José Saramago: «Israel es rentista del Holocausto»
En marzo de 2002, el nobel de literatura José Saramago visitó Ramala, integrando una delegación del Parlamento Internacional de Escritores. Luego de su regreso a Portugal fue entrevistado por el periodista Javier Ortiz. Ese diálogo, en el que Saramago reflexiona sobre el apartheid en Israel, se publicó en el libro ¡Palestina existe! (Akal), en el que también participaron el lingüista y filósofo Noam Chomsky, y los escritores James Petras, Edward W. Said y Alberto Piris. Pese al tiempo transcurrido, las reflexiones de Saramago siguen muy vigentes, motivo por el cual reproducimos aquí un largo fragmento de la entrevista de Ortiz.
Tengo entendido que ya habías estado antes por allí. ¿En qué condiciones? ¿Cómo fueron esas experiencias?
—La primera vez que viajé a Israel fue, si no me equivoco, en 1990, para la presentación de la traducción hebraica de Memorial del convento. Se me ofreció, entonces, la posibilidad de viajar por la región, desde Belén hasta la frontera con el Líbano y a los montes del Golán. Sólo al final del viaje supe que había sido transportado en un coche blindado… No pude tener entonces contacto con los palestinos, pero no fui insensible a su silencio ni a la tristeza de las miradas que se cruzaban con las mías. Debo confesar, sin embargo, que, probablemente por la satisfacción de verme traducido por primera vez al hebreo y por las atenciones (tanto particulares como oficiales) de que me vi rodeado, no presté la debida atención a la situación de los palestinos. Seguramente también influiría en mi relativa desatención la apariencia de «paz» que en esa época se observaba. Cuando regresé a Lisboa di una conferencia sobre las impresiones del viaje, en particular las emociones que experimenté en los diversos lugares que mantienen viva la memoria del Holocausto.
—Esta vez has estado cinco días, ¿no? ¿Qué viste, con quién hablaste?
—Lo que vi en Palestina me hizo comprender que mucha de la información corriente que circulaba en los medios de comunicación (me refiero a la información anterior al agravamiento de la situación, una vez que ahora difícilmente alguien podrá alegar ignorancia) era insuficiente y superficial, cuando no tergiversada, salvo en ocasiones muy concretas, cuando el dramatismo de los episodios narrados o una fácil aprehensión de las imágenes hacían «atractiva» la noticia. Con mis colegas, estuve en Ramala y en la Franja de Gaza, oí la protesta indignada de los que vieron sus casas destruidas, los lamentos de los que lloraban a sus muertos, vi largas filas de palestinos a la espera de que les permitieran el paso en los puestos de control para ir a trabajar en el «otro lado», percibí la frialdad con que los soldados israelíes intentaban enmascarar su propio miedo… Se respiraba la tensión en el ambiente, corrían noticias de concentraciones de tanques, era evidente que el Ejército israelí estaba preparándose para una ofensiva a gran escala. Sabemos lo que sucedió después.
—Se te ha reprochado que no mostraras interés por contactar con escritores israelíes y conocer sus puntos de vista.
—Hablé con escritores israelíes situados políticamente a la izquierda que me expresaron sus preocupaciones y su voluntad de paz. Me di cuenta de que existe una minoría de israelíes que desean una solución justa para los palestinos, pero también se me hizo claro que ningún partido en Israel, en el actual marco político, tiene condiciones para hacer suyas y promover entre la población esas aspiraciones de paz y de justicia. Conviví durante algunas horas con un admirable grupo de teatro formado por judíos y palestinos, cambié impresiones y admiré el valor de jóvenes que pagaron con la cárcel su negativa a prestar servicio militar en los territorios ocupados. Pero es obvio, incluso para un observador superficial, que la mejor parte del pueblo israelí se encuentra atada de pies y manos, y sin la mínima posibilidad de organizarse políticamente para los cambios necesarios.
—Con todo el ruido que organizó la visita, mucha gente no se enteró de que uno de los objetivos del viaje era visitar a Mahmud Darwish. Háblame de él.
—El objetivo inicial del viaje, del que antes he hecho referencia, nunca se olvidó. En un teatro de Ramala se realizó una lectura de textos poéticos y de ficción, tanto de los escritores de la delegación como de poetas y escritores palestinos. Mahmud Darwish estaba presente y fue aplaudido como pocas veces he visto aplaudir a un poeta. Se percibía que la voz de Mahmud, no siendo la voz única del pueblo palestino, es aquella que con más intensidad expresa sus dolores y sus esperanzas. Me pregunto si están todavía vivos todos aquellos hombres y mujeres que llenaban el teatro. Me pregunto si el propio teatro todavía estará en pie.
—La comparación que hiciste entre la situación en que el Gobierno de Israel mantiene al pueblo palestino y la que vivieron muchos judíos en campos de concentración nazis como el de Auschwitz ha levantado muchas y muy furibundas iras. ¿Qué pretendías al hacer esa comparación? ¿En qué sentido te parece rigurosa y en qué sentido crees que sería impropio establecerla?
—Para los judíos, Auschwitz es la palabra prohibida. Llegaron a decirme en Jerusalén que podía llamar a los israelíes lo que quisiera, pero que nunca pronunciara tal palabra. Auschwitz es para los judíos una herida que probablemente no cicatrizará jamás. Pero es también una herida que ellos no quieren ver cicatrizada, que constantemente arañan para que continúe sangrando, como si pretendieran hacernos responsables de ella. Auschwitz, en cierto modo, impide a los judíos enfrentarse con la realidad del mundo.
Es evidente que tenía clara conciencia de lo que iba a suceder al pronunciar la palabra maldita, pero creo que fue el hecho de haberla dicho y de haberme arriesgado a las consecuencias lo que hizo renacer un debate cada vez más necesario, el debate que servirá para esclarecer las responsabilidades del pueblo de Israel en su propia situación. The Wall Street Journal escribió que mis declaraciones habían levantado en Europa una ola de antisemitismo. Es absurdo, no puedo tanto… Además, si algún antisemitismo anda por ahí, la culpa no la tengo yo, sino precisamente quien de él se queja, es decir, el Gobierno de Israel y la mayoría que lo apoya.
Mis declaraciones sobre Ramala y Auschwitz han sido tergiversadas sistemáticamente. Yo no comparé los hechos de Ramala con los hechos de Auschwitz, sino el espíritu de Auschwitz con el espíritu de Ramala. Lo anuncié cuando esa realidad era ya patente para cualquier persona que se atreviera a mirarla de frente. Luego el Ejército israelí se ha encargado de confirmarla del modo más terrible.
El «plan de paz» que Sharon presentó a Bush para obtener su visto bueno apunta claramente en esa dirección. Prevé un remedo de Estado palestino sin capacidad militar y con autoridad sobre un territorio reducido, que incluiría zonas de seguridad, vallas, alambradas electrificadas y puestos de control, todo ello destinado a separar físicamente a los árabes de los israelíes. Dibujemos un mapa y veremos nítidamente que lo que Sharon pretende es convertir el llamado «territorio palestino» en un inmenso campo de concentración.
No me ha sorprendido, insisto, la reacción que ha tenido la referencia a Auschwitz. Es más, podría decir que, aparte de esperarla, la forcé deliberadamente. Si hubiera formulado una crítica rutinaria, habría encontrado un eco rutinario. Todos los días se producen críticas rutinarias contra Israel y nadie las tiene en cuenta. Esta ha obligado a que se discuta sobre el fondo del problema. Israel está expulsando a los palestinos y, a los que no consigue expulsar, los recluye en algo que cada día adquiere más nítidamente los caracteres de un espacio concentracionario.
—Sabes que no eres el único que utiliza el símil de «campos de concentración» al referirse a Palestina.
—Claro que no. Ni en público ni en privado. Por citar sólo un ejemplo, te diré que me acaba de llegar una carta de Brasil, de un brasileño judío, con unas reflexiones propias muy interesantes, y con citas de intelectuales judíos que todos admiramos y que nos ayudan a entender lo que pasa. Una de estas citas es de Hannah Arendt, que, hace años, refiriéndose a la tragedia de su pueblo, escribió: «Es perfectamente concebible, e incluso cabe dentro de las posibilidades políticas prácticas, que un bello día, una humanidad altamente organizada y mecanizada llegue a la conclusión, de manera democrática —es decir, por decisión de la mayoría—, que a la humanidad, entendida como un todo, le conviene liquidar ciertas partes de sí misma». Para Hannah Arendt a esta conclusión se llega cuando se admite que hay pueblos «descartables», a los que se les puede despojar primero de su tierra, luego de la condición de ciudadanos con derechos, finalmente de la vida que van arrastrando casi sin capacidad de defensa. Mi corresponsal brasileño decía que el pueblo palestino, para el Gobierno de Israel, para los ciudadanos que lo han elegido y para las dictaduras árabes vecinas, se ha convertido en un «pueblo descartable», a imagen y semejanza de lo que ocurrió con el pueblo judío en los primeros decenios del siglo XX. Y hay similitudes si lo miramos bien.
—¿Has recibido estos días muestras de apoyo, de concordancia con tus planteamientos, por parte de judíos?
—Sí, muchas, y algunas son testimonios desgarradores de personas que sufrieron en sus carnes todos los atropellos por el hecho de ser judíos, incluso la experiencia terrible del campo de concentración. Tengo cartas de supervivientes o de familiares de supervivientes que no consiguen entender la política de Ariel Sharon ni a quienes conociéndolo lo votaron. El gran poeta Juan Gelman, también judío, ha escrito, y me lo mandó para que lo leyera, un artículo que habla de los refuzniks, los reservistas de las fuerzas armadas israelíes que se niegan a servir en los territorios palestinos ocupados. Pues bien, en ese artículo además de contar los agravios que sufren los refuzniks —es decir, cárcel, pérdida de empleo, aislacionismo social, la consideración de traidor, tanto para el reservista como para su familia— Gelman, que sabe de lo que habla, narra historias de civiles que no escapan del clima de intolerancia operante. Textualmente dice: «La mítica cantante Yaffa Yarkoni, de 77 años, que desde la guerra de 1948 ha acompañado todas las batallas de las tropas israelíes, luego de mirar un noticiero con escenas de Yenín declaró a la radio del ejército: «Cuando vi a los palestinos con las manos atadas a la espalda, hombres jóvenes, me dije: es lo mismo que nos hicieron en el Holocausto. Somos un pueblo que atravesó el Holocausto. ¿Cómo somos capaces de hacer esto?» Reuven Rivlin, ministro de Comunicaciones, calificó esas palabras de blasfemia y se suspendió un homenaje a Yarkoni que se venía preparando desde hacía dos años: no por las presiones del gobierno, sino del público». Hasta aquí el relato de Gelman, aunque podríamos seguir leyéndolo, porque cuenta que 43 profesores de la Universidad firmaron una declaración para impedir que el exministro de Justicia de Israel Yossi Beilin pudiera impartir una conferencia en la Universidad Ben Gurion por haber participado en la elaboración de los acuerdos de paz de Oslo. Recuerda también Gelman una frase de Michael Lerner: «Si un pueblo está involucrado en la brutalidad hacia fuera, es seguro que la crueldad y el odio se reflejarán también dentro de esa comunidad». Por cierto, el número de refuzniks es algo así como el uno por mil de los cuatrocientos mil reservistas del Ejército israelí.
(…)
—¿Cómo puede entenderse que gentes que se dicen de izquierda defiendan la existencia de un Estado de base religiosa, que prohíbe el matrimonio civil, que limita los derechos políticos de una parte de su población, que niega la ciudadanía a quienes siempre vivieron allí y la concede en función de la adscripción religiosa, que tiene legalmente regulada la tortura, etcétera?
—Mientras no «refundemos» la izquierda (¿cuándo, cómo y con qué ideas?) todas las confusiones son y serán posibles. En cuanto a Israel, está claro que se trata de un Estado parateocrático en el que se ha perdido (si es que alguna vez la tuvo) una noción consensual de pensamiento de izquierda, tal como, hasta tiempos recientes, lo entendíamos en Europa.
—Se te ha tachado de antisemita. ¿Cuáles son tus sentimientos ante el pueblo judío?
—Llamarme antisemita es una cortina de humo, o simplemente una estupidez malintencionada. En todo cuanto he escrito hasta hoy no se encuentra una sola palabra de donde honestamente se pueda concluir la existencia, en mí, de ese sentimiento. Cuando los judíos creían y difundían que había escrito Ensayo sobre la ceguera pensando en el Holocausto, no me llamaban antisemita. Cuando se decía, sin el más mínimo fundamento, que uno de mis libros lo había escrito en Israel, tampoco me llamaban antisemita. Dicen ahora que lo soy porque esa falsedad conviene a su propaganda.
Pero sí me manifiesto en contra de la incapacidad que están demostrando los israelíes para extraer lecciones de humanidad de los espantosos sufrimientos que padecieron sus antepasados. En lugar de aprender de las víctimas, se han inscrito en la escuela de los verdugos. ¿Que ayer fueron segregados? Ahora segregan. ¿Que fueron torturados? Ahora torturan. Hay un fragmento de El evangelio según Jesucristo en que, indirectamente, coloco a los judíos de cara a su responsabilidad en relación a los palestinos, pero eso no lo entendieron los israelíes. Dos horrores les impiden a los judíos mirarse al espejo: el de Auschwitz y el de su propia conciencia ahora.
—Es desalentador comprobar, como antes decías, qué magras son las filas del verdadero pacifismo israelí, ¿verdad?
—Es que resulta mucho más fácil educar a los pueblos para la guerra que para la paz. Para educar en el espíritu bélico basta con apelar a los más bajos instintos. Educar para la paz implica enseñar a reconocer al otro, a escuchar sus argumentos, a entender sus limitaciones, a negociar con él, a llegar a acuerdos. Esa dificultad explica que los pacifistas nunca cuenten con la fuerza suficiente para ganar… las guerras.
En este caso, además, estamos hablando de un pueblo que vive preso de un imaginario enfermizo que le hace sentirse «elegido» y, por tanto, avalado por una patente de corso de origen divino.
—En cierta ocasión —tú me lo contaste hace meses— te ofrecieron formar parte del cuadro de honor de una fundación norteamericana integrada —tal vez no de derecho, pero sí de hecho— en el lobby sionista estadounidense, y te negaste. Si no me falla la memoria, les explicaste tu negativa haciendo una relectura del mito del enfrentamiento entre David y Goliat, relectura que luego has reflejado en algunos artículos. ¿Podrías recordar aquel episodio?
—Se trataba de la Fundación Raoul Wallenberg. Pretendían nombrarme miembro honorario, y yo rehusé. Añadí que aceptaría con el mayor gusto la invitación el día que una voz de un judío con responsabilidades oficiales y públicas pronunciara una palabra que se oyera en todo el mundo en defensa de los derechos del pueblo palestino. Me dijeron entonces que yo no podía comprender la historia del pueblo hebreo (es un argumento muy usado, ése de que no podemos comprenderlos) y que su lucha había sido siempre la de David contra Goliat, el minúsculo contra el gigantesco, el débil contra el fuerte, etcétera, etcétera. Se me ocurrió entonces (nunca lo había pensado antes) que esa historia siempre había sido mal contada, que, en realidad, el más fuerte de los dos era David, porque tenía un arma, la honda, capaz de herir o matar a distancia. Ante el descontento de las personas que me habían invitado, añadí, irrefutablemente, que David estaba armado con lo que en aquel tiempo, desde la perspectiva de hoy, podía asociarse a una pistola y que Goliat no había tenido siquiera la posibilidad de aproximarse. No creo haberlos convencido, pero sólo porque hay verdades que son difíciles de tragar cuando nos alimentamos espiritual y materialmente de mitos.
—Leí que tus libros han sido retirados de las estanterías de las librerías israelíes, donde venían teniendo una excelente acogida.
—En aquellos días, efectivamente, hubo librerías que, por decisión propia o presión de los lectores, retiraron mis libros. Sé que, en ciertos casos, algunas que habían retirado los libros de los escaparates pasaron después a venderlos por debajo del mostrador…
De todas formas, según me cuentan, en marzo se vendieron en Israel tres mil ejemplares de Todos los nombres. En abril, tras mis declaraciones en Ramala, 280. Eso parece indicar que 2720 lectores estaban equivocados sobre mí y que 280 sabían quién era yo. Ésos son los que me importan.
—He leído que te han reprochado no tener en cuenta que donde tus libros han tenido tradicionalmente más éxito es en Israel, no en Palestina.
—Y yo he respondido que ése es un argumento estúpido y mezquino, que evidencia una mentalidad avariciosa. Es verdad que en Israel no falta dinero para comprar libros, pero yo no comercio conmigo mismo: no me vendo a quien compra mis libros.
De todos modos, que esa gente tan preocupada por mis derechos de autor no se inquiete: mis obras también están traducidas al árabe. Estoy seguro de que algunos de mis libros también circularán por Palestina. Aunque es probable que más de un ejemplar haya quedado enterrado bajo los escombros de Yenín.
—En cualquier caso, no deja de producir una cierta melancolía ver a judíos rompiendo libros, retirándolos de la vista o quemándolos. También eso sugiere paralelismos terribles.
—Este tipo de represalias representa uno de los capítulos más comunes de la interminable historia de la intolerancia. El libro ha sido siempre una de sus primeras víctimas. Cuando se prohíbe un libro, lo que se quiere es eliminar a la persona que lo escribió.
—Un conocido periodista israelí ha escrito que «si Israel es como el IlI Reich, entonces Tel Aviv es como Dresde, con lo que podría ser bombardeada sin remordimientos». Se deduce de ello que, para él, el bombardeo de Dresde fue una decisión justa, lo que implica una traslación de las responsabilidades de los crímenes de Hitler al conjunto de la población alemana de su tiempo. ¿Has percibido un sentimiento generalizado de ese tipo en la opinión pública israelí con respecto a la población palestina? ¿Hay un odio colectivo hacia lo palestino?
—No soy capaz de comprender el raciocinio, si así se le puede llamar, de ese periodista. La rabia debe haberle obstruido el entendimiento. Pasemos, por lo tanto, a otra cosa. Contra los palestinos no hay solamente desprecio, hay también odio. Cuento un episodio ocurrido durante una visita que algunos miembros de la delegación hicimos a la ciudad vieja de Jerusalén. Nos acompañaba un palestino, Elías Sanbar, traductor en Francia del libro de Mahmud Darwish La terre nous est étroite[1]La tierra es estrecha para nosotros.. En cierto momento, un judío que pasó junto a nosotros pronunció una palabra hebraica que evidentemente no podíamos entender. La expresión del rostro de Elías Sanbar me hizo preguntarle qué era lo que el hombre había dicho, y Sanbar respondió: «Dijo: «Cortar el cuello»; se dio cuenta de que yo era árabe». Cortar el cuello, lo mismo que degüello. Se dirá que se trata de un caso aislado. Yo preferiría llamarlo sintomático.
—Tú no sólo hablaste de “nazi-judíos”, sino que también comparaste al régimen de Tel Aviv con la Sudáfrica del apartheid, aunque esa otra observación, que tus compañeros de expedición suscribieron en el manifiesto que hicisteis público antes de la visita, apenas fue comentada. Sin embargo, me pregunto si esa otra comparación es correcta. Pretoria no practicó realmente el apartheid, dígase lo que se diga, sino la segregación: «Para blancos, para negros». Quería que hubiera negros, sólo que «en su sitio». Es Israel la que ha aplicado un verdadero apartheid, procediendo a la expulsión de la «raza maldita». Entre 1947 y 1949, más del 50 % de la población árabe fue echada de Palestina. Unas setecientas mil personas. Eso sí se atiene a la literalidad del apartheid. Podría hablarse incluso de limpieza étnica.
—No fui yo el que usó por primera vez las palabras «nazi- judíos», sino un judío, una gran figura intelectual y moral, el profesor Leibowitz (fallecido en 1994), que, en un ensayo que provocó una enorme polémica en Israel, acusó al Ejército israelí de «judío-nazi». Si todavía estuviera vivo, ¿cómo calificaría el profesor Leibowitz las más recientes acciones bélico-terroristas de los militares israelíes? En cuanto al apartheid, analizar sus contenidos ideológicos y programáticos está fuera del ámbito de esta respuesta. Sin embargo, no veo grandes diferencias entre apartheid y segregación, una vez que, en principio, se «limitan», uno y otro, a prácticas que niegan lo que Pierre Bourdieu expresó en esta fórmula brillante: «El otro es como yo y tiene el derecho de decir «yo»». Si Israel hubiera simplemente «empujado» a los palestinos hacia Cisjordania y la Franja de Gaza, podríamos hablar, indistintamente, con razonable precisión, de segregación o apartheid, pero lo que en realidad pasa es algo diferente y peor: Israel no quiere tener a los palestinos como vecinos; quiere que desaparezcan del «paisaje». En una entrevista dada al Diário de Notícias de Portugal el 7 de abril, Adiel Mintz, presidente del Yesha Council, organización gubernamental que administra los asentamientos judíos en Cisjordania y en la Franja de Gaza, a la pregunta del periodista: «¿Tiene proyectos para construir nuevos asentamientos?», respondió lo siguiente: «Me gustaría traer un millón más de personas a Judea y Samaria en los próximos diez o quince años. Pero, principalmente, ampliando las comunidades ya existentes». No se puede ser más claro en cuanto al futuro que Israel ha diseñado para los palestinos, si le dejan las manos libres…
—Te han acusado de haber sucumbido a «la propaganda barata palestina», y has contestado que prefieres «la propaganda barata palestina a la propaganda cara israelí». Háblanos del poder del aparato propagandístico sionista a escala internacional. ¿Existe? ¿Lo has podido percibir? ¿Sientes que estás en su punto de mira?
—No me doy a mí mismo la importancia de pensar que me encuentre en las miras del sionismo. Para ellos soy una mosca impertinente, inesperadamente incómoda, nada más. En cuanto al poder del «aparato propagandístico sionista internacional», véase este simple ejemplo. Una reciente manifestación de judíos en Washington fue noticia de primera página en The New York Times, al tiempo que otra manifestación, ésta a favor de los palestinos, realizada dos días después, no mereció más que una lacónica referencia en la página trece… Dos pesos y dos medidas: ninguna objetividad, ninguna imparcialidad.
Sobre mi reacción a la acusación del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel de haber sido «víctima de la propaganda barata de los palestinos», lo que respondí exactamente fue lo siguiente: «Prefiero ser víctima de la propaganda barata de los palestinos a ser cómplice de la propaganda cara de Israel». Los hechos sucedidos desde ese día no me han hecho cambiar de postura ni de opinión.
(…)
—¿A qué cabe aspirar?
—A corto plazo, el objetivo deseable y posible es que los palestinos vean reconocido su derecho a tener un Estado digno de ese nombre, con fronteras seguras y claramente definidas. Definidas por los dos lados.
A más largo término, aspiro a que las dos comunidades vivan juntas y en paz. Quizá algún día, en el futuro, evocando todos los muertos del presente, recordándolos y llorándolos, palestinos y judíos sean capaces de establecer una relación que merezca llamarse fraternal.¡Todavía no nos han privado del derecho a soñar!
Notas
↑1 | La tierra es estrecha para nosotros. |
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