El año en que el periodismo de ciencia se hizo fuerte contra la desinformación
Los datos sobre el coronavirus ocuparon el pasado año un espacio mediático tan vasto que incluso se alertó del riesgo de sobredosis informativa. La pandemia confirmó la necesidad de periodistas especializados en ciencia, y elevó hasta un nivel máximo de exposición y responsabilidad su labor. Frente a ella, el ruido procedente de diversas fuentes: la sobreexposición mediática, la infodemia, la polarización en los discursos y la desinformación.
No hay duda de que 2020 fue un año crucial para el periodismo de ciencia. Nunca antes habíamos trabajado con un ritmo tan intenso y durante un tiempo tan prolongado, como lo estamos haciendo durante la pandemia de la COVID-19. Ni siquiera en la crisis de Fukushima de 2011, cuando cubrimos en directo el desastre de aquella central nuclear japonesa cuyos reactores iban fundiéndose poco a poco y la información nos llegaba con cuentagotas. Tampoco habíamos tenido jamás tantas miradas puestas en nuestras informaciones, día tras día, durante meses; ni con un público tan ávido de respuestas y soluciones a esta gran crisis mundial que está dándole la vuelta a todo.
El pasado año, los ciudadanos buscaron activamente información diaria sobre la actualidad sanitaria: mortalidad, letalidad, tasa de incidencia, cómo aplanar la curva… Los datos sobre el coronavirus ocuparon un espacio mediático tan vasto que incluso se alertó del riesgo de sobredosis informativa. Pero ese mismo público sediento de cifras también buscó informarse de temas en profundidad sobre test de detección, reinfecciones, sistemas de ventilación, el sistema inmunitario, la física de los aerosoles, la historia de las pandemias y el desarrollo de vacunas y tratamientos. Y lo hizo independientemente de su interés previo por el mundo científico. Porque hacía falta algo más que conocer los datos de contagios y muertes; hacía falta comprender qué estaba pasando. Todos tenemos la sensación de que, si comprendemos, tenemos alguna posibilidad más de controlar algo en medio de la incertidumbre.
La pandemia nos ha confirmado la necesidad de periodistas especializados en ciencia, y nos ha elevado hasta un nivel de exposición y de responsabilidad máximo. Y nos alegramos, porque hemos comprobado que nuestro trabajo es indispensable para explicar y entender la sociedad actual.
Partíamos de una buena base. En los últimos quince años, ha crecido el número de periodistas de ciencia, ha aumentado la cobertura de nuestros temas en medios nacionales y nos hemos acostumbrado a recibir la atención que reivindicaban las generaciones precedentes de profesionales.
Sí, la ciencia era noticia antes del nuevo coronavirus. En aquel mundo precovid que ya nos cuesta recordar -un mundo sin mascarillas, lavado de manos constante, distancia social, grupos burbuja ni ventanas abiertas-, los contenidos de ciencia interesaban diariamente a un público más o menos amplio, dependiendo de la línea editorial de cada periódico o de la audiencia de cada programa; y las noticias de ciencia solían tener picos de éxito solo en momentos puntuales.
Estos récords de visitas normalmente estaban asociados a grandes anuncios, como el del descubrimiento del bosón de Higgs en 2012 o la primera observación directa de las ondas gravitacionales en el año 2015. Curiosamente, son temas que la gran mayoría del público general no entiende del todo -porque entender la ciencia del todo no es necesario para que sea estimulante, interesante y noticiosa-, pero que resultan fascinantes. Quizá más, precisamente, porque tocan la fibra sensible del misterio intelectual y la curiosidad por el universo.
En otras ocasiones, las noticias más leídas en ciencia provienen de organismos y agencias reguladoras internacionales que hacen temblar la sensación de seguridad con la que solemos vivir; por ejemplo, cuando en 2015 la Organización Mundial de la Salud anunció que la carne roja y procesada es cancerígena, y lo es, por mucho que nos pese.
No obstante, si la ciencia ha ocupado portadas, la mayoría de las veces ha sido en grandes crisis. Crisis ambientales, como la mencionada de Fukushima en 2011 o la del Prestige en 2002; crisis alimentarias, como la provocada por el brote de listeriosis de 2019 o la mal llamada crisis del pepino de 2011, y crisis sanitarias, como esta que estamos viviendo, que es además una crisis económica, social y política de ámbito mundial. Llamamos a la ciencia cuando esperamos que nos ayude a explicar qué podemos hacer ante problemas o tragedias. Y la llamamos con urgencia.
La ciudadanía quiere que la ciencia le proporcione respuestas, soluciones y certezas para enfrentarse a grandes problemas y a una incertidumbre insoportable; y no es un capricho, lo quiere porque le hemos contado que la ciencia puede hacer eso.
Posiblemente no le hayamos contado con el mismo énfasis, o quizá no de una manera tan entusiasta, que la ciencia es un proceso de discusión en el que no suele haber acuerdos unánimes, sino consensos asumidos por la comunidad; no es monolítica ni posee verdades absolutas, sino que se corrige así misma; en ciencia el error es parte del proceso y, además, tiene ritmos que a veces no pueden acelerarse. Se le ha exigido a la ciencia un poder de predicción absoluto que no posee y, como consecuencia, muchos han bajado a la ciencia del pedestal en el que la tenían (mal) ensalzada. Y esa frustración deja un hueco para la desconfianza que aprovechan bien los difusores de la desinformación.
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