La educación perfecta
Ronald fue uno de los tantos veteranos de guerra que conocí, desde Vietnam hasta Afganistán. Algunos de ellos se convirtieron en militantes contra las guerras de los ricos; otros trataron de justificar la pérdida de una pierna o de una vida antes del suicidio.
Por alguna razón, la discusión sobre el golpe de Estado de 1976 en Argentina había derivado a la educación familiar. Ronald (su nombre era otro) levantó una mano y expuso su teoría de la educación de los hijos y el impacto en el destino de una sociedad y de una nación. Ese mito popular de «la familia es la base de la sociedad».
Tenía 22 años. No tenía hijos, dijo, pero había sido educado por dos padres que nunca le habían dado un chancletazo, ni cuando él le había gritado a su padre el clásico n’gger motherfucker (traducción literal: negro violador de tu madre). En castellano no existe una ofensa tan obscena.
Sus padres ni siquiera le habían levantado la voz para corregirlo. Habían apelado al modelo clásico de psicología Disney, tratando de comprender su frustración. En su casa, todo se discutía de forma democrática.
―Pero una familia no es una democracia ―observé.
―En la mía sí. No todas las familias son iguales…
―Cierto. Tampoco todos los hijos ni todos los padres son iguales…
Por entonces, Ronald era muy joven; no tenía hijos, lo cual no lo inhabilitaba para opinar sobre cómo educar a un hijo. Pero sí para moralizar. En realidad, todos estamos inhabilitados para moralizar, sobre todo en asuntos que ignoramos tanto, como lo es la vida privada de nuestros vecinos.
―Mis padres ―cortó Ronald, con la fe de los convencidos― siempre estuvieron en contra de toda forma de violencia en la educación…
En este momento, se detuvo dos segundos y otro estudiante aprovechó para apoyar con más ejemplos personales a su compañero. Creo que alguien mencionó a la Madre Teresa, quien no había tenido hijos pero igual había sido madre. Una madre terrible, habría que agregar, como Santa Teresa unos siglos antes. Como algunos curas célibes, pero no abstemios, a quienes todos llaman padre mientras dan consejos matrimoniales y clases de educación sexual.
No recuerdo qué dijo la estudiante sobre sus padres en Nebraska, porque me quedé pensando en Ronald. El joven sufría de trastorno postraumático. El día que pasé la película Missing (sobre el golpe de Estado en Chile, con Jack Lemmon) salió del auditorio corriendo. Luego me dijo que por su condición no podía presenciar escenas violentas porque él mismo perdía el control y se ponía violento.
Yo conocía a Ronald bastante bien porque había estado muchas veces en mi oficina y muchas veces habíamos terminado hablando de su experiencia en Irak. Lo habían enviado a esa guerra justificada con mentiras, como casi todas, de donde volvió con ese trauma o trastorno que parecía no tener cura. Los jóvenes sobrevivientes de esa y otras guerras que conocí (algunos muertos en vida) creían saber de qué se trataba todo, aunque solían ocupar sus días disparando al enemigo, hasta agotarse, o cargando el cuerpo de algún compañero caído. Algunos pocos entendieron que, en realidad, como decía Mohamed Alí, habían ido al otro lado del mundo a matar y a morir por los poemas de siempre: Dios, la patria, la libertad, la democracia y la seguridad nacional. Los otros, lo último que querían escuchar era que habían sido apenas peones de un viejo ajedrez.
Ronald fue uno de los tantos veteranos de guerra que conocí, desde Vietnam hasta Afganistán. Algunos de ellos se convirtieron en militantes contra las guerras de los ricos; otros trataron de justificar la pérdida de una pierna o de una vida antes del suicidio. Miles de ellos (16000) se suicidan cada año en Estados Unidos, pero los medios prefieren enforcarse en noticias de verdad. Junto con sus psicólogos del gobierno, muchos de estos combatientes se convirtieron en distintos personajes de mis novelas, como Crisis y El mar estaba sereno. Creo que no había otra forma explorar el problema desde su interior.
Ahora, Ronald es pastor de una iglesia en Texas. Probablemente eso lo salvó del suicidio o los psicólogos del gobierno lograron controlar su estrés postraumático. Su prédica de la no violencia de Jesús no le impide, ni a él ni a sus feligreses, acumular armas de guerra en sus casas, sólo por las dudas, por si un día deben defender la libertad contra otros compatriotas que no están pensando igual. Como en los videos tóxicos y virales donde un pobre muchacho es acosado por los bullies y al final los revienta a todos con elegantes patadas, Roland le enseña a sus hijos las virtudes de la educación libre de todo tipo de violencia que le enseñaron sus padres. Hasta que sea necesario recurrir a la solución de siempre, siempre en defensa propia. ¿Tenemos derecho a defendernos, o no?
Los padres de Ronald lo habían educado con amor, sin violencia. Amor al diálogo, a las armas, pero solo para protección personal y para proteger la libertad. Amor a Jesús, pero no amor de Jesús. Una educación amablemente construida en la pulcra y orgullosa devoción en la iglesia los domingos, en las bucólicas cenas de thanksgiving en noviembre y en los videojuegos casi todos los días.
Videojuegos y educación en valores de la no violencia, como el que siguió jugando Ronald cuando lo enviaron a Irak. Sólo que, cada vez que apretaba un botón, los otros jugadores morían de verdad. Como decía el Andrew Jackson de los billetes de veinte dólares, cuando aseguraba que debió tomar las tierras de los salvajes para dárselas a «los amantes de la libertad» y el bueno de Winston Churchill, cuando recomendaba usar armas químicas, era un sacrificio necesario para suprimir a los salvajes que no entienden eso de la civilización y la no violencia.
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