Grieta y fragmentación

La «grieta» es una maniobra política y discursiva exitosa de la derecha para instalar que existe una sola mirada válida de la realidad nacional (la del poder económico concentrado), que implícitamente niega la democracia como espacio de la diversidad. La fragmentación, en cambio, es la manifestación del fracaso de la gestión política y de la dirigencia política y social para generar procesos de debate y confluencia en la diversidad.

La campaña electoral debería ser ante todo un tiempo de propuestas y de construcción de escenarios de futuro para el discernimiento ciudadano. Sin embargo, en muchas ocasiones es una oportunidad para que salgan a flote las peores versiones de los errores y limitaciones que padece la sociedad. Todo indica que la escena vuelve a repetirse. Lo que está ocurriendo en Jujuy, incluyendo allí el sobrepaso de todo límite admitido por la democracia en materia de violación de derechos, las reacciones políticas frente a los hechos y la manipulación mediática de los acontecimientos, es un buen ejemplo de ello.

Tal como lo manifestó hace un tiempo Eduardo Rinesi, educador y politólogo, «la grieta» ha sido «un concepto de un gran éxito político, retórico y publicitario de cierto sector político». Se podría agregar que en torno a la grieta se ha construido una maniobra política y discursiva destinada a proponer que en realidad existe una sola mirada válida, la misma que se presume como la única verdadera, sobre el mundo, la sociedad y la manera de gestionar la política. En consecuencia quien no está de acuerdo con esa perspectiva es —por este solo hecho— un enemigo, una enemiga, en lo social, lo político y lo cultural. Hasta su opinión —afirman— es perniciosa para el sistema democrático y por este motivo tiene que ser descartada. Se llega al extremo de propugnar que tienen que ser eliminados quienes la promueven.

Asumir como válida esta mirada es, ni más ni menos, que negar la democracia como espacio de la diversidad; es decir, un escenario político y social que requiere de procesos de debate, de discusión y, por supuesto, de construcción colectiva a partir de las diferencias. En eso consiste la lucha política.

Nada de lo anterior va en contra del diálogo y la búsqueda de acuerdos en el ámbito de la política. Pero ello solo es posible cuando hay disposición de la partes para arribar a coincidencias —así sean básicas— para gestionar en cualquier ámbito y en función de un bien común. En democracia, los acuerdos mínimos tendrán que garantizar la vigencia integral del conjunto de los derechos humanos. Siempre en el entendido de que los derechos están por encima de cualquier interés personal o de grupos.

Tal como también lo señala Rinesi, «es de una ingenuidad infantil» imaginar que todos y todas podemos estar de acuerdo en una sociedad que es evidentemente injusta y desigual.

De allí que la instalación de la cuestión de «la grieta» como un tema central de la agenda política ha sido un triunfo de los sectores de derecha respaldados y apoyándose en grupos de poder económico y operados por el poder mediático. Y ha sido un error y, cuando menos, falta de astucia y habilidad de los actores del campo popular ingresar en esa disputa. Lo sigue siendo en medio de la actual contienda electoral.

Menos debatida pero más cruelmente real es la fragmentación que se observa en todo el espectro político, sin distinción de carteles y banderas. Desde la extrema derecha hasta la izquierda en todas sus manifestaciones.

La fragmentación no es el resultado de la grieta. Es la exposición del fracaso de la gestión política y de la dirigencia política y social para generar procesos de debate y confluencia en la diversidad. Inhabilidad para comprender y analizar la complejidad inherente a los problemas de la vida cotidiana y construir —aún desde perspectivas que no pueden ser coincidentes en un cien por ciento— horizontes de futuro que necesitan de puentes confiables hacia proyectos que den satisfacción a las necesidades y demandas de la ciudadanía.

De la fragmentación no se sale apenas con acuerdos políticos electorales que dejen conformes a quienes los negocian. Su supera mediante propuestas programáticas inspiradas y apoyadas en la escucha del sentir popular y en la construcción de estrategias creíbles de superación de los problemas.

La fragmentación es un síntoma de la crisis política e institucional por falta de proyectos de transformación. Por ese mismo motivo las diferencias y los debates —aún dentro de los espacios propios— son pobres y ligados más al protagonismo personal, a la lucha de egos y de intereses personales al margen de las urgencias de la mayoría de la población.

La fragmentación tal como hoy aparece es una demostración de la incapacidad (o la falta de voluntad) para generar mecanismos que permitan el recambio de la dirigencia, el surgimiento de nuevos estilos y otras figuras de conducción. Es también un dato de una micropolítica de segundo orden que no desaprovecha oportunidades para seguir desprestigiando a la política misma y que, lamentablemente, abunda en el descrédito de sus dirigentes, en un momento en el que es necesario alzar la mirada y escuchar a la ciudadanía como única manera de convocar detrás un proyecto colectivo que encarne cambios sustanciales y vuelva a entusiasmar a la mayoría.

Habrá que seguir esperando… y confiando. Aunque no parece ser que se esté en ese camino.

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Washington Uranga

Periodista, docente e investigador de la comunicación. Doctorado en Comunicación por la Facultad de Periodismo y Comunicación Social UNLP.

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