Crisis en el sionismo, ¿oportunidad para Palestina?
El historiador israelí Ilan Pappé repasa los casi cien años de historia de la lucha anticolonial palestina. El siguiente texto, publicado por el medio digital español CTXT,[1]https://ctxt.es/ es una transcripción de la conferencia que Pappé ofreció en la Universidad de Berkeley, California, el pasado 19 de octubre de 2023.
Les agradezco mucho que nos dediquen su tiempo en este momento tan crucial y doloroso de la historia de Israel y Palestina. Antes del 7 de octubre de 2023, la mayor parte de la sociedad judía israelí observaba con cierto temor y aprensión la situación creada durante las últimas semanas de este mes, y el principal debate en Israel versaba sobre su futuro. Las manifestaciones semanales de cientos de miles de israelíes formaban parte de un movimiento de protesta contra el intento del Gobierno de cambiar la legislación constitucional en Israel y de crear un nuevo sistema político mediante el cual los poderes políticos tendrían un control total sobre el sistema judicial y la esfera pública estaría mucho más controlada por grupos judíos mesiánicos y religiosos.
En uno de mis artículos describo esa lucha particular por la identidad de Israel —que era el tema principal hasta el 7 de octubre de 2023— como una lucha entre el Estado de Judea y el Estado de Israel. El Estado de Judea lo establecieron los colonos judíos en Cisjordania y era una combinación de judaísmo mesiánico, fanatismo sionista y racismo que se convirtió en una especie de estructura de poder que se hizo mucho más notoria e importante en los últimos años —especialmente bajo el gobierno de Netanyahu— y que estaba a punto de imponer su forma de vida al resto de Israel más allá de lo que llamamos Judea y, en cierto sentido, más allá de Cisjordania o del espacio judío en Cisjordania. En su contra se alzó el Estado de Israel o, si se quiere, la ciudad de Tel Aviv, su mayor exponente. La idea de que Israel es pluralista, democrático, laico —y lo más importante, occidental o europeo— y que está luchando por su vida contra el Estado de Judea parecía ser el foco de atención de lo que podríamos llamar, si no una verdadera guerra civil, al menos una guerra civil fría, sin duda una guerra cultural entre los judíos israelíes, entre ellos mismos.
Cuando algunas personas preguntamos a los dos bandos de este conflicto interno israelí si, por ejemplo, la ocupación de Cisjordania no debería formar parte del debate sobre el futuro de Israel, se nos respondió que no, que ninguna de las partes debía mencionar la ocupación, que es irrelevante para el futuro de Israel. De hecho, a cualquiera que intentara introducir el tema de la ocupación en las protestas semanales contra la reforma judicial o «revolución judicial», como les gusta llamarla, se le pidió que se marchara y que no se dejara ver con el grupo más numeroso de manifestantes que ondeaban la bandera israelí. Sin duda, si alguien llevara la bandera palestina a esa manifestación, recibiría una paliza y le echarían, del mismo modo que si alguien mencionara el hecho de que tal vez el futuro de Israel también son las condiciones y la situación de los casi dos millones de ciudadanos palestinos de Israel que en el último año han atravesado un proceso de persecución por parte de bandas criminales que aterrorizan sus vidas. Por todo Israel hay bandas criminales fuertemente armadas —muchas de ellas formadas por antiguos colaboradores de Israel en Cisjordania y la Franja de Gaza que fueron sacados de estos territorios tras el Acuerdo de Oslo y que son totalmente inmunes a cualquier tipo de persecución policial o acción penal efectiva—, lo que supone que, como muchos de ustedes sabrán, los palestinos que viven en el propio Israel, me refiero a ciudadanos israelíes, tienen miedo de salir por la noche debido a la nueva realidad en sus calles y espacios. Tampoco se permitía que este tema formara parte del debate público sobre el futuro de Israel.
Si se intentaba mencionar Jerusalén Este y la limpieza étnica de los barrios árabes de Jerusalén, los manifestantes y sus líderes declaraban, de nuevo, que no era un tema importante. O como dijo Amira Hass, la valiente periodista de Haaretz, por lo que respecta a los israelíes, hasta el 7 de octubre de 2023, la ocupación no existía, lo que significaba que ya no existía como problema. Está resuelto; hay una enorme presencia de asentamientos judíos en Cisjordania, ya nadie tiene que ocuparse de ello. De hecho, en las últimas cuatro campañas electorales en Israel, y hubo una cada año, nadie mencionó el tema, la cuestión u ocupación palestina, como quieran llamarlo. No se le pidió a los israelíes que votaran sobre este tema porque ya no existía como problema. Si alguien mencionaba la Franja de Gaza y se volvía a hablar del asedio, le respondían: ¿de qué estás hablando? Se trataba de una cuestión que ya no preocupaba a nadie, del mismo modo que la matanza diaria de palestinos en los últimos dos años en Cisjordania. Pero la constante y recurrente invasión de Al-Aqsa no pasa desapercibida, y el hecho de que las débiles autoridades palestinas sean incapaces de proteger a los palestinos de la violencia ejercida por los colonos, el ejército israelí y la policía fronteriza israelí, no significa que no haya grupos dispuestos a defender a los palestinos, no sólo en la Franja de Gaza, sino también en otras partes de la Palestina histórica. Esto se ha comunicado una y otra vez a la opinión pública israelí, a los responsables políticos, a los jefes del ejército y de los servicios secretos israelíes, pero todos sostenían que no había ningún problema. El único problema era la reforma legal, nos gustase o no.
Y estaba muy claro por qué no se trataban todas estas otras cuestiones. Porque, en esencia, lo que teníamos en Israel era una lucha entre dos formas de apartheid. Por una parte, estaba el apartheid israelí laico, en el que los judíos israelíes sin duda disfrutan de la vida en una democracia plural, al estilo occidental. Por otra parte, tenías la versión contraria del apartheid, la mesiánica, la religiosa, la teocrática. De modo que la lucha era una cuestión interna judía sobre el tipo de vida judía en la esfera pública, sin ninguna referencia a la vida de los palestinos, ya fueran palestinos sometidos a la ocupación en Cisjordania, al asedio en la Franja de Gaza o a un sistema discriminatorio dentro de Israel, por no hablar de los muchos millones de refugiados palestinos: todo esto no estaba allí.
La mañana del 7 de octubre, todo esto explotó en la cara de los israelíes. Y ahora existe la ilusión óptica de que, debido a la conmoción que sin duda sufrió Israel esa mañana, todas estas grietas del edificio sionista han desaparecido porque el ataque de Hamás fue tan brutal, tan devastador, que todos los debates internos se han olvidado, y todo el mundo está unido en torno al ejército y su plan actual para invadir la Franja de Gaza y comenzar con lo que ya estaba en marcha: las políticas genocidas sobre el terreno. Creo que es una ilusión óptica, que el conflicto interno israelí no va a desaparecer. Volverá. No sé cuándo, pero volverá. Sin embargo, lo más importante es que como activistas, como académicos, cualquiera que de un modo u otro esté relacionado con Palestina y la lucha palestina, independientemente de cómo entendamos y enfoquemos los acontecimientos del 7 de octubre desde un punto de vista humano, estratégico, moral, como quiera que lo hagamos, no caigamos en la trampa de descontextualizar y eliminar la perspectiva histórica de estos acontecimientos —y parece que hay bastante gente buena en este país que está cayendo en ello—. Esto es algo que no va a cambiar en las próximas semanas. La realidad básica sobre el terreno sigue siendo la misma que existía antes del 7 de octubre.
El pueblo palestino está inmerso en una lucha por la liberación probablemente desde 1929. Es una lucha contra sus colonizadores y, como toda lucha anticolonial, tiene sus altibajos, sus momentos de gloria y sus difíciles momentos de violencia. La descolonización no es un proceso farmacéutico y estéril, es un asunto desordenado. Y cuanto más duren el colonialismo y la opresión, más probable será que el estallido sea violento y desesperado en muchísimos sentidos. Es sumamente importante recordar a la gente la historia de las rebeliones de los esclavos en este país y cómo se acabó con las revueltas de los nativos americanos, las rebeliones de los argelinos contra los colonos en Argelia, la masacre de Orán durante la lucha del ELN (Ejército de Liberación Nacional) por la liberación. En ocasiones se pueden cuestionar algunas de las ideas estratégicas, se puede tener momentos de inquietud, y con razón, sobre la forma en que se están haciendo las cosas; sin embargo, si no se descontextualiza, si no se elimina la perspectiva histórica del propio acontecimiento, nunca se pierde la brújula moral.
Parece que estemos luchando contra una cobertura típica —tanto por parte de los medios de comunicación como del mundo académico de este país, de Occidente y del hemisferio norte en general–, que tiene esa capacidad de tratar un acontecimiento como si no tuviera historia ni consecuencias. Incluso los relatos sobre el festival que fue atacado el 7 de octubre no mencionan el hecho de que se trataba de un festival sobre el amor y la paz: a kilómetro y medio del gueto de Gaza, la gente estaba celebrando el amor y la paz mientras la población gazatí estaba siendo sometida a uno de los asedios más brutales de la historia de la humanidad, que se prolonga desde hace más de quince años. Los israelíes deciden cuántas calorías entran en la Franja de Gaza, quién entra y sale, y retienen a dos millones de personas en la mayor cárcel a cielo abierto del planeta.
Todos estos contextos permiten navegar con moralidad sin perder esa brújula; sin embargo, mucho más importante que el contexto inmediato e incluso el contexto del asedio —y en esto me gustaría centrarme hoy— es el hecho de que uno de nuestros mayores retos como activistas en defensa de Palestina, o estudiosos de Palestina comprometidos, es que no podemos desafiar décadas de propaganda e invención, enfrentarnos a esa narrativa, con frases cortas. Creo que este es nuestro principal problema. Necesitamos espacio y tiempo para explicar la realidad ante la enorme cantidad de canales, fuentes de información e instituciones culturales que han proyectado una imagen y un análisis de Palestina falso, inventado, que se ha construido a lo largo de los años con la ayuda del mundo académico, los medios de comunicación, Hollywood, las series de televisión, etcétera. Todo esto influye en las mentes y las emociones de la gente y crea una historia determinada que no se puede cuestionar con una sola frase. Ni siquiera se puede desafiar únicamente con el sentido de la justicia, sino con un sentido de la justicia basado en un profundo conocimiento de la historia, con un análisis profundo y preciso de la realidad mediante el uso del lenguaje adecuado, porque el que utilizan incluso las fuerzas liberales, llamadas progresistas, es un lenguaje que inmuniza a Israel y no permite que la lucha anticolonial palestina se justifique, se acepte y se legitime. Y, ya saben, en el panteón de la lucha anticolonialista, en el que mucha gente pondría a un montón de héroes —desde Nelson Mandela a Gandhi y a otros importantes líderes del movimiento por la liberación—, no encontrarán a ningún palestino. Siempre serán tratados como terroristas, cuando en esencia es un movimiento anticolonialista. Y para emplear el lenguaje adecuado, conocer la historia del lugar y llevar a cabo un análisis correcto se necesita, como he dicho, espacio; no puedes llegar y decirle a alguien: tú estás equivocado y yo tengo razón. Y es un enorme reto para todos nosotros en un momento como el que se está viviendo estos días en Estados Unidos, por ejemplo, donde parece haber un apoyo incondicional a Israel y una postura hipócrita ante el sufrimiento de los israelíes que no se mostró ante el sufrimiento de los palestinos en ningún momento de la historia de Palestina.
Las lecciones de historia, por así decirlo, son el antídoto a la eliminación de la perspectiva histórica de los acontecimientos del 7 de octubre y los que se están desarrollando ante nuestros ojos hoy —y probablemente en las próximas semanas, si no meses—. El contexto histórico tiene dos niveles, dos pilares básicos sobre los que deberían apoyarse el ámbito académico o el de los medios de comunicación y que considero muy importantes para cualquiera que participe en debates públicos a título individual o institucional. Uno es no dejar nunca de insistir en una definición precisa del sionismo, esto es muy importante: no se debería permitir ninguna discusión sobre lo que ocurre hoy en Israel o en Palestina sin hablar del sionismo. Israel y sus partidarios han invertido mucho esfuerzo en equiparar el antisionismo con el antisemitismo para que, si alguna vez mencionas la palabra «sionismo», estés pisando el peligroso terreno de ser considerado antisemita, y por lo tanto, seas silenciado. Sin embargo, eso no significa que esta no sea la única manera correcta de iniciar el relato, que comienza con una ideología que es racista y muy dura. El sionismo pertenece a la genealogía del racismo, no a la historia de los movimientos de liberación —que es como se enseña en la mayoría de las universidades estadounidenses—, no a la historia de los movimientos nacionales —que es como se enseña en la mayor parte del hemisferio norte o de la que hablan o cubren los medios de comunicación occidentales—. No, pertenece a la historia del racismo, que originalmente no era una ideología, sino que se manifestó como tal en la tierra de Palestina.
Y este racismo forma parte de la naturaleza colonialista del movimiento sionista, que no es excepcional y con la que ustedes también están familiarizados en este país de europeos que no eran aceptados como tales, que fueron expulsados de Europa y tuvieron que encontrar un lugar diferente. Y encontraron países en los que vivían otras personas y, como dijo el difunto Patrick Wolf, en ese encuentro se activó la lógica de la eliminación del nativo, en el momento en que esos colonos se encontraron con los indígenas. Y eso también es cierto en el caso de Palestina. Las políticas de eliminación forman parte del ADN sionista desde el inicio mismo del movimiento a finales del siglo XIX. Para decirlo con palabras menos académicas, se quería la mayor parte posible de Palestina con el menor número posible de palestinos. Siempre existieron la dimensión demográfica y la geográfica, la de la población y la del espacio: cuanto más espacio tienes, menos quieres a la población indígena que hay en él.
Las políticas de eliminación pueden ser el genocidio, la limpieza étnica o el apartheid. Adoptan formas diferentes en lugares diferentes o en el mismo lugar según la capacidad, las circunstancias históricas y la situación. Sin embargo, no se puede separar lo que pasa en Gaza de estas políticas israelíes de eliminación del nativo, que tienen su origen en el pensamiento sionista —en los dibujos de los pintores sionistas, en la escritura de los intelectuales sionistas—, y que en 1930 se convirtieron en una estrategia que se implementó por primera vez en 1948, con la limpieza étnica que terminó con la expulsión de la mitad de los palestinos y la destrucción de la mitad de los pueblos de Palestina. Por cierto, muchos pueblos israelíes están construidos sobre las ruinas de aquellos; algunos kibutz que fueron ocupados por Hamás durante unas horas se construyeron sobre las ruinas de esos pueblos palestinos de 1948, y una cantidad considerable de los palestinos que entraron en los kibutz eran una tercera generación de refugiados de estos mismos pueblos destruidos no lejos de Gaza. Esto también forma parte de la historia. No estoy justificando lo que se hizo, sino que trato de ofrecer un contexto histórico, sin el cual no se llega al origen de la violencia y sólo se abordan sus síntomas. Hay que ir al origen de la violencia, que es una determinada ideología racista que, en su esencia, es la idea de la eliminación del nativo y, como digo, no es algo exclusivo del sionismo.
Hubo otros movimientos coloniales europeos que, sin duda, estaban motivados e inspirados por la idea de la eliminación del nativo. De modo que, si observamos esa historia de un modo superficial, se infiere que lo verdaderamente importante de un movimiento ideológico que está motivado por la idea de poseer la mayor cantidad posible del nuevo territorio con la menor cantidad posible de su gente nativa es el período histórico en el que fue concebido y en el que se promulgaron sus políticas de eliminación. Ahora bien, si esas políticas de eliminación se promulgan en el siglo XIX, como se hizo en Estados Unidos, estamos hablando de un mundo bastante indiferente al colonialismo, al racismo y a otros derechos humanos o derechos civiles colectivos. Sin embargo, si te paras un minuto a pensar, te das cuenta de que esto se hizo después de la Segunda Guerra Mundial, el año que se promulgó la Declaración de los Derechos Humanos que el hemisferio norte estaba tan orgulloso de mostrar al mundo para manifestar que ya teníamos las bases morales que aseguraran que la matanza masiva de personas y el racismo que habíamos visto en tantos lugares serían erradicados, porque existía un consenso moral. Cuando te das cuenta de que, ese mismo año, Sudáfrica promulgó la ley del apartheid e Israel ejerció la limpieza étnica de Palestina, empiezas a comprender el mensaje que, en 1948, recibieron tanto el régimen del apartheid en Sudáfrica como, lo que es más importante, el Estado sionista por parte de la comunidad internacional: sí, anunciamos con orgullo la Declaración de los Derechos Humanos, pero también les decimos que a ustedes no se les aplica. El mensaje del mundo era que la limpieza étnica de Palestina era aceptable principalmente por una razón —esta era la propaganda, yo no creo que fuera la verdadera razón—, que era, como dijo un intelectual estadounidense, tolerar una pequeña injusticia para corregir una injusticia mucho mayor. Concretamente, los palestinos tenían que compensar a los judíos por mil años de antisemitismo europeo y cristiano. El trato estaba muy claro, y por eso Israel fue el primer Estado en reconocer una nueva Alemania. La gente en Europa y en Occidente dudaba mucho si aceptar a Alemania Occidental como miembro de las naciones civilizadas tan pocos años después del régimen nazi. Israel pretendía, y no con razón, representar tanto a los supervivientes como a las víctimas del Holocausto. Como máximos representantes del Holocausto, los israelíes dijeron: reconoceremos una nueva Alemania y, a cambio, queremos la no injerencia de Occidente en lo que estamos haciendo en Palestina. Se habría esperado que Israel fuera, como mínimo, el tercer país que reconociera una nueva Alemania, no el primero. Pero llegar a este acuerdo era muy importante para ellos. También implicó que la nueva Alemania proporcionara a Israel una enorme ayuda financiera que contribuyó a construir el moderno ejército israelí a principios de la década de 1950.
Ahora bien, como el mensaje que lanzó el mundo fue que, en el caso del Estado de Israel, la limpieza étnica era un método aceptable de estrategia para la seguridad nacional, no es sorprendente que la limpieza étnica continuara. Israel expulsó a 36 pueblos entre 1948 y 1967 dentro de Israel, Israel expulsó a trescientos mil palestinos de Cisjordania y la Franja de Gaza durante la guerra de junio de 1967. Desde 1967 hasta hoy, Israel ha expulsado a casi setecientos mil palestinos de Cisjordania y la Franja de Gaza. Y mientras hablamos, Israel continúa la limpieza étnica en lugares como Maghazi, Gaza, el sur, las montañas de Hebrón, la zona del Gran Jerusalén y otros lugares de Palestina. La limpieza étnica se ha convertido en el ADN de la política israelí hacia los palestinos, y emplea a cientos de miles de personas para llevarla a cabo, porque no se trata de limpiezas étnicas masivas como en 1948, sino de limpiezas étnicas graduales. A veces es la expulsión de una persona o de una familia, a veces es el cierre de un pueblo o el cerco de la Franja de Gaza, que también es una forma de limpieza étnica, porque si creas el gueto de Gaza, no tienes que incluir a esos dos millones de palestinos dentro del balance demográfico de árabes y judíos, porque estos palestinos no tienen voz ni voto en el futuro de la Palestina histórica.
Este es el único pilar histórico necesario para responder cuando alguien nos diga que si ondeamos la bandera palestina estamos apoyando el terrorismo o emplee ese vil lenguaje que la gente utiliza ahora contra los palestinos. Si la gente compara lo que ocurrió el 7 de octubre por la mañana con el Holocausto —y con ello tergiversan totalmente el Holocausto, su memoria—, o no lo entienden o no saben lo que hacen. Pero incluso si insisten y tratan de dar lecciones de moralidad, es muy importante situar este acontecimiento concreto en la historia más amplia de la Palestina moderna, y en la historia particular del asedio inhumano de dos millones de personas en Gaza que comenzó en 2007 —probablemente el más largo que jamás haya sufrido un número tan grande de personas en lo que respecta a alimentos, agua, libertad de movimiento y otras necesidades básicas de la vida—, y que, en 2020, llevó a las Naciones Unidas a considerar que la vida en la Franja de Gaza es insostenible para los seres humanos. Hace ya tres años pensaban que ya habíamos cruzado la línea roja en Gaza, así que no se sorprendan cuando la gente se desborde: hay indignación, hay venganza, hay violencia, por supuesto que la hay.
Esto mismo ocurrió con las rebeliones de los esclavos, de los indígenas americanos, de los pueblos colonizados desde la India hasta el norte de África. La lucha anticolonial, como he dicho antes, no es cosa de cuáqueros y pacifistas. Puede ser muy violenta o muy pacífica, y en gran parte depende de hasta qué punto el colonizador, el limpiador étnico, esté dispuesto a asumir el hecho de que las personas a las que colonizaron u oprimieron no van a desaparecer y no van a abandonar su lucha. Cuanto antes lo entiendan, más probabilidades habrá de que se produzca una transformación mucho más pacífica de una realidad colonialista a una realidad poscolonialista. Si se niegan a entenderlo, les golpeará en la cara una y otra vez, y el 7 de octubre no será el último momento de dicha circunstancia.
Sin embargo, también hay otro pilar histórico sobre el que me gustaría poner el foco. Es muy importante porque en todo el discurso que acompañó la cobertura de los medios de comunicación y de los políticos de este país, y de Occidente en general, era muy fácil ver cómo se tiende a generalizar sobre los palestinos. Lo hemos oído antes sobre los musulmanes en general después del 11-S, contra cualquier pueblo que se atreviera a desafiar a los imperios durante el período colonialista. No hay nada nuevo en ello, pero es importante recordar a la gente que el sionismo fue un desastre que destruyó una Palestina que habría sido diferente sin el sionismo. Es muy importante recordar a la gente cómo era Palestina antes de 1948: un lugar donde musulmanes, cristianos y judíos coexistían, cuando la coexistencia no era una idea imaginaria de vive y deja vivir, sino que era una forma genuina de convivir. No hay que idealizarla, por supuesto que tuvo su tensión y sus momentos de crisis, pero era un mosaico de vida que, en particular en Palestina, permitía a la gente disfrutar también de lo que la tierra ofrecía, algo que hoy no existe, como por ejemplo, abundancia de agua. Únicamente las personas que recuerdan la Palestina anterior a 1948 saben que cada pueblo palestino tenía un arroyo de agua dulce. Esa fábula sionista que acaba de repetir la presidenta de la Comisión Europea al afirmar que el sionismo hizo florecer el desierto, es una tremenda invención. En muchos lugares, el sionismo convirtió un país floreciente en un desierto. Hay que recordarlo, pero sólo se puede hacer si, con la ayuda de historiadores, se reconstruye la Palestina anterior a 1948 en lo que respecta tanto a las relaciones humanas como a la ecología; la conexión que había entre los palestinos y las hierbas, por ejemplo, en la naturaleza que el sionismo destruyó y que formaba parte de la calidad de vida que tenían los palestinos. O, como dijo el difunto Emil Habibi: «Cuando vivía en la calle Abbas de Haifa, antes de 1948, no sabía quién era cristiano o musulmán en mi calle». Y creo que no es una mera cuestión nostálgica; si se quiere, se trata de una historia alternativa, en el sentido de que existía la posibilidad de una Palestina diferente.
Y en esa historia hay que incluir también el hecho de que el movimiento nacional anticolonialista palestino, desde el momento en que el sionismo puso un pie en la Palestina histórica, fue fiel a dos principios —y esto está tan bien documentado que no hay que esforzarse mucho para encontrarlo—, que comunicaron a los americanos porque fueron estos los que llevaron estos principios al mundo árabe a través del presidente Woodrow Wilson, especialmente al Mediterráneo oriental en 1919, y después fue Naciones Unidas la que, de algún modo, insistió sobre estos principios. Uno de los principios era el derecho de autodeterminación de los pueblos. Los palestinos dijeron que también merecían el derecho a la autodeterminación, como los iraquíes, los libaneses, los egipcios. El otro principio era la democracia. Si nos apartan del dominio otomano, bajo el que estuvimos cuatrocientos años, y quieren que decidamos nuestro futuro posotomano cabe preguntarse cuál será la naturaleza de nuestro régimen, de nuestro Estado, de nuestra existencia política, razonaron. Queremos decidir democráticamente, a través del voto de la mayoría, si queremos formar parte de la Gran Siria, ser una Palestina árabe independiente o formar parte de una república panárabe federada. En cualquier caso, depende de nosotros. Y todas las delegaciones estadounidenses que fueron a Palestina desde 1918 hasta 1948 respondieron a los palestinos que, aunque los principios de democracia y autodeterminación eran apreciados por el mundo occidental y los consideraban los pilares sobre los que construir el nuevo mundo árabe posotomano, no podían aplicarse a Palestina. El Imperio británico había prometido que Palestina se convertiría en un Estado judío, y como los judíos son una minoría tan pequeña, el principio de autodeterminación no podía aplicarse a los palestinos. Y, por supuesto, el principio de elección mayoritaria o democrática estaba descartado para ellos. Esto también es importante en el contexto de nuestro viaje histórico al pasado, para contextualizar el tipo de opresión, el tipo de historia o genealogía del racismo que fue respaldado y apoyado por Occidente en el caso de Palestina.
Ahora bien, este otro pilar no sólo es importante para recordarnos lo que hizo el sionismo o lo que podría haber sido Palestina. Es la base sobre la que construiremos una Palestina posliberada, poscolonial, son los cimientos. Y hay que pensar en los elementos de este pasado y en cómo se relacionan con una realidad diferente de la que tuvimos, y no hay que dejar que el actual ataque a la Franja de Gaza, las políticas genocidas de Israel, impidan seguir pensando en la liberación de Palestina y en cómo sería la Palestina liberada. Y hay que hablar con los palestinos que no sólo piensan en el movimiento táctico de mañana, sino que visualizan una Palestina liberada. Eso es lo que hice en el libro que escribí con Ramzy Baroud: hablamos con cuarenta intelectuales palestinos y les preguntamos cómo visualizaban una Palestina liberada. Y su visión de la liberación no sólo incluye cómo luchar por ella, sino lo que traerá consigo, que es todo lo que tenían en Palestina antes de 1948: una sociedad que no discrimina por motivos de religión, secta o identidad cultural, una sociedad que respeta la democracia y el principio de vive y deja vivir. Y lo que es más importante, tal vez más que cualquier otra cosa, una sociedad que devuelva Palestina al mundo árabe, al mundo musulmán, que le permita volver, de forma natural, al lugar del que fue extraída por la fuerza.
Ahora bien, formar parte del mundo árabe no es un escenario fácil para mucha gente, y con razón. Pero es imposible ser parte de la solución, o de escenarios más positivos para el mundo árabe, si no se forma parte de los problemas del mundo árabe. No se puede debatir sobre los derechos humanos en Irán o los derechos civiles en Egipto sin incluir los derechos humanos y civiles de los palestinos. Estos debates no tienen sentido porque siempre se llega a la excepcionalidad de los palestinos por esa falta de derechos, y a una posición de inferioridad si, desde fuera, se pretende ayudar al mundo árabe a tratar estas cuestiones de derechos humanos y civiles. Y únicamente cuando la Palestina del futuro forme parte del mundo árabe, será parte de sus problemas, pero también será parte de su solución.
Terminaré diciendo, sólo para insistir en el punto principal que realmente quiero plantear hoy, que siempre hay un espejismo dentro del drama, y no se puede subestimar el drama que estamos viendo. Desgraciadamente, creo que sólo es el principio: Israel va a imponer una catástrofe humana no sólo en la Franja de Gaza, sino lamentablemente también en Cisjordania, porque van a utilizar lo que está ocurriendo como pretexto para cambiar también las políticas en Cisjordania. Por supuesto, lo más urgente es intentar pararlo desde Occidente con todos los medios a nuestro alcance, presionar para que haya una intervención internacional que ponga fin a estas políticas genocidas que, mucho me temo, se extenderán también a Cisjordania. Sin embargo, también tenemos que elaborar estrategias para el futuro, porque las cuestiones básicas seguirán ahí después de que este momento concreto termine de un modo u otro. Y, en mi opinión, este tipo de debate es el que garantiza que no perdamos nuestra brújula moral. No nos disuade el modo en que la gente intenta decirnos, sin duda después de lo que ocurrió el 7 de octubre, que no podemos mantener nuestras antiguas posturas sobre moralidad. Y debemos recordarles que nadie cuestiona el derecho de Argelia, Kenia e India a liberarse del colonialismo a pesar de los incidentes que hubo en la lucha por la liberación, de cualquier nivel de violencia que hubiera allí o de cualquiera que fuera el modo en que se produjera el enfrentamiento entre las fuerzas anticolonialistas y las fuerzas colonialistas, nunca cuestionamos el derecho básico a la liberación y la independencia, y tampoco deberíamos hacerlo en el caso de Palestina: si queremos una Palestina en paz, hay que hablar, ante todo, de una Palestina libre. Gracias.
Traducción de Paloma Farré
Notas
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