La época de las pasiones tristes
En La época de las pasiones tristes, François Dubet dialoga con el clima de estos tiempos y con varias de las transformaciones en marcha. Una de ellas se vincula con el debilitamiento del régimen democrático y las identidades de clase, así como con la forma de interpretar las desigualdades.

Para comenzar es pertinente precisar que las pasiones tristes que definen para Dubet el espíritu de lo contemporáneo son el resentimiento, la indignación y, sobre todo, la ira; pero también el desaliento, la ansiedad y la desorientación que provoca ese mismo triste paisaje.
La idea principal de La época de las pasiones tristes es que el aumento de los sentimientos de resentimiento e indignación se vincula no tanto con la profundización objetiva de las desigualdades, sino más bien con un desplazamiento en el modo en que son vividas. Sin un marco explicativo centralizado —rol que antes cumplía el sistema de clases—, las desigualdades se multiplican, diversifican e individualizan, y se hace cada vez más difícil comprender lo que las causa y lo que hace falta para combatirlas. No importa si las clases sociales aún existen o no, dice Dubet, la cuestión es que ya no representan el principio organizador del régimen de desigualdades. En otras palabras, las desigualdades ya no se comprenden en términos de explotación sino bajo la clave de la discriminación, y así la «estructura de las desigualdades de clase se difracta en una sumatoria de pruebas individuales y sufrimientos íntimos». Lo que marca la época, lo que conduce a la indignación y el desaliento, es que cada uno se encuentra solo con su dolor, solo con su fracaso, solo con el daño que otros le han infligido.
En esta experiencia de la desigualdad como un daño sufrido «en calidad de» se originan o amplifican gran parte de los fenómenos más llamativos de la actualidad: el ascenso de distintas formas de racismo, odio y xenofobia, como una forma de dirigir hacia otros el desprecio que se vive en carne propia, o los estallidos de indignación en las redes o en las urnas, como un desahogo y un paso a la acción que se saltea toda mediación. La tesis central del libro es bastante simple y directa, no así sus consecuencias y sus posibles soluciones. Y es que el problema real radica no tanto en las pasiones tristes, sino en lo que hacemos con ellas.
En varias entrevistas, Dubet explicó que en las sociedades industriales las desigualdades sociales han sido durante mucho tiempo desigualdades de clase, desigualdades vividas como experiencias colectivas, como un «nosotros» o grupos sociales opuestos y estructurados por asociaciones, sindicatos y partidos que representan a esas clases sociales: la izquierda contra la derecha. Los cambios a partir de la cultura de masas y la promoción del individuo en las sociedades europeas y en América del Norte, debilitaron ese sistema. Las desigualdades hoy se experimentan principalmente como experiencias y pruebas individuales y, en gran medida, como formas de desprecio por parte de las personas que pasan a sentirse responsables de su propio destino. Incluso son más intolerables que las viejas desigualdades sociales porque los individuos las sienten «como»; es decir, como mujer, como persona no calificada, como tan joven, o tan viejo, o tan diferente. Esta experiencia no conduce a un conflicto social, sino a resentimientos y formas de odio: odio a las élites, odio a los más pobres, odio a los extranjeros. Los votantes de Bolsonaro, Salvini, Trump, los partidarios del Brexit están motivados por esas tristes pasiones.
El aporte de Dubet es mostrarnos que los individuos hablan primero de su experiencia personal y singular, mucho más que de una condición colectiva. Es por eso que la ira social, como la de los chalecos amarillos en Francia, nunca conduce a demandas colectivas y programas políticos. Todos hablan por sí mismos, pero todos están unidos en su ira contra el mundo, contra otros, contra aquellos que no son “el pueblo”. Los partidos políticos y los sindicatos son mecanismos para enfriar y racionalizar esa ira social transformándola en un conflicto social. Pero cuando estos partidos y sindicatos se vuelven muy débiles o, a su vez, se convierten en miembros de la élite, los individuos ya no están sujetos a un deber de racionalidad. Y es justamente cuando podemos ver como se vota por el Brexit o por Trump, por razones completamente opuestas. Se defiende el diesel y la ecología, se exige más estado de bienestar, pero menos impuestos, estamos en contra de la delincuencia pero también de la policía.
Pero, por qué transitamos una época dominada por pasiones tristes.
Para Dubet las sociedades modernas se han debatido entre dos modelos fundamentales de justicia social. Uno, que podría llamarse de izquierda, donde el valor central consiste en la defensa de la igualdad de posiciones, procurando el acceso de todos los ciudadanos a los mismos derechos. Y otro modelo, que podría llamarse de derecha, donde el mérito individual oficia de criterio rector, proponiendo el acceso de todos los ciudadanos a la misma igualdad de oportunidades.
En La época de las pasiones tristes, y a la luz de las dinámicas políticas que han asomado en los últimos años —principalmente en Europa pero también en muchas otras porciones del planeta—, François Dubet registra la aparición de un nuevo modelo, al que llama el modelo de las desigualdades múltiples. Este modelo puede considerarse un derivado o un efecto colateral de la prolongada preeminencia del modelo basado en la igualdad de oportunidades, que satisface mejor las aspiraciones a la autonomía individual, pero acaba produciendo mayores desigualdades económicas, así como sociedades enteramente atravesadas por el imperativo del rendimiento, la autoexplotación y la lógica polar del éxito y el fracaso.
Dubet constata el retroceso de la centralidad de la desigualdad de clases como eje vertebrador de las luchas sociales. Ahora, eso no quiere decir que las desigualdades económicas hayan desaparecido. Solo que, como puntualiza Dubet, las divisiones sociales no se definen solamente según sus condiciones objetivas, sino también por el modo en que son percibidas y sentidas, de acuerdo con representaciones morales que varían según las épocas, las culturas, las ideologías, las naciones y sus divisiones internas.
Desde este ángulo, en los últimos años se habría generalizado un tipo de percepción social donde las pequeñas desigualdades no se derivan de las grandes desigualdades, como postulaban tradicionalmente las izquierdas, sino que éstas serían el producto de una sumatoria de pequeñas desigualdades, en última instancia percibidas como desigualdades individuales o individualizadas. Precisamente por poner el acento en las formas en que las desigualdades son percibidas, Dubet puede apelar a una expresión proveniente de la óptica, afirmando que, en la actualidad, las desigualdades sociales tienden a difractarse.
Ampliando, ante el fracaso de la promesa de movilidad social basada en la competencia limpia y el orden del mérito, las incertidumbres económicas crecientes, el aumento de la precariedad y la marginalidad, ofrecen cada vez menos respaldo a esta promesa. Sin embargo, las desigualdades suelen experimentarse como el producto de experiencias personales, haciéndolas incompatibles con su procesamiento colectivo, tornándolas así más dolorosas y frustrantes. Obviamente, las luchas contra las desigualdades no desaparecen, pero se fragmentan en grupos y subgrupos, con cada vez menos propensión a converger en un partido, un programa o un proyecto común. Se manifiestan, más a menudo, como explosiones periódicas, fugaces y desorganizadas de ira e indignación, en una suerte de radicalidad sin revolución.
Y en el plano de las representaciones sociales, Dubet postula que ya no estamos ante sociedades con dos actores principales interpretando el conflicto central, sino ante múltiples actores llevando a cabo luchas heterogéneas. La divisoria ya no pasaría entre los que «están arriba» y los que «están abajo» pero compartiendo un mismo espacio de lucha, como el de la fábrica, sino entre los que están adentro y afuera del sistema.
Otra arista de este fenómeno es que, en el plano político, los partidos ya no saben a quienes representan exactamente o bien modifican sus programas sobre la marcha, mezclando un poco de cada demanda, con el fin de captar la mayor cantidad de votos posibles (un poco para la burguesía, un poco para los trabajadores, un poco de ecología, un poco de feminismo, un poco de xenofobia, un poco de mano dura, un poco para los asistencializados, etcétera). De hecho, a la hora del voto, la identificación de clase ya no pesaría tanto como la edad, el género, el nivel educativo o el lugar de residencia, entre muchos otros factores de fraccionamiento, más culturales y psicológicos que sociales.
El desdibujamiento de las grandes barreras que distinguían a los explotadores de los explotados hace que las injusticias, más que como causas colectivas, se padezcan crecientemente como desprecio, humillación y cuestionamiento de la propia valía, poniendo a los sujetos constantemente a prueba. Frente al desprecio y la ampliación las violencias simbólicas, los individuos sienten la tentación de interpretar las desigualdades sociales en términos de discriminaciones y heridas personales, de las que cada uno es la única medida, al punto de provocar una escalada competitiva entre víctimas para denunciar no tanto leyes y normas infligidas, sino la escala de los sufrimientos padecidos. Pero al mismo tiempo, existe un gran riesgo en el exponerse ante los otros como víctima, estatus no siempre fácil de asumir.
Por otro lado, Internet, que ha reconfigurado radicalmente el espacio público, permite la expresión de todas las opiniones, reduciendo las distancias entre quienes antes opinaban y quienes callaban. Pero nuevamente en un doble movimiento, a la vez que ensancha el radio de la esfera pública, la comunicación digital, al dejar de hacer necesario asociarse con otros para acceder al ejercicio de la palabra pública, tiende a hacer de cada cual, sólo ante su pantalla, el militante de su propia causa. Al faltar las mediaciones que posibilitaban el encuadramiento de las opiniones propio de la época donde acceder a la palabra pública requería de algún tipo de agrupamiento, debate o negociación, las pasiones tristes invaden los dispositivos digitales, volviéndolos vertederos portátiles de acusaciones, racismo, rumores y teorías de la conspiración. Más que enriquecer el ejercicio de la crítica y la civilidad mediante la democratización de las conexiones, las redes sociales publicitan lo que hasta hace no mucho tiempo permanecía fuera de la vista y encerrado en el espacio privado, representando una tecnología del desahogo donde las pasiones tristes son explotadas de manera algorítmica.
El ensanchamiento de este clima afectivo envenenado contribuiría a explicar por qué, casi en todas partes, los partidos de izquierda están perdiendo terreno y los electorados populares eligen a millonarios cuyas políticas profundizan aún más las desigualdades sociales mientras denuncian a las elites y a las oligarquías de las que forman parte, o bien, a refugiados y extranjeros como blancos sobre los que descargar la ira acumulada, y hasta a los llamados “globalistas” progresistas, culpables de disolver las culturas nacionales, infectándolas con diversidad étnica y de género. Antes que las izquierdas o los partidos liberales tradicionales, los principales beneficiarios del modelo de desigualdades múltiples tienden a ser los nuevos movimientos populistas (tomando la categoría de populismo en el sentido europeo, fundamentalmente asociado al populismo de derecha), que trafican la fantasía de recuperar la grandeza perdida del pueblo y de la nación.
Dubet recuerda que ya «Durkheim explicaba que el deseo de autoridad (característico de la Alemania imperial, a su juicio) no era un reflejo arcaico, sino producto del individualismo que, al no limitarse por sí mismo, esperaba que la autoridad lo hiciese por él. Hoy en día, los jóvenes de la secundaria reclaman más libertad para sí y más disciplina para los otros, más policía y vigilancia, más autoridad pública que los proteja de su propia autonomía. La economía comunicación digital, al dejar de hacer necesario asociarse con otros para acceder al ejercicio de la palabra pública, tiende a hacer de cada cual, sólo ante su pantalla, el militante de su propia causa. Al faltar las mediaciones que posibilitaban el encuadramiento de las opiniones propio de la época donde acceder a la palabra pública requería de algún tipo de agrupamiento, debate o negociación, las pasiones tristes invaden los dispositivos digitales, volviéndolos vertederos portátiles de acusaciones, racismo, rumores y teorías de la conspiración. Más que enriquecer el ejercicio de la crítica y la civilidad mediante la democratización de las conexiones, las redes sociales publicitan lo que hasta hace no mucho tiempo permanecía fuera de la vista y encerrado en el espacio privado, representando una tecnología del desahogo donde las pasiones tristes son explotadas de manera algorítmica».
Con observaciones justas y sintéticas, el valor del enfoque de Dubet consiste en mostrar que la multiplicación actual de pasiones tristes es el producto de causas sociológicas que producen efectos patéticos o pasionales en los individuos. La época de las pasiones tristes propone desentrañar las lógicas sociales detrás de las muchas formas de tristeza que hoy proliferan como tonalidades afectivas predominantes de la globalización y que desquician el lazo social.

- Ficha
Autor: François Dubet
Título: La época de las pasiones tristes. De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor
Traducción: Horacio Pons
Editorial: Siglo XXI Editores, 2020, 128 págs.