Lo que el corralito nos dejó

A veinte años del corralito financiero y la protesta de ahorristas bancarios, esta nota analiza el modo en que el relato mediático transformó al dólar en un actor integrado a la mesa familiar y a la vida cotidiana de la Argentina.

El año 2001 pasó a la historia como aquel en el que batimos muchos récords: por primera vez una decisión presidencial dispuso el recorte nominal de los salarios, jubilaciones y contratos pagados por el Estado nacional; más de una decena de provincias, incluida la de Buenos Aires, emitieron bonos provinciales destinados a ser usados como medio de pago corriente; se impuso un límite semanal al retiro de efectivo de las cuentas bancarias y se congelaron los depósitos a plazo fijo. Y finalmente, cuando ya todo había estallado por el aire, 5 presidentes se sucedieron en el cargo a lo largo de diez días.

La Argentina entraba en el siglo XXI sumergida en la peor crisis económica y política de su historia, en la que se combinaban problemas estructurales con dinámicas más novedosas, consecuencia directa de los diez años en que -otro récord- la inflación había dejado de encabezar las preocupaciones de la población y el valor del peso era idéntico al del dólar: el célebre «uno a uno». Las marcas de los acontecimientos de ese año que vivimos en peligro pueden encontrarse en muchas partes; también en el lenguaje: default, riesgo país, cuasimonedas, corralito, corralón, pesificación fueron las palabras que hilvanaron la crónica periodística de esos meses en que la economía se desmoronó y las que nos quedaron indefectiblemente asociadas a ese momento.

Pero la crisis de 2001 no se jugó únicamente en los escritorios de los funcionarios y los monitores de la City; su pulso también se midió en la calle. Cada día del verano caliente de 2002 estuvo sacudido tanto por las medidas con las que el flamante gobierno de Eduardo Duhalde intentaba ordenar la economía como por las movilizaciones de numerosos grupos y organizaciones golpeados por la crisis. Algunos, como los trabajadores desocupados, venían ocupando el centro de la escena de protesta desde hacía varios años ya. Otros, en cambio, fueron literalmente hijos del 2001.

Cuando hace 20 años, un sábado de diciembre por la mañana, Domingo Cavallo anunció al país la prohibición de retirar más de $ 250 (o dólares) semanales de las cuentas bancarias, probablemente no imaginó que estaba dando el impulso inicial a la que sería una de las grandes novedades del ciclo de movilización social inaugurado con la crisis: la protesta de los ahorristas bancarios.

El reclamo de depositantes desesperados frente a las persianas de entidades bancarias en quiebra había sido parte de la postal financiera de los 80 y los 90. En 2001, la historia se repetía amplificada: no se trataba de un único banco y, sobre todo, no había quiebra. «Chorros, chorros, chorros, devuelvan los ahorros», coreaban los ahorristas enardecidos mientras sostenían pancartas que exigían: «Pusimos dólares, queremos dólares».

Aunque la memoria suele reunir todas las medidas bajo una única etiqueta (la del «corralito») los ahorristas bancarios protestaban por una serie de disposiciones que entre diciembre de 2001 y enero de 2002 habían sucesivamente fijado un límite para el acceso al dinero en efectivo, pesificado depósitos en dólares a un tipo de cambio inferior al del mercado y reprogramado el vencimiento de los depósitos a plazo fijo con pagos en cuotas y en pesos de los saldos correspondientes.

En un contexto donde el setenta por ciento de los depósitos bancarios eran en dólares, el impacto de las medidas fue enorme. El régimen de convertibilidad establecido en abril de 1991 no solo había fijado el tipo de cambio y lo había utilizado como ancla para controlar la inflación, también había legalizado el funcionamiento bimonetario de la economía. En el caso de los depósitos, las crisis internacionales primero y las turbulencias vividas durante todo 2001 después no habían hecho más que acentuar esa dolarización que el uno a uno habilitaba.

La presencia de los ahorristas en la calle, descargando su ira contra las fachadas de los bancos, no era entonces sino un efecto más de las condiciones creadas por la convertibilidad. Quienes protestaban no exigían únicamente el acceso a sus depósitos; reclamaban dólares. Por primera vez en la historia argentina el dólar era protagonista de la movilización callejera y su nombre se invocaba desde la gramática de un reclamo de derechos.

Genealogía de un reclamo

En sí mismo, el recurso al dólar como instrumento de ahorro estaba lejos de ser una novedad. Detrás de esa práctica, que los persistentes niveles de inflación de la década del ’80 habían contribuido a consolidar, había un largo proceso de popularización de la moneda norteamericana desplegado a lo largo de medio siglo.

En efecto, para que trabajadores y jubilados de clase media se volcaran al ahorro en dólares no bastó con que devaluaciones recurrentes y niveles elevados de inflación minaran el poder de compra de los salarios. También fue necesaria la transformación de aquel instrumento financiero en un elemento familiar, comprensible y también manipulable aún por parte de aquellos habitualmente alejados del mercado financiero.

En ese recorrido, que puede pensarse como un lento y progresivo aprendizaje, los medios de comunicación desempeñaron un rol fundamental. En primer lugar, porque mucho antes de integrarse de manera más o menos generalizada en los repertorios financieros de los argentinos y de convertirse en la moneda dominante de mercados claves como el inmobiliario, el dólar fue, sobre todo, una información. Una cifra clave.

Desde los años sesenta, el público lector de los periódicos aprendió a ver en la cotización del dólar un dato capaz de hablar de la economía cotidiana: un número que no sólo refería a la macroeconomía, sino que también permitía evaluar la evolución de los precios minoristas; que hablaba del comercio exterior y también del mostrador del almacén.

En segundo lugar, los medios fueron relevantes en la medida en que lograron interesar en los avatares del mundo de las finanzas a un público cada vez más amplio y menos especializado. Para ello, fue el propio perfil del periodismo económico el que se transformó, dando lugar a formas de narrar que se alejaron del lenguaje codificado para mostrar algo de la trastienda de esos números que, periódicamente, hacían sonar alarmas gubernamentales generando enormes pérdidas y también ganancias.

Mientras los estrangulamientos recurrentes de la balanza de pagos tensionaban el mercado cambiario y la inflación pulverizaba de a poco o de golpe los ingresos de los argentinos, cronistas y noticieros, publicistas, ilustradores y especialistas devenidos divulgadores contribuyeron a que el billete verde fuera tan familiar como cualquiera de los que se guardaban en nuestras billeteras.

Cuando en 1991 los ideólogos de la convertibilidad ataron las manos de la autoridad monetaria, fijaron el tipo de cambio y legalizaron la utilización del dólar para cualquier transacción dentro de la economía local se apoyaban, efectivamente, en una historia previa. Pero al mismo tiempo, le agregaban un capítulo nuevo. Ahorrar, invertir y también endeudarse en dólares en la economía argentina no era solo una estrategia posible sino también una alternativa institucionalizada, que venía a poner orden y a ofrecer garantías frente al caos que había implicado la hiperinflación de 1989 y 1990.

La salida de la convertibilidad en enero de 2002 (y el corralito que la había anunciado un mes antes) marcó entonces, entre otras cosas, el fin de una promesa: la del dólar como un pasaporte de libre acceso para ponerse a salvo de los vaivenes de la economía argentina. Desde entonces, cada cambio en la reglamentación del mercado de cambios revive —en la calle y en los medios— los mismos ecos: las medidas no se comentan con la jerga de las finanzas sino en el lenguaje de los derechos. Veinte años después, eso es lo que el corralito nos dejó.

Mariana Luzzi | Revista Plaza

https://plazarevista.com.ar/

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