Retrofuturo del trabajo: reflexiones sobre Devs, Wecrashed y Severance

Devs, WeCrashed y Severance, en particular ésta última, son series que ofrecen un buen panorama de las mutaciones que ha sufrido el trabajo en estos cuarenta años de neoliberalismo y globalización.

En las últimas cuatro décadas, el trabajo en cuanto actividad humana ha sufrido numerosas mutaciones. Tales cambios se iniciaron con el viraje de Inglaterra y los Estados Unidos hacia la economía financiera a principios de los 80. La privatización de las empresas públicas y la migración de las industrias nacionales a países extranjeros a fin de abaratar costos de producción desmantelaron el poder de las organizaciones obreras. A su vez, el fomento de la actividad financiera inauguró un territorio donde no se estimulaba la solidaridad entre los trabajadores sino la abierta competencia entre ellos. Así como el overol era reemplazado por el saco y la corbata, así también el deseo de bienestar común era desplazado por el ansia de triunfo individual.

Este proceso dejó una enorme masa de trabajadores fuera de este nuevo sistema económico. Con un Estado nacional cada vez más raquítico y un mercado cada vez más competitivo, la única solución que el nuevo sistema ofrecía a esta oleada de desempleados era reordenar las coordenadas de sus vidas según ciertos lemas tan abstractos como inútiles: reinvéntate, potencia tus aptitudes, enfrenta la crisis como una oportunidad, conviértete en el jefe de tu propia vida. Toda esta filosofía de cotillón se tradujo, por un lado, en desempleo y marginalidad y, por otro, en condiciones laborales similares a las que reinaban durante los inicios de la revolución industrial: exceso de horas de trabajo, salario miserable, jubilación nula, sin cobertura de salud, sin acceso a vacaciones pagas ni aguinaldo.

Este tren de especulación (que, dicho sea de paso, potenció su alcance con el derrumbe de la Unión Soviética y el desarrollo de las tecnologías de la información) descarriló a máxima velocidad en el año 2008 con la crisis de las hipotecas subprime. Si bien varias compañías quebraron, las más poderosas apelaron a sus contactos en cada gobierno para conseguir que el Estado se hiciera cargo de sus deudas bajo la excusa de que era inadmisible que el sistema financiero global se derrumbara. Es decir, por casi treinta años los bancos y las financieras se enriquecieron haciendo negocios con paquetes de créditos concedidos a clientes insolventes. Luego, cuando esa lucrativa burbuja les estalló en la cara, fueron a llorarle al Estado —que se sostiene básicamente con el impuesto de sus ciudadanos— para que este se hiciera cargo de los platos rotos. Pero, eso sí, después los think tanks del capitalismo financiero salen a criticar la intervención del Estado en cuestiones de educación, salud, asistencia social. Y no se les cae la cara de la vergüenza.

La cuestión es que la crisis de 2008 representó también otro momento de mutación para el trabajo. Quiero decir, no mejoraron sus pésimas condiciones. Lo que ocurrió fue que se radicalizó aquella filosofía de cotillón con el agregado de dos elementos nuevos.

En primer lugar, se asocian las viejas recetas de autoayuda con la ilusión de que, mediante esta suerte de dispositivo autodisciplinario, cualquier persona puede triunfar en el mundo financiero. Impulsados por esta idea nacen las startups, empresas emergentes que combinan habilidad para los negocios e ingenio en el desarrollo informático para proveer servicios que, al menos en apariencia, resultan novedosos o mejoran otros ya existentes. Los más exitosos de estos emprendedores se erigen como unicornios, bautizados así por su carácter anómalo, puesto que se trata de startups que consiguen alcanzar en el mercado el valor de mil millones de dólares en tiempo récord y en condiciones adversas.

En segundo lugar, las compañías que iniciaron la revolución en las tecnologías de la información —modelo aspiracional de las startups tanto en su dimensión global como en su esquema de jerarquía horizontal— descubren que poseen un pasado con el cual pueden construir algo mucho más cohesivo que una mera historia de la compañía: componen el mito épico de su creación en el que sus fundadores adquieren la estatura (y gran parte de las veces también la caricatura) de semidioses.

Estos dos elementos, como ya lo advertimos, no mejoran las condiciones laborales que venían ya «flexibilizándose» desde los 80 y los 90. Peor aún, componen excusas para otorgar a la flexibilidad (eufemismo de precariedad) un aura de espíritu corporativo o, peor aún, de misticismo. De este modo, la explotación que un trabajador padece se convierte en un sacrificio deseable, puesto que obra en favor de un supuesto ideal espiritual, cuasirreligioso, que se resume en lemas berretas como el de contribuir a mejorar el mundo (sin especificar nunca en qué consiste esa mejora) o aportar a la creación colectiva y revolucionaria de algo que la humanidad jamás había logrado en toda su historia, como por ejemplo un automóvil eléctrico, un reproductor de música, un sistema operativo o un videojuego.

Carne de cañón

Conviene señalar estas consideraciones porque Hollywood, a la hora de retratar el trabajo en nuestra época, suele omitirlas. Un caso muy patente que se me viene a la memoria en este momento es el de la última versión de Tomb Raider (Roar Uthaug, 2018). Al principio de esta película, la protagonista interpretada por Alicia Vikander trabaja de delivery en bicicleta y muestra ese trabajo con pintorescos tonos de aventura. Sin embargo, es bien sabido que esta actividad implica todo lo contrario: se trata de una tarea alienante, mal pagada y sumamente riesgosa.

Los ejecutivos de Hollywood no son tontos. Saben direccionar muy bien los deseos del público. De este modo, cuando necesitan reclutar soldados para la guerra, llenan la pantalla de los cines con guerras de superhéroes, monstruos gigantes, robots descomunales que luchan codo a codo con valientes marines. Y cuando necesitan trabajadores para la explotación, muestran a sus héroes y heroínas como emprendedores esforzados, cuya audacia no es menor que la de un Indiana Jones o una Lara Croft.

Hay sin embargo algunos casos que quebrantan esta regla. En este artículo, vamos a detenernos a analizar tres series recientes que ponen en primer plano el problema del trabajo en el capitalismo tardío: Devs (2020), WeCrashed (2022) y Severance (2022).

Devs Ex Machina

Devs es una miniserie de ciencia ficción de ocho episodios escrita y dirigida por Alex Garland que se estrenó en la plataforma Hulu. La historia gira en torno a Lily (Sonoya Mizuno) y Sergei (Karl Glusman), empleados de Amaya, una empresa dedicada a la investigación y desarrollo de proyectos informáticos. Lily trabaja en sistemas de encriptación. Sergei lleva adelante un proyecto de predicción de decisiones en inteligencias artificiales. Sus hallazgos atraen el interés de Forest (Nick Offerman), el excéntrico fundador de Amaya y supremo gurú en el mundo de la computación. Más aún, Forest se muestra tan satisfecho con los avances de Sergei que lo invita a unirse a Devs, un equipo selecto de desarrolladores involucrados en un proyecto ultrasecreto. Lo poco que se sabe es que los integrantes de Devs tienen acceso a una computadora cuántica con una capacidad de procesamiento infinitamente superior a las computadoras convencionales más avanzadas. Para Sergei y Lily, la noticia representa un sueño hecho realidad. Sin embargo, esta alegría no resulta duradera. Luego del primer día en Devs, Sergei no regresa a casa. Poco después, un video de vigilancia lo registra cometiendo suicidio. ¿Por qué motivo Sergei habría tomado esa decisión? Lily tratará de resolver esta incógnita que, por cierto, se halla ligada al enigma de lo que Devs significa verdaderamente.

Devs no representa para Garland la primera obra en la que aborda el mundo de la tecnología desde una perspectiva crítica. Ciertas notas similares pueden hallarse en trabajos previos, como su adaptación al cine de la novela de Kazuo Ishiguro Never Let Me Go (Mark Romanek, 2010) y, sobre todo, en el fascinante filme Ex Machina (2014).

De hecho, Devs puede interpretarse como una historia dentro del universo de Ex Machina. Forest, el CEO de Amaya en Devs, bien puede ser un compañero de fechorías de Nathan Bateman (Oscar Isaac), el CEO de Blue Book en Ex Machina. Ambos comparten una ciega fe en las posibilidades que tiene la tecnología de trascender los límites humanos y las fronteras de lo real. Peor aún, a ninguno de los dos le tiembla el pulso a la hora de utilizar a sus empleados como cobayos de sus experimentos.

En gran medida, Bateman y Forest constituyen una reelaboración de la figura del mad scientist del cine B clásico. Pero, por las mismas razones, ambos personajes encarnan también el arquetipo del gurú contemporáneo, esa criatura mitológica constituida con cerebro de discurso tecnológico y lengua de palabrerío profético. En el caso de Devs, no parece casual la elección del apellido Forest (Bosque) para identificar al gurú de Amaya. Ese nombre remite de inmediato a Musk (Almizcle), a Jobs (Trabajos), a Gates [Puertas], apelativos que parecen exceder lo humano y resonar con un poder sobrenatural, a la manera de los nombres de los dioses mitológicos.

Forest está obsesionado con los sistemas predictivos. Esa obsesión lo lleva a postular que el determinismo es la ley que gobierna el mundo. Por ende, si logra desarrollar un sistema lo suficientemente potente como para predecir todas las acciones del mundo pasadas y futuras, él puede aprovechar ese conocimiento para dejar de ser un mero devs —abreviación de developer, desarrollador en inglés— y convertirse en un auténtico Deus —dios en latín—.

La actitud mesiánica de Forest es indudablemente un correlato de la megalomanía de ciertos gurús tecnológicos de nuestra época. Tipos enriquecidos a base de vender no un producto, sino lo que hoy se llama experiencia: una creencia asociada al producto que provoca una fuerte reacción emocional. Esta reacción se refuerza con estímulos constantes —publicidades teñidas de un aura milagrosa, eventos multitudinarios que parecen misas— para provocar lo que se llama fidelidad, cosa que, en buena medida, consiste en fanatismo, fe ciega e irracional. Este discurso mesiánico no se limita solo al cliente, sino que alcanza también a los trabajadores de la compañía. Ser parte de la empresa representa un privilegio, implica una responsabilidad suprema a la que el empleado debe ofrendar su vida como si se tratara de un sacerdocio. El crunch time no es más que un sacrificio que la compañía exige de sus empleados para probar su fidelidad.

En Devs, los pocos desarrolladores que tienen acceso a la computadora cuántica se convierten en apóstoles de Forest. Componen un círculo secreto que participa de la misión trascendente del fundador de Amaya. Ninguno puede dudar de la palaba de su líder. Quien se atreve a ello incurre en una apostasía que apenas se mitiga con la muerte.

Financista lobo del financista

WeCrashed (Nos estrellamos) es una serie de ocho episodios que se estrenó en Apple TV+. Se inspira en un caso real comentado en WeCrashed: The Rise and Fall of WeWork, un podcast de seis partes emitido por Wondery —cadena de podcast de Amazon— en enero de 2020. A grandes rasgos, WeCrashed cuenta cómo, en 2011, Adam Neumann (Jared Leto) —carismático emprendedor nacido en Israel y establecido en Nueva York— y Miguel McKelvey (Kyle Marvin) —un arquitecto tímido y bonachón— cofundaron WeWork, emprendimiento dedicado al alquiler de espacios de trabajo compartidos para empresas emergentes. A ellos se sumó Rebekah Palthrow (Anne Hathaway), esposa de Adam, para revestir el proyecto financiero con una pátina de espiritualidad new age. En menos de una década, Miguel, Adam y Rebekah lograron que WeWork se instalara en las principales ciudades de los Estados Unidos e incluso llegara a expandirse a más de treinta países. En 2019, la cotización de WeWork alcanzó los u$s 47.000.000.000. Sin embargo, una serie de irregularidades que involucraron a Adam y Rebekah desencadenaron la caída de esa cifra a diez mil millones de dólares y la inmediata separación de Adam del directorio de la compañía.

Como contamos al principio, la catástrofe de 2008 hizo temblar los cimientos del capitalismo financiero. No lo derrumbó, pero dejó sus cicatrices. Varias compañías sucumbieron. Los grupos financieros más fuertes se reagruparon y, por intermedio de los funcionarios que operaban dentro de los ministerios gubernamentales como agentes a su servicio, consiguieron que la timba se convirtiera en deuda de los estados nacionales. De este modo, por más que los noticieros insistan en lo contrario, su figura como defensores de la honradez quedó mancillada. Su estatura de paladines de la meritocracia se vio bastante disminuida. 

Ahora bien, WeWork surgió con posterioridad a la debacle de 2008. Integró esa oleada de empresas emergentes que llamamos unicornios. A diferencia de los grupos financieros más antiguos —llamémoslos leviatanes—, los unicornios no podían recurrir al Estado para financiar sus proyectos. Básicamente, porque el Estado estaba ocupado en pagar las deudas de los leviatanes. Tuvieron que ingeniárselas para prosperar en la lucha por la supervivencia del más apto.

WeWork fue parte de esa lucha. Para sobrevivir, el unicornio aplicó con eficacia dos procedimientos que aprendió de los viejos leviatanes: conseguir financiamiento y abarcar espacio. La picardía del unicornio WeWork consistió en fomentar hasta el hartazgo rondas de financiamiento para expandirse lo más rápido posible y, de este modo, incrementar la cotización de la firma.

Hasta allí, nada que objetar. El problema surgió cuando los inversores comenzaron a notar que los gastos de expansión superaban los beneficios. Se dieron cuenta de que estaban financiando un proyecto ambicioso, disruptivo, con altos valores espirituales, pero que no era rentable. En otras palabras, estaban inflando una burbuja que costaba miles de millones de dólares.

La astucia de WeWork fue aplicar los preceptos del capitalismo financiero en contra de sus propios predicadores. Si los leviatanes consiguieron estatizar su deuda, WeWork logró tercerizar la suya. Y no solo eso. Los propios financistas cayeron en su propia trampa. Quedaron expuestos como imberbes. Adam Neumann, un advenedizo con pinta de hippie, fue capaz de convencer a popes como los de JP Morgan —reptiles capaces de doblegar la voluntad de países y de gobiernos— para que le financiaran sus extravagancias.

Ahora bien, esta jugada maestra no convierte a Adam Neumann en un Robin Hood. Por el contrario, así como se aprovechó de la credulidad de sus inversores, explotó también las expectativas de ascenso social y económico de sus empleados. Adam Neumann se dirigía a sus trabajadores como un Jesucristo Superstar dando el sermón de la montaña. Les hablaba como un líder espiritual que los convocaba a formar parte de un movimiento colectivo que se expandía por el mundo para convertirlo en un lugar mejor. A cambio, les exigía que trabajaran de lunes a lunes sin descanso, por un sueldo magro, y con la promesa de volverse ricos cuando las acciones que recibían como premios alcanzaran valores siderales en el futuro.

Por supuesto que esa promesa nunca se cumplió. En octubre de 2019, Adam Neumann abandonó WeWork con mil setecientos millones de dólares en el bolsillo. Al mes siguiente, WeWork despidió al 20 % de su plantilla laboral.

El sueño húmedo del Capital

Levantarse de la cama con el maldito despertador para llegar a horario al trabajo. Viajar apiñado en el transporte público. Encontrarse en el trabajo con personas que comparten más tiempo con uno que la familia o los amigos. Personas que, a pesar de esa asiduidad, nunca dejarán de ser extraños. Salir del trabajo. Viajar de nuevo apiñado en el transporte público. Volver a casa. Notar con impotencia que el tiempo que a uno le resta apenas alcanza para cocinarse algo, mirar la TV y dormirse temprano porque mañana, una vez más, toca levantarse de la cama con el maldito despertador para llegar a horario al trabajo.

Esta es la perfecta definición de ser empleado. O lo que es su sinónimo: ser usado, manipulado, aprovechado, explotado. En estas condiciones, ¿cuántas veces ha deseado uno que existiera alguna forma de separar la vida laboral de la vida cotidiana?

Severance, serie creada por Dan Erickson, dirigida por Ben Stiller (seis episodios) y Aoife McArdle (tres episodios), y estrenada en la plataforma Apple TV+ en 2022, parte de esa premisa para advertirnos lo siguiente: cuidado con lo que deseas, puesto que la solución puede ser peor que el problema.

Mark Scout (Adam Scott) es empleado de Lumon Industries. Trabaja de lunes a viernes de nueve a cinco en la oficina de refinamiento de macrodatos. Sus compañeros de oficina son Irving Bailiff (John Turturro) —el más antiguo, el más curtido, aunque también el más amansado— y Dylan George (Zach Cherry) —el que se pone la camiseta de la empresa—. Acaban de despedir a Petey Kilmer (Yul Vazquez), el jefe de la sección, por lo cual Mark es ascendido. A su vez, su nueva responsabilidad es entrenar a Helly Riggs (Britt Lower), que viene a cubrir el antiguo puesto de Mark. El primer conflicto se plantea cuando Helly manifiesta su deseo de renunciar a ese trabajo. Helly descubrirá que la decisión de abandonar el puesto no depende de ella misma sino de su otro yo, su outie.

Así nos enteramos de que los empleados de Lumon Industries se someten a una operación llamada severance —término que en inglés significa separación, pero también, en el ámbito laboral, se traduce como despido—. Por medio de este proceso, la memoria de los empleados de Lumon Industries se divide en dos partes: por un lado, la memoria de su vida laboral y, por otro, la de su vida privada. El empleado de Lumon o innie, no recuerda nada de su outie, la persona que lleva su vida cotidiana fuera de la empresa, y viceversa.

A partir de ese momento, Helly constituirá un foco de rebelión constante dentro de Lumon. Pero eso no es todo. Un segundo conflicto se presenta cuando al outie de Mark se le aparece una persona que él no reconoce. Esta persona le dice que se llama Petey, que Mark y él eran grandes amigos cuando trabajaban juntos en Lumon, y que debe desconfiar de lo que ocurre dentro de la empresa. Así como Helly es quien instala la rebeldía dentro de Lumon, Petey siembra la sospecha afuera, en el outie de Mark. El mismo Mark cuyo innie, paradójicamente, no comprende los impulsos sediciosos de Helly.

En comparación con Devs y WeCrashed, Severance es la serie que mejor expone los entresijos del trabajo contemporáneo.

En efecto, Severance deja entrever los mecanismos perversos que despliega el sistema gerencial contemporáneo para vigilar y castigar a sus empleados. A diferencia de las compañías actuales, Lumon mantiene una jerarquía piramidal. A la cabeza de ese esquema se encuentra Harmony Cobel (Patricia Arquette), jefa que alterna la persuasión maternal con la severidad sádica. Su segundo al mando es Seth Milchick (Tramell Tillman), el típico supervisor canchero que viste camisa de manga corta, que se hace el simpático a la hora de las felicitaciones, pero que no vacila cuando llega el momento de aplicar sanciones.

Sin embargo, a pesar de esa aparente rigurosidad, Cobel y Milchick tratan a sus subordinados como niños a los que se debe guiar en cada actividad que realizan. De este modo, el trabajo se convierte en un juego y la empresa en una enorme guardería. Si los empleados cumplen con la tarea encomendada, se los premia con golosinas, canciones, paseos. En cambio, si desobedecen, se los envía al Break Room. En el ámbito laboral, se llama break room al espacio de descanso de los empleados, el lugar donde se interrumpe la actividad. En Lumon, el sentido de break —quebrar— se interpreta de manera literal. Parafraseando a O’Brien, el siniestro funcionario del Ministerio de la Verdad de 1984, todos los empleados de Lumon saben lo que hay en el Break Room: la peor cosa en el mundo.

Como dijimos, la oficina donde Mark trabaja se llama Refinamiento de macrodatos. Su tarea consiste en distribuir grupos de números flotantes en diferentes cajas ubicadas en la parte inferior de la pantalla de una computadora. Esa actividad parece un juego, aunque uno muy aburrido. Un juego sin sentido. Cabe perfectamente en la definición de ese tipo de trabajo que David Graeber denominó Bullshit Job y que en castellano se tradujo como Trabajo de mierda. «Un trabajo de mierda —escribió Graeber— es una forma de trabajo asalariado que, por carecer en absoluto de sentido, por resultar innecesario o pernicioso, el trabajador no encuentra manera de justificar su existencia aun cuando él mismo, como parte de su contrato de empleo, se siente obligado a fingir que su labor cae fuera de esta definición».

Cada tanto, Mark y sus compañeros emprenden breves aventuras por los pasillos de Lumon. Se pierden en ellos como en un inmenso laberinto de luces blancas y paredes idénticas. Esta distribución confusa donde los empleados deben orientarse como pueden no solo remite a la idea de un recreo infantil o a un trámite kafkiano, implica también el sentido de un experimento siniestro en el que los trabajadores ofician de cobayos.

El dispositivo disciplinario, el trabajo sin sentido, la construcción laberíntica y, sobre todo, la cirugía de severance, son procedimientos que Lumon Industries aplica para la consumación del sueño húmedo del Capital: la fabricación de esclavos/empleados felices de su sujeción/empleo.

Sin embargo, todo este proceso mostraría una mera finalidad mezquina o lucrativa si no se lo disimulara con velo de espiritualidad. De este modo, así como en Devs Forest asume la estatura de un mesías y en WeCrashed Adam Neumann se yergue como un líder espiritual, en Severance Kier Eagan aparece como el visionario fundador de Lumon Industries. La compañía dedica a este profeta un espacio llamado Ala de la Perpetuidad al que los empleados acceden como a una catedral. Allí, Mark y sus compañeros repiten la historia de la fundación de la empresa a la manera de un catecismo y citan frases de Eagan como si recitaran salmos. Más aún, los empleados tienen a disposición el Manual de Lumon, el Evangelio que reúne las enseñanzas y preceptos de Eagan.

De este modo, el tiempo de trabajo en Lumon asume una naturaleza mítica, reforzada por la repetitividad de las tareas y el eterno retorno de las jornadas. En ese contexto que transcurre fuera del tiempo cronológico, los empleados también componen sus propias narraciones míticas que la propia compañía fomenta mediante pinturas de estilo clasicista. Dichos relatos por lo general refieren guerras sangrientas entre distintas secciones de la empresa, en las que empleados de una oficina masacraban a adversarios de otra oficina.

Todos estos mecanismos no solo forjan en el esclavo/empleado feliz una fidelidad sin condiciones hacia su patrón, a quien el esclavo/empleado adora como un ser divino, sino que además inculcan en el esclavo/empleado una desconfianza por su compañero de sujeción/empleo, en quien ve un enemigo al acecho.

Retrofuturo del trabajo

Resulta llamativo que un leviatán como Apple financie dos de las series que exponen buena parte de la situación del trabajo en el presente. En el caso de WeCrashed, podría pensarse que se trata de el ajuste de cuentas de un leviatán hacia un unicornio. Pero en el caso de Severance, la cuestión se muestra más compleja. Quizá lo que haya determinado su concreción sea la presencia de Ben Stiller, un nombre con prestigio en la industria como ocurriría con Alex Garland en relación con Devs.

Como sea, estas tres series ofrecen un buen panorama de las mutaciones que ha sufrido el trabajo en estos cuarenta años de neoliberalismo y globalización. Imagino que no resulta muy alentador de ver. De hecho, muchos de nosotros vivimos esta situación en carne propia. No hace falta que Hollywood nos venga a contar los malabares que hace un monotributista para llegar a fin de mes.

Lo interesante es que, entre estas tres series, Severance —que con su tono de ciencia ficción retrofuturista y weird parece distanciarse de nuestro presente— nos brinda una pista para repensar el problema del trabajo desde un lugar distinto. Un lugar que, en gran medida, significa un retorno al origen.

Mark no siente demasiada afinidad con sus compañeros de Macrodatos. Sin embargo, cuando Mark establece un mínimo consenso y formula con ellos un plan de acción, todos ellos consiguen un verdadero cambio en sus vidas.

Este acto desde ya que constituye una metáfora. Pero como la historia del arte nos enseña, nunca debemos desestimar el poder de las metáforas para cambiar la realidad.

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Adriano Duarte

Redactor de la Revista 24 Cuadros (https://revista24cuadros.com), donde se publicó originalmente esta nota.

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