Medios hegemónicos: el arte de invisibilizar el genocidio

Una persona arrastra pertenencias por las calles de Khan Younis, en el sur de la Franja de Gaza. Foto: Unicef/Eyad El Baba

La relación entre las guerras y los medios de comunicación es compleja y multifacética: juegan un papel crucial en la cobertura, interpretación y percepción de los conflictos, tanto para el público en general como para aquellos directamente involucrados. Así, la forma en que se reportan las guerras puede influir en la opinión pública, la política internacional e, incluso, en el desarrollo del conflicto mismo.

No es nuevo, desde Napoleón los líderes políticos y militares han intentado desinformar a sus oponentes para ocultar los males y fabricar un consenso social para mantener la moral alta. La desinformación es fácil de documentar en retrospectiva, pero difícil de detectar en el momento, principalmente cuando es repetida por los medios gráficos y audiovisuales hegemónicos.

La relación entre la verdad y la guerra es compleja y a menudo conflictiva. La guerra implica engaño, propaganda y la supresión de información. La verdad debiera buscar la objetividad y la transparencia. A pesar de estas tensiones, la verdad sigue siendo un objetivo importante en tiempos de guerra, tanto para las partes en conflicto como para la comunidad internacional.

El descubrimiento del enorme valor económico de la información se debe a la llegada del gran capital a los medios de comunicación y a la necesidad de manipular grandes mercados para facilitar los negocios y también el lavado de dinero proveniente de la venta de armas y drogas.

En los conflictos armados posmodernos, desde la Guerra del Golfo, se ha producido un rápido desplazamiento del centro de gravedad desde el poder de las armas al poder de la información. Debido a los avances tecnológicos y a la participación de las empresas privadas la forma de la guerra ha cambiado.

Las élites han formulado nuevas estrategias de comunicación, han promovido la centralización de los medios de comunicación y el periodismo sensacionalista, así como el «periodismo de reciclaje».

Son resultado del fortalecimiento del llamado complejo militar-industrial-mediático. Es decir, del engranaje entre el poder político y militar, las industrias bélicas y los amos de la prensa hegemónica a costa de la credibilidad de los medios de comunicación.

Estos cambios se sintieron primero en la operación Tormenta del Desierto y en las guerras de los Balcanes, y luego en las guerras de Afganistán e Irak mediante la integración de periodistas en las fuerzas armadas de los beligerantes para tener un mayor control del flujo de información y el refuerzo de los mecanismos de propaganda.

Hoy, el discurso propagandístico se impone como la única verdad, mientras que los periodistas que tienen un enfoque crítico e investigan son señalados, perseguidos, desacreditados o incluso asesinados.

Aunque los vínculos directos con los campos de batalla han llevado la guerra a los  hogares y el conflicto se ha convertido en un espectáculo, la información es pobre y estéril. Los grandes medios de comunicación reproducen el discurso del poder político sobre las «guerras humanitarias», las «armas inteligentes» y los «daños colaterales», cuando en realidad el número de civiles que pierden la vida se ha multiplicado en comparación con el de los combatientes armados.

La verdad es la primera víctima de la guerra. La verdad —o más bien los aspectos de la verdad— se suprimen o distorsionan a causa de la propaganda y la censura. «Si la gente supiera realmente (la verdad), la guerra se detendría mañana mismo», dijo el primer ministro británico Lloyd George al director del Manchester Guardian durante la Primera Guerra Mundial, cuando las noticias se transmitían por telégrafo.

La decisión del gobierno estadounidense de entablar una guerra indefinida contra «el terrorismo», tras el atentado del 11 de setiembre de 2001 a las llamadas Torres Gemelas de Nueva York sirvió de palanca para lograr que la opinión pública estadounidense aceptara la ecuación «más seguridad».

Invisibilizar el genocidio

Decía que Palestina ha desaparecido de los noticieros. Los medios hegemónicos nos quieren imponer el imaginario que los malos son los iraníes y de lo bien que hizo Donald Trump en bombardearlos, bajo la excusa de su desarrollo nuclear.  Cuidado, esa excusa puede servir mañana para atacar a Argentina o Brasil.

Lejos de suscitar el rechazo unánime de la comunidad internacional a la sed de sangre y los métodos del primer ministro, Benjamin Netanyahu, las agresiones han tenido el efecto perverso —y seguramente calculado por el régimen de Tel Aviv— de desviar la atención global del genocidio ejecutado en contra del pueblo palestino durante los últimosveinte meses.

Pero la masacre contra los gazatíes y el despojo de tierras en Cisjordania ocupada continúan al mismo ritmo e incluso se aceleran, mientras los ojos del mundo miran a otra parte.

Las técnicas de desinformación de los medios hegemónicos son similares a la de la guerra contra Irak. Hasta la semana pasada, Israel había asesinado a 56.000 mil personas y herido a 131.138 en la Franja de Gaza, de las cuales por lo menos 70 % eran civiles. A ello deben sumarse los asesinados y secuestrados en Cisjordania, Líbano, Siria, Irán y Yemen.

Pero he aquí que tampoco se habla del conflicto en Ucrania sino es para cada tanto reafirmar que el presidente ruso Vladimir Putin (a veces hasta lo califican de «comunista») es un asesino y que el pobre Volodomir Zelenski pide ayuda y la que le dan Estados Unidos y Europa no es suficiente.

Hablar de paz es demodé. Tampoco es negocio, porque la guerra sí lo es. Si se invirtiera en comida y medicinas la mitad del presupuesto que los países centrales gastan en armamento se daría un  buen paso contra la hambruna. Si uno revisa la prensa internacional (y sus repetidoras locales) apenas se visualizan algunas pocas manifestaciones por la paz, contra el rearme, en solidaridad con Gaza.

El verso que «Irán está a punto de fabricar su propia arma nuclear» la repiten las autoridades israelíes desde hace más de veinte años, cuando en Irán vive una gran comunidad judía y en la sociedad iraní no existe una división entre judíos y persas: son todos iraníes.

Pero Estados Unidos e Israel libran una guerra cuyo objetivo no es solo el derrocamiento de un gobierno soberano, sino la destrucción de Irán, fragmentándolo en regiones según criterios étnicos, tal como está acostumbrado a hacer el «mundo civilizado» en otras partes.

Lo que está en curso es la eliminación del último gobierno de Oriente Medio que no se ha subordinado a Occidente; todo lo demás es puro verso. El bloque de poder compuesto por Estados Unidos, sus aliados militares, financieros y tecnológicos y el Estado de Israel como enclave operativo de primer orden ha definido como prioritario el freno al ascenso estructural de China.

Esta decisión de atacar a Irán, que llevó a Trump a jugarse un juicio político al involucrarse de lleno sin autorización del Congreso, y vociferarse como «ganador», es un claro ejemplo de cómo la presión bélica, con tecnología armamentística de punta y a dos bandas, se convierte en una herramienta de distracción y sobre todo de ocultamiento del genocidio, en el cual Estados Unidos apaece íntimamente ligado al gobierno israelí.

Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).


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