La desaparición de la sonrisa
Las políticas de ajuste del Gobierno nacional agravian la sensibilidad y autoestima de las personas, generando incertidumbre y miedo, ambas calidades negativas para la psiquis humana.
Recuerdo una de las frases finales de la gran novela del rumano C. Virgil Gheorghiu que en 1949 escribió La hora 25. Aclaro que la novela era excelente, la vida del autor no tanto ya que con el tiempo se descubrió que en 1941 había escrito en su país el libro Ord malurile Nistrului (algo así como «Queman las orillas») donde alababa a las tropas nazis y hacia fuertes comentarios antisemitas. (Tal es así que el filósofo Gabriel Marcel, que había escrito el prólogo de La hora 25, pidió que su prefacio fuese omitido). En fin, nadie puede esconder todo para siempre.
La hora 25 cuenta los sufrimientos de un joven al que le pasan cosas horribles durante la Segunda Guerra Mundial. Es perseguido por considerarlo judío durante la ocupación alemana y lo mandan a un campo de concentración. Luego, los propios nazis los rescatan como prototipo del ario perfecto para su propaganda, por lo que al finalizar la guerra es tomado prisionero por los yugoeslavos quienes también lo maltratan. Luego vienen los rusos soviéticos y lo encierran otra vez y es torturado cruelmente y llevado a juicio. Finalmente, los norteamericanos en la idea de que comenzará la tercera guerra mundial le ofrecen alistarse en el ejército de ese país o seguir en prisión. En verdad, al pobre Iohann Moritz (nombre del personaje) le pasa de todo y mal.
En la escena final, al menos así lo recuerdo yo luego de décadas de haber leído esa novela, Moritz acepta hacer un documental nuevo para los norteamericanos y le piden que sonría para la foto, y es ahí donde está la clave de la novela. Lo intenta una vez, dos veces, le exigen que sonría y él no puede. Luego de todo lo que paso, olvidó como se sonríe.
Salvando las distancias —es importante puntualizar que no son situaciones ni contextos similares— me interesa mostrar que la psicología del personaje y sus equivalentes sí se parecen a este asunto del ajuste pavoroso sobre los empleos públicos, que conllevan la injusticia planillera de echar a muchos por sospechar de pocos (ñoquis), donde no solo se pone en juego un ingreso mensual que asegura cierta calidad de vida y tranquilidad en las previsiones familiares, sino que se ataca y agravia la sensibilidad de las personas, su autoestima y se generan incertidumbre y miedo, ambas calidades negativas para la psiquis humana.
Y cuento un caso común a muchos argentinos.
Una persona trabaja quince años en una repartición pública como contratada en lugar de ser planta permanente y un viernes santo la despiden. Acá es necesario decir que de esos quince años al menos once gobernó el peronismo sin resolver ese «detalle» de la calidad de empleo que hoy mayormente se utiliza para dejarlos en la calle.
Sostén de su hogar, llega a su casa, comunica la mala nueva a su familia, avisa a un hijo que no podrá seguir estudiando en la universidad, revisa sus cuentas y se espanta al comprobar que no podrán seguir alimentándose en forma correcta, no tienen para seguir con la prepaga, reza para que su cónyuge pueda mantener un trabajo privado informal, no puede pagar la cuota mínima de un hijo pequeño en la escuela parroquial por lo que se anota ir a hablar con el padre Tito, rector y amigo, para que le dé una beca. En fin. Es la catástrofe, la desdicha jamás esperada, en escasos cuarenta minutos que pasaron entre el telegrama de despido y el final de sus cuentas hogareñas.
¿Qué tiene que ver esto con La hora 25? Pues bastante. Sigan leyendo.
Pasan cinco días y, por motivos varios sea por reclamos formales del damnificado o por reconocimiento de que hacia una tarea importante y poco reemplazable, le avisan que será reincorporado a su trabajo en el organismo estatal.
Con el mismo anonimato medroso del telegrama que lo echa, le avisan que debe volver al trabajo.
Amigos y parientes, enterados de esta «buena nueva» se acercan, abrazan, felicitan, imponen o tratan de imponer cierta alegría.
Pero la alegría no aparece. Las sonrisas son parte de los rostros ajenos, no del trabajador reincorporado.
Al igual que el Iohann de La hora 25, no puede sonreír. Quiere hacerlo por gentileza hacia quienes lo congratulan. Pero no puede. Su boca no logra formar la sonrisa, porque su mente está procesando el dolor pasado, la humillación sentida, la perplejidad sobre su futuro, el interrogante acerca de ¿en qué momento se repetirá la escena del despido?
No sonríe. No puede. No quiere sentir alegría ya que puede perderla en cualquier momento y esa circunstancia angustiante lo agobia, no es capaz de soportarla nuevamente. No puede sonreír.
Esa son las sensaciones que provocan los despidos, que lleva a cabo el gobierno nacional con el agravante de la forma gozosa en que los presentan sus portavoces. Formas que humillan más.
Están construyendo muchas novelas como La hora 25, están consolidando la desaparición de las sonrisas. Y eso es mucho más imperdonable que cualquier posición política.
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