubo vuelta atrás.
La intervención cultural que propone Los campos electromagnéticos también es colectiva, también es una invocación, también da testimonio de una liberación brutal y de un giro histórico. Pero ya no se trata de transformar en literatura una dimensión de la propia psique, sino de invitar definitivamente a nuestros exocerebros, a nuestros aliados tecnológicos, a nuestras inteligencias artificiales y compañeras a participar del viejo arte de contar historias y desarrollar ideas y construir belleza, para que escriban con nosotros o incluso más allá de nosotros, como máquinas de escribir autónomas, como procesadores de texto que teclean solos, con o sin nuestra ayuda.
Lo que define a la inteligencia artificial, como nos ha recordado la pensadora Amy Ireland, es la velocidad. Su aceleración exponencial e imparable inaugura un tiempo nuevo. Los sistemas de aprendizaje automático —como el big bang— crean con su expansión espacio y tiempo. Su capacidad de transformación de la industria, la sociedad y la cultura es parecida a la de la electricidad, que revolucionó la realidad en el cambio del siglo XIX al XX. La inteligencia artificial es la electricidad de nuestra época, pero a una velocidad hiperbólica. La escritura automática y la improvisación han supuesto una energía paralela. Durante el siglo que ha transcurrido desde su germinación, a través de la obra de Man Ray, Jackson Pollock, John Cage, OuLiPo, la Internacional Situacionista, el jazz y el hip-hop, Pina Bausch o los artistas de la apropiación y las poetas de la desapropiación, se ha ido infiltrando en todos los estratos de las prácticas artísticas. Ahora, gracias a gigantescas redes neuronales de aprendizaje profundo, como gpt-2 y su evolución, gpt-3, que después de haber sido entrenadas con millones de parámetros son capaces de producir texto a partir de instrucciones sencillas, y sin plagiar ni un sintagma de internet, adquiere otro sentido. El de una escritura realmente automatizada, informática y neuronal, que puede usar cualquiera gracias a interfaces de programación de aplicaciones (api) sumamente amables, auténticos juegos de niños. El de una escritura generativa producida por sistemas que se perfeccionan incansablemente y que conquistan cada día nuevos terrenos en el ámbito del texto, como en paralelo lo hacen otras herramientas —Dall-e, AudioGen—, en los campos de la imagen o el sonido. A un ritmo de afinamiento, de maduración que da vértigo.
Cada segundo que pasa, nuestra época adquiere otra consistencia, otra textura: nada volverá a ser como antes. Y es necesario entender cómo hemos llegado a este punto para encontrar nuestro lugar en los diversos escenarios de futuro que se despliegan ante nuestros ojos y nuestras pantallas.
2. Digitalización, series, algoritmos
En 1998, Massive Attack lanzó su disco Mezzanine; Roberto Bolaño publicó en la editorial Anagrama Los detectives salvajes y Svetlana Alexiévich recibió el prestigioso premio de la Feria del Libro de Leipzig; la Bienal de San Pablo fue histórica por su discurso antropofágico y poscolonial; y se estrenó la película La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos, que yo vi en los cines Verdi de Barcelona.
En 1998 también nació Google. Aquel año, por tanto, mientras la cultura y el arte proseguían con su atomizado bombardeo estético y crítico de baja intensidad, coaguló un macroproyecto tecnológico que se había ido gestando durante las décadas anteriores. La informatización de la realidad. Las grandes computadoras de IBM, el diseño y la innovación en la informática personal según Steve Jobs, la apuesta de Estados Unidos de América por las autopistas de la información o la progresiva miniaturización de los dispositivos habían provocado un giro copernicano que, de pronto, un algoritmo iba a volver definitivo. A partir de entonces, progresivamente, la cultura dependería cada vez menos de obras concretas, de poéticas particulares, de agentes locales, porque el ecosistema empezaría a mutar hacia la concentración de poder cultural por parte de corporaciones, plataformas y redes sociales, desde Amazon hasta TikTok.
El motor de búsqueda de Google comenzó a organizar la información textual de internet de un modo nuevo; y pronto incluyó también las imágenes. En el año 2000, la empresa de Larry Page y Serguéi Brin presentó AdWords, el sistema de publicidad que veinte años más tarde sería la mayor máquina comercial de la historia de la humanidad. Ese mismo año ganó una gran popularidad Napster, la primera gran estructura de intercambio de archivos mp3, que acabaría transformando nuestro modo de relacionarnos con la música. Con el tiempo también las series, las películas y los libros serían convertidos en archivos y visualizados en dispositivos. Nuestra vida cultural se fue volviendo híbrida, física y virtual. Bueno, en realidad: nuestra vida entera. Si el paso entre lo analógico y lo digital era predecible, nadie hubiera adivinado hace veinte años, en cambio, la transición entre las obras únicas y las narrativas seriales. Una inercia llevó a la otra. La serie forma parte de la cultura del capitalismo y no se entienden sin ella la radio ni el cómic ni la televisión. Pero, tras el triunfo de los reality shows y de las series de alta gama en el estricto cambio de siglo, el nuevo panorama mediático digital, donde se multiplicaron primero los canales televisivos —colectivos— y después los personales –a partir del lanzamiento en 2005 de Facebook y YouTube–, no hizo más que potenciar la existencia de series. A partir del modelo, como ha escrito Mark Fisher, de Star Wars, la primera franquicia «en tratar el mundo inventado como una mercancía de escala comercial masiva». El formato se extendió rápidamente a todos los lenguajes. Del éxito de Harry Potter y Canción de hielo y fuego a las sagas cinematográficas o de videojuegos.
Como todo lo humano, la cultura se articula entre dos conceptos: la novedad y el reconocimiento. Los objetos culturales vagamente identificados que han ido surgiendo o asentándose durante la última década —memes, podcasts, stories, listas, gifs, stickers, experiencias interactivas y de realidad virtual o microvideos— no son una excepción. Y una de las tácticas principales que han seguido para penetrar en la conciencia colectiva, para volverse normales además de virales, ha sido la de ser sistemáticos. Desde los memes que repiten la foto y cambian el texto hasta las webseries, las series para escuchar o las listas de reproducción interminables. Todo se ha vuelto serial. En cada elemento de la cadena podemos recordar el anterior e intuir el siguiente. Millones de cadenas conformadas por cápsulas, capítulos, entregas conforman los engranajes de la monstruosa y fascinante maquinaria de la información, el saber y el entretenimiento.
No es casualidad su serialización. Desde el punto de vista humano, un vídeo, una película o una teleserie pueden ser igual de interesantes. Pero desde la perspectiva de las plataformas y sus algoritmos, sin duda son mucho más convenientes los canales de influencers o una serie con muchas temporadas. Porque el valor artístico, la calidad artesanal o la importancia canónica no son factores que importen en el nuevo paradigma tecnológico y, por tanto, cultural. Lo único que tienen en cuenta las grandes productoras de contenidos es la capacidad de seducir de un modo duradero, de secuestrar la atención, para generar el máximo número posible de datos útiles. Para Instagram o Amazon Prime Video da igual si las series las crean David Simon, Amy Sherman-Palladino, Kim Kardashian o el Rubius. Solo importan el impacto y los metadatos. Todo el nuevo sistema se sostiene en los rastros, las correlaciones, las líneas de consumo que traza cada internauta, cada lector, cada videoespectador. En el nuevo mundo de big data, por tanto, las obras o los contenidos son muchísimo menos importantes que las líneas de datos que construimos cada uno de nosotros. La serie de series en que hemos convertido nuestras vidas. Eso que llamamos —precisamente— nuestro perfil.
El hecho de que en estos momentos no exista ninguna manifestación cultural que no sea —al menos parcialmente— digital; y que la mayor parte de las obras y los proyectos artísticos se inserten en series diseñadas por los propios creadores, por las páginas web o las plataformas que las incluyen en sus catálogos o por nuestro propio historial, han permitido el crecimiento desaforado de los algoritmos sociales y culturales. La mayor parte de la lectura, la información y el entretenimiento son mediados por Alphabet, Meta, Apple, Netflix, Amazon, Spotify, Alibaba, Disney+ y otras corporaciones. Es decir, por complejas megaconstrucciones algorítmicas. Estructuras rizomáticas que son —al mismo tiempo— productoras de contenidos propios, distribuidoras de producciones ajenas, investigadoras en inteligencia artificial o arquitecturas logísticas, e inventoras de nuevas formas de consumo, como agregadores, formas de suscripción o dispositivos. Tres son, pues, los grandes pasos que han transformado la cultura durante este cambio de siglo: la digitalización, la serialización y su procesamiento por sistemas de inteligencia artificial. Así, la cultura del siglo XXI ha ido restándoles importancia a la obra y al artista singulares y se la ha ido otorgando a la serie, la franquicia, el universo, el catálogo, la plataforma. En un mundo cada vez más horizontal, de recomendaciones automáticas y de crítica amateur y colectiva (Goodreads, TripAdvisor), todos somos escritores, fotógrafos, diseñadores, comunicadores o creadores digitales que vertimos millones de contenidos constantemente en ese gran vertedero que es la red. Al otro lado, las inteligencias artificiales no cesan de aprender de nosotros. Como dice Éric Sadin en La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital: [1]Caja Negra, Buenos Aires, 2018. «La interpretación industrial de las conductas se convirtió en el pivote principal de la economía digital». Los algoritmos ya traducen y generan música o imágenes con gran precisión, que alimentan tanto a películas o videojuegos como a Spotify o YouTube. Cada vez existen menos lenguajes que solo dominemos los seres humanos.
Uno de ellos es el del arte literario. Pero la literatura también se ha sometido a la lógica de la digitalización y la serialidad, de modo que es cuestión de tiempo que pueda ser producida con excelencia por la inteligencia artificial. Esta se alimenta de datos y desde hace veinte años no dejan de aparecer estrategias de almacenamiento y análisis de textos. El 15 de enero de 2001 nació Wikipedia. Google Print se presentó en la Feria del Libro de Fráncfort en 2004 y después pasó a llamarse Google Books (con su cámara Elphel 323, fotografía a una velocidad de mil páginas por hora, en un gesto que prefiguró popularmente el robot de la película Cortocircuito, que ya en 1986 gritaba después de leer a mil por hora un volumen de una enciclopedia: «¡Datos, quiero más datos!»). Con el tiempo llegarían Google Scholar, que indexa y controla la producción de literatura académica, o Google Dataset Search, que contiene más de 25 millones de conjuntos de datos, lo que lo hace ideal para el aprendizaje automático.
En la actualidad, existen archivos digitalizados y procesados con millones de ejemplos de poesía, géneros de ficción, periodismo, teatro, guion de cine o cómic o podcast, redes sociales, spam, canciones, preguntas y respuestas de concursos televisivos, reseñas (Amazon Reviews, Rotten Tomatoes Reviews), entradas de blogs (Blogger Corpus) o libros (Proyecto Gutenberg). gpt-3 fue entrenado con Common Crawl, un corpus que contiene alrededor de un trillón de palabras extraídas de internet, 45 terabytes de texto comprimido, que se filtró y procesó hasta reducirse a 570 gigabytes. El artista y programador estadounidense Michael Mandiberg publicó en papel la Wikipedia en inglés en 2015: fueron 7.413 volúmenes de 700 páginas. Diez terabytes de la información textual de unos 35 millones de páginas. Ahora suman cerca de 55 millones. Y, como dice Kate Crawford en Atlas of AI: [2]Yale UP, New Haven, 2021. «Cada conjunto de datos [dataset] usado para entrenar sistemas de aprendizaje automático, tanto supervisado como no supervisado, tanto técnicamente sesgado como no, contiene una visión del mundo».
Jorge Carrión nació en Tarragona en 1976 pero ha pasado la mayor parte de su vida en Mataró y Barcelona. Es doctor en humanidades por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y codirector del Máster en Creación Literaria de la UPF-BSM (junto con José María Micó). Ha vivido en Buenos Aires, Rosario y Chicago. Publica regularmente en diversos medios, entre ellos la sección de opinión en español de The New York Times y La Vanguardia. Es autor de las novelas Los muertos, Los huérfanos, Los turistas y Los difuntos; y de varios libros de no ficción, entre los que destacan Australia. Un viaje, Teleshakespeare, Librerías, Barcelona. Libro de los pasajes, Contra Amazon y Lo viral. Cervantes y Warburg & Beach. Ha sido traducido a quince idiomas.
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