Las ideas si se matan
La novedad de los discursos del odio, la estigmatización y la violencia reside en que han sido colocados en el interior de la democracia y desde allí intentan redefinir y restringir el mismo concepto de democracia.
La pistola Bersa, calibre 32, con cinco balas letales alojadas en su cargador, cruzó las cámaras televisivas flotando a un metro del rostro de la vicepresidenta. Era la aparición de un elemento irreal, una especie de fantasma de metal moviéndose con torpeza en la infinita repetición audiovisual de la noche de Recoleta. Los ojos entrenados de los integrantes de la custodia vicepresidencial no lograron ver esa irrupción fantasmagórica: un arma y un intento de asesinato en directo cuyos protagonistas, incluida Cristina Fernández de Kirchner, solo pudieron percibir de modo diferido. Porque lo que allí estaba ocurriendo no sucedía para sus principales participantes: se había desplegaba para ellos como un acontecimiento invisible.
La víctima que se crea a sí misma
Sin embargo, a pesar de la contundencia del hecho, se produjeron de modo más o menos inmediato dos operaciones de desplazamiento de sentido en los medios hegemónicos. La primera operación consistió en la sugerencia sigilosa de un supuesto armado del acontecimiento por fuerzas no identificadas pero que se podrían imaginar como kirchneristas. En lugar del fusilado que vive, lo que allí habría sucedido sería un intento de asesinato que nunca ocurrió. Porque la maldad de la vicepresidenta sería de tal magnitud que incluso estaría en condiciones de organizar la teatralización de la violencia contra ella misma. En la amoralidad extrema de la política plebeya quien genera el acto violento y quien lo recibe es un mismo sujeto camuflado. En un círculo perfecto, el kirchnerismo no solo produciría actos agresivos sino que, además, se crearía él mismo como destino de las agresiones. Es la misma operación de desplazamiento que se expresa en el uso de la palabra «supuesto» antecediendo a la frase «intento de asesinato de la vicepresidenta», practicada entre otros por el inefable Guillermo Lobo en la pantalla de TN.
La segunda operación consiste en la crítica por parte de los medios hegemónicos de la interpretación del Frente de Todos del origen del acto violento contra la dos veces ex Presidenta: la afirmación de que el intento de asesinato fue el resultado final de una larga sucesión de agresiones verbales que colocaron a Cristina Fernández de Kirchner como un exceso, estorbo, sobra o blanco a ser eliminado de la política argentina. Para esta perspectiva, el disparo no es otra cosa que el pasaje al acto de un discurso de odio repetido y diversificado por la oposición política, económica, mediática y judicial.
El problema es lo que la política hace con los hechos
En esa línea crítica, Jorge Fernández Díaz escribió este domingo en La Nación: «La noticia del jueves fue que alguien había atentado contra Cristina Kirchner; la noticia del viernes fue que los responsables de esa aberración eran los periodistas. Y, en segundo lugar los jueces y fiscales y también, por qué no, incontables polemistas de la oposición. Una cosa es lo que trágicamente sucede; otra cosa es lo que la política hace con eso».
Es el positivismo estructural de sectores supuestamente ilustrados que se vienen salteando décadas de lecturas y debates globales: el columnista reivindica ese supuesto punto originario donde el hecho puede separarse estructuralmente de toda interpretación. Es decir: un origen mítico donde los acontecimientos son absolutamente puros, hasta que llega el kirchnerismo que los contamina agregándole interpretación. ¿Qué es lo que está diciendo el columnista? Por un lado, que existen acontecimientos sin relación con los discursos que los interpretan; por el otro, la existencia de discursos falsificadores que, al entrar en contacto con los acontecimientos, los contaminan y distorsionan. El problema no son los hechos sino «lo que la política» hace con ellos.
Lo que incomoda a Fernández Díaz es que donde él cree que deben prevalecer los hechos sin interpretaciones ve al kirchnerismo con su relato politizante.
Se trata, por supuesto, de una concepción antidemocrática de la democracia: porque no se propone un debate público entre interpretaciones diferentes sino la eliminación de las interpretaciones que no coinciden con las de ellos. El problema es anterior al kirchnerismo: el problema es la política y su lógica estructural de producción de lecturas alternativas a las dominantes. Desde adentro de la democracia se despliega el discurso de la antidemocracia.
Por este procedimiento, la violencia del arma de fuego flotando en la noche fantasmal de Recoleta, a centímetros del rostro de la vicepresidenta, intenta ser desplazada por la crítica a la interpretación kirchnerista del origen discursivo de los actos violentos. La teoría de los grandes medios concentrados es la de siempre: el kirchnerismo, aún en situaciones muy extremas, no puede dejar de ser el kirchnerismo y no puede dejar de serlo porque nunca renuncia a la política, es decir, nunca deja de interpretar. El problema es semiótico: la tendencia a intervenir en el lenguaje tensionándolo y promoviendo nuevos sentidos que, según ellos, falsifican los hechos.
Toda interpretación kirchnerista es una interpretación que distorsiona los acontecimientos. En cambio, las interpretaciones de ellos son siempre verdaderas porque expresan los hechos mismos. Por lo tanto, mientras niegan a los otros discursos construyen y despliegan el discurso propio, el único que consideran legítimo. La lógica final es la de la legitimidad de un único discurso.
Morales Solá y la objetividad
La construcción de los hechos puros, sin interpretaciones, intenta ser resuelta con la palabra objetividad. Dice, por ejemplo, Joaquín Morales Solá este domingo: «Pero debe reconocerse, si se reconstruye con objetividad la historia, que el odio no existió en la política argentina hasta que los Kirchner se hicieron cargo del poder (…) con la llegada de Néstor Kirchner al gobierno se instaló una política que separó cruelmente el “ellos” del “nosotros”, que convirtió al adversario en un enemigo y que optó por la política binaria que recomendaba el filósofo Ernesto Laclau».
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