El negocio de idiotizar

La tendencia hacia el predominio del espectáculo en la producción de los medios es la consecuencia de convertir la comunicación en una mercancía que hay que rentabilizar.

Imagínense por un momento que tienen en la pantalla de su televisor uno de los ya de por sí escasos debates políticos que hoy día programan las cadenas españolas de televisión y que, en lugar de oírlo en nuestro idioma, se dobla con otro desconocido. ¿Podrían diferenciar claramente su formato, las secuencias, el tono, las actitudes, los tiempos, los aspavientos… del de cualquiera de esos otros «debates» que se dedican a las cosas «del corazón», a pregonar intimidades o a convertir en vulgar escándalo la vida de las «celebrities»?

Lo normal es que no haya mucha diferencia por la sencilla razón de que ambos se producen prácticamente de igual manera, como espectáculo, y se diseñan y empaquetan, por tanto, como un mismo tipo de producto comunicativo y mercantil.

La Real Academia da al término espectáculo tres posibles connotaciones muy significativas: atraer la atención; inducir deleite, asombro, dolor u otros afectos, más o menos vivos o nobles; y causar escándalo o gran extrañeza.

Eso quiere decir que el espectáculo es siempre un producto, la consecuencia provocada, conscientemente buscada y resultado de una estrategia específicamente diseñada y puesta en acción.

Los contenidos de los procesos de comunicación que se conciben para ser espectáculos han de tener, pues, una factura determinada y singular que debe responder a la intención con que se crea.

Para atraer la atención, el espectáculo en el medio de comunicación debe ser impactante, inmediato y veloz, carente de complejidad y lo más superficial posible para que sea percibido con la menor inversión de tiempo y reflexión. Debe orientarse a mover el ánimo y los afectos primarios e inmediatos, es decir, lo contrario de lo que se necesita para despertar la razón y facilitar el razonamiento, por definición sutiles, complejos y lentos de desplegar. El espectáculo en comunicación ha de basarse y se basa en la simplificación y repetición del lugar común, en el estereotipo, en la anécdota y no en la categoría; ha de evitar la distracción, eliminando referencias al contexto y dejando a un lado los matices, buscando la uniformidad a través de mensajes elementales e incluso, a ser posible, vacíos, epidérmicos y emotivos aunque, precisamente por ello, también viscerales, a diferencia de lo que produce la acción reflexiva. En comunicación, el espectáculo debe traducirse en una especie de lenguaje de código máquina, es decir, automáticamente interpretable, porque se dilucida en términos binarios e inequívocamente perceptibles: sí o no, a favor o en contra, bueno y malo, blanco o negro…

En la comunicación, el espectáculo se simplifica y descontextualiza tanto que permite producir contenidos sin necesidad de disponer de información, pronunciarse sin saber, opinar sin tener criterio y afirmar sin comprobar o haber descubierto lo que se dice. Y, sobre todo, el espectáculo, igualmente por definición, es unidireccional. En él, solo se mira, y quien lo contempla no interviene o lo hace rara o incidentalmente; es decir, está concebido para que ocurra exactamente lo contrario que se supone debe ocurrir en los procesos de comunicación, así denominados porque implican una puesta en común en la que se comparte e intercambia.

Las consecuencias no son menos sabidas. El espectáculo desnaturaliza la comunicación porque solo fluye de un lado a otro y distrae. Relaja, en todos los sentidos del término, el cuerpo y nuestro cerebro. Nos hace idiotas en el sentido griego de la palabra (quien se aleja de sí mismo y de la polis) y en el latino (persona sin educación e ignorante) porque nos ensimisma y aísla del contexto en que se desenvuelve y explica nuestra experiencia.

Y todo ello resulta especialmente trascendente cuando lo que convierten los medios en espectáculo es el debate político. Entonces, este se escenifica y se construye artificialmente, deja de ser un diálogo natural o un reflejo veraz y espontáneo de lo que ocurre fuera. Se modela y se perfecciona estratégicamente y, por tanto, se redibuja y reconstruye. El «paquete» del debate político convertido en espectáculo es banal y a ser posible entretenido, bipolar, superficial, nunca en profundidad, provocador, anecdotizante y emotivo, buscando, sobre todo, el impacto emocional a fuerza de promover artificialmente el choque, el desencuentro y la contienda. En los países anglosajones lo llaman la politainment, la política como entretenimiento y espectáculo.

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