IA = inteligencia adicta

La inteligencia artificial (IA) no es magia. Se trata de programas muy sofisticados que permiten calcular, predecir y analizar artificialmente lo que los humanos tardamos años, décadas o toda una vida en realizar. Su existencia y funcionamiento depende no solo de las personas que la diseñan e implementan, sino también de los datos y una descomunal capacidad informática para procesarlos. El costo que estamos pagando, como mostramos en esta nota es, por cierto, muy alto.

Materiales

El desarrollo tecnológico permitió encontrar nuevos minerales más eficientes para construir la tecnología de procesamiento y almacenamiento de datos. Estos minerales no se encuentran en estado puro en la naturaleza, sino que forman parte de óxidos o silicatos y muchas veces son impurezas que se encuentran presentes en las llamadas «tierras raras», un lodo cuyo refinamiento permite obtener elementos con propiedades electroquímicas y magnéticas únicas que los hacen muy preciados por la industria electrónica.

Al otro lado del Atlántico, el «triángulo del litio» situado en el norte de Argentina, Chile y sur de Bolivia, es la principal reserva mundial de este mineral necesario para mantener encendidos los teléfonos y dispositivos que producen datos sobre los que se alimenta la IA. Además, el litio es fundamental para reducir drásticamente las emisiones de carbono y ayudar a la visión global compartida por las Naciones Unidas para 2030.

Con una industria voraz y en ascenso, el impacto ambiental de la extracción y procesamiento de estos recursos es significativo: en todos lados causan contaminación del agua, degradación del suelo y problemas en la salud de las comunidades locales. No obstante, su integración en la cadena de suministro global es tan central, que allí donde se encuentran reavivan tensiones geoestratégicas y conflictos armados.

Energía

La IA se entrena para aprender a predecir correctamente un resultado y en el proceso devora energía. Pero lo que más aumenta la huella de carbono es su uso cotidiano en búsquedas, juegos, redes sociales y la automatización e interoperabilidad de plataformas de todo tipo, financieras, industriales, informacionales, etc. «Estamos viendo que las personas utilizan modelos generativos de IA sólo porque sienten que deberían hacerlo, sin tener en cuenta la sostenibilidad», afirma Sasha Luccioni, líder climática de la empresa de IA Hugging Face, una de los pocas investigadores contratados por empresas para intentar evaluar las emisiones generadas en sus modelos de IA.

Toda esta potencia de cálculo es tan grande y descomunal que deja huellas a la vista. Los servidores de OpenAI en los que funciona ChatGPT demandan 564 MWh (Patel & Ahmad, 2023), equivalente al consumo energético anual de sesenta mil familias argentinas. Solo el entrenamiento del modelo GPT-3 requirió la misma energía que fabricar 370 coches BMW o 320 vehículos eléctricos Tesla. O medido de otro modo, implicó emitir a la atmósfera más de quinientas toneladas métricas de CO2 lo mismo que producen dos mil viajes en auto de Buenos Aires a Mar del Plata. Y esto analizando sólo dos modelos conocidos, de los muchos que están en desarrollo.

Agua

Tal vez el secreto que rodea a la «caja negra» de la IA llevó a la reconocida investigadora de la Universidad de Yale, Kate Crawford, a preguntarse dónde está ubicada materialmente la IA. En su Atlas de la inteligencia artificial [1]Crawford, K. (2021). Atlas de la IA: poder, política y los costos planetarios de la inteligencia artificial. Yale University Press. señala que las instalaciones y centros de datos se sitúan principalmente en regiones donde la electricidad es más barata y cerca de fuentes de agua dulce para refrigerar los equipos. Basta con buscar «Utah Data Center» en Google Maps para encontrar que la National Security Agency (NSA) ubicó uno de sus preciados centros de datos de IA entre dos inmensos lagos de agua dulce en Bluffdale, Utah, en una instalación de más de 110.000 metros cuadrados que en 2015 —según Crawford— consumía diariamente casi 6.500.000 de litros de agua al día para enfriar sus instalaciones.

Para llevarlo a un terreno doméstico… Cada conversación simple de aproximadamente veinte a cincuenta preguntas y respuestas «bebe» medio litro de agua. Cuántas interacciones diarias con la IA realizan solo las personas (sacando de lado a las interacciones automatizadas por otras IA y sistemas informáticos, cuya escala es difícil medir) dependerá de multiplicarlo por los cientos de millones de personas que se vuelcan frenéticamente a su uso gracias a la descomunal campaña de marketing y desarrollo de la llamada «industria 4.0».

Costos

Estimar el impacto ambiental de la IA es necesario, no sólo para cuidar el planeta, sino también para entender cuales son los verdaderos costos de esta nueva aventura de la humanidad.

En 2012, cuando la IA aún no estaba siquiera en el radar del gran público, OpenAI estimó que la cantidad de cómputos usados para entrenar a un solo modelo de IA se multiplicaba por diez cada año. Este crecimiento exponencial se explica porque los programadores encuentran más y más maneras de usar más chips de procesamiento en paralelo para acelerar el cálculo de las redes neuronales.

El desarrollo de cada nuevo modelo de IA insume cientos de millones de dólares (para desarrollar ChatGPT-4 se habrían utilizado más de veinticinco mil GPU A100 de Nvidia a un valor por unidad de u$s 10.000). Los actores y fondos de inversión que apalancan su financiamiento son muy pocos y el marketing detrás de la IA nunca va a reflejar los impactos ambientales que genera.

En 2019, un equipo de la University of Massachusetts Amherst, liderado por la investigadora de IA Emma Strubel, se enfocó en tratar de comprender la huella de carbono de los modelos de procesamiento del lenguaje natural (PLN) y esbozaron algunas estimaciones ejecutando modelos de IA durante cientos de miles de horas computacionales. Descubrieron que al ejecutar un solo modelo de PLN se producían más de 660.000 toneladas de emisiones de dióxido de carbono, el equivalente a toda la vida útil de cinco automóviles a nafta (incluida su fabricación) o a 125 viajes de ida y vuelta desde Nueva York a Beijing en avión.

En China, según Greenpeace, la industria de los centros de datos está conformada por grandes compañías —que no escapan a los controles estatales— entre las que se incluye Alibaba, Tencent y GDS. Ellas obtienen el 73 % de su energía del carbón. En 2018, China informó que emitió alrededor de 99.000.000 de toneladas de CO2 y se estimaba que aumente dos tercios el consumo de electricidad de sus centros para 2023.

En Occidente, las principales compañías del sector, como Microsoft, Google y Amazon tienen otros modos: compensan su huella de carbono comprando «créditos ambientales» mientras otorgan las licencias de sus plataformas de IA a compañías de combustibles fósiles para ayudarlas a ubicar y extraer combustible del suelo, lo que impulsa todavía más a la industria hacia una mayor responsabilidad en el cambio climático antropogénico (Crawford, 2022).

Inferencia

Contrariamente al sentido común y por más contradictorio que parezca, la realidad que la IA nos propone frente a la pantalla es una construcción caprichosa. Al usarla jugamos a ser amos, escribimos deseos en un prompt y ella obedece; bien o mal —no importa— obedece. Con ella somos más eficientes que ayer, pero menos que mañana. Gracias a ella ganamos la libertad de mandar. Y estamos dispuestos a pagar el precio que sea, aunque ello suponga la destrucción de la biósfera planetaria y de nuestra propia subjetividad. Con la innovación como premisa y la generación de riqueza como baluarte, así es como doblegamos el planeta ante la lógica de acumulación de riqueza, cada vez más concentrada y totalmente fuera de control.


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Notas
Notas
1 Crawford, K. (2021). Atlas de la IA: poder, política y los costos planetarios de la inteligencia artificial. Yale University Press.

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