Amarillo sangre

El melodrama de las crónicas policiales y el periodismo como máquina de clichés al servicio del victimismo.

Las noticias tienen fecha de vencimiento, su obsolescencia llega demasiado rápido; en menos de vreinticuatro horas, una noticia no sólo deja de ser noticia sino que se transforma en papel picado. «Los periódicos —escribió Ernst Jünger— son interesantes sólo si se leen el mismo día en que aparecen. O se vuelven interesantes cien años después». O para decirlo con las palabras de Borges: «Los periódicos son esos museos de minucias efímeras».

Sin embargo, cuando se lee una noticia prescindiendo de sus protagonistas y coordenadas nos damos cuenta de que las noticias no envejecen, que la noticia siempre es la misma reescrita una y mil veces, una escritura ahistórica. Esa es la tesis de Diario, uno de los últimos libros del artista Édouard Levé. Levé reescribe las noticias para hacerlas durar. Para eso tiene que prescindir de algunos datos que son necesariamente aquellos que transforman la realidad en una noticia, en un relato con las horas contadas. En efecto, las noticias no llevarán ahora nombre ni apellido, no sabemos dónde tuvieron lugar los hechos ni cuándo. Son eventos que pudieron haber sucedido en cualquier momento y lugar del planeta. Tampoco sabemos nada de su autor, ni del medio donde aparecieron. Las noticias se volvieron completamente anónimas. No hay sujeto, sólo acontecimiento sin historia.

Las diferencias entre la literatura y el periodismo son muchas, pero después de tanto nuevo periodismo, de tanta literatura que hizo de la prensa una fuente de inspiración, una cantera para extraer buenas historias, esas diferencias habría que buscarlas en «las cinco W» (whatwhowherewhen y why). Lo digo porque lo que precisamente hace Levé es obviar las preguntas que debería tener presente cualquiera que pretenda escribir una noticia. Pero hay algo más interesante aún: porque al despojar las noticias de las preguntas de rigor, Levé revela, paradójicamente, la esencia del periodismo. A lo mejor «esencia» no es la mejor palabra, sobre todo cuando estamos hablando de un escritor francés, tal vez deberíamos hablar de «estructura».

Para explicarme voy hacer algunos rodeos. El periodismo trabaja con los fantasmas que asedian a la opinión pública; los periodistas encuentran en la fantasía social un punto de apoyo para reproducirse y ganarse la atención. Ese imaginario es una fuente inagotable que provee la materia prima para recrearse constantemente. No sólo aporta los temas sino la estructura para contar esos temas. Como siempre les digo a mis alumnes, pensemos en el cuento de Caperucita Roja y el Lobo Feroz: Un buen día una niña muy buena agarró su canasta para recolectar flores y frutas que llevaría a casa de su abuelita que estaba muy enferma. Pero los planes se vieron interrumpidos por la presencia intempestiva de un lobo disfrazado de abuelita que Caperucita descubre muy tarde. No sabemos si Caperucita es o se hace, porque también se puede concluir que Caperucita estaba impostando su ingenuidad para darle al lobo otra chance de que resigne su papel de comportarse como lobo. Pero esta es otra cuestión. Lo que estaba queriendo decir es que la estructura del cuento de Caperucita es la misma que tienen las noticias que leemos todas las mañanas. Por ejemplo: la de aquel estudiante que, como todas las tardes, regresaba de la universidad, entusiasta porque había descubierto a un autor nuevo, hasta que apareció el ladrón. Otra: un albañil, como todas las mañanas, estaba esperando el colectivo en la parada del barrio que lo llevara a la obra, pero esta vez no llegó a destino: quedó en el medio de una balacera entre banditas de jóvenes caravaneados, que seguían de gira y estaban remanijas. Otra: como todos los sábados, un grupo de amigas iban camino al boliche. Una de ellas se apartó del grupo con la excusa de ir hasta el quiosco de a la vuelta a comprar chicles. La esperaron cinco minutos, después treinta, una hora y seguía sin aparecer. Llamaron a sus amigos y después a los padres para contar lo que estaba sucediendo. Empezaron a buscar por el barrio y luego un poco más allá del barrio, pero no había rastros de ella, nadie sabía nada, nadie había visto nada raro. Encima su teléfono estaba apagado. A los dos días la encontraron descuartizada en un descampado después de haber sido violada. Quiero decir: cada crónica policial es una reescritura del cuento de Caperucita.

Podría haber elegido otros relatos, por ejemplo la historia del hombre lobo, la llorona, el hombre de la bolsa o el bombero. Hay una pedagogía en todos estos relatos populares que vienen a llenar los baches que genera el Estado en los barrios. Cuando la gente desconfía de la policía o la policía llega tarde o no suele estar presente de manera continua, una estrategia securitaria para imprimirle certidumbre a la vida cotidiana será a través del miedo, metiéndole miedo al resto de la prole. Lo digo con Gabriel Kessler: «El temor lleva a la modificación de prácticas (…) el temor delimita en el hogar los horarios de salida y entrada, se transforma en un tema central de conversación entre vecinos y sirve como criterio de demarcación y exclusión interna entre los peligrosos y las potenciales víctimas». Dicho en otras palabras: el miedo que los padres inoculan a sus hijos suele ser la manera para asegurarse que los hijos no anden callejeando, no frecuenten «malas yuntas» y estén en casa guardados temprano. Cuando los padres regresan muy tarde del trabajo, varias horas después de que sus hijos salieron del colegio, la forma de asegurarse que estén en casa será transmitiendo miedo. Un miedo que llega con las noticias policiales que dialogan con las situaciones fantásticas de aquellos relatos populares.

La estructura maniquea que tienen todos estos relatos, que distribuyen a los protagonistas entre buenos y malos, ángeles y demonios, es, encima, la que mejor se adecua a una época organizada alrededor del victimismo. La inocencia de la víctima contrasta con la violencia del agresor o victimario. De modo que cambian los protagonistas pero la noticia es siempre más o menos la misma, el status de víctima resulta semejante. Por eso el diario puede contar un asesinato, un robo o una agresión sexual que tuvieron lugar en Chicago o en La Matanza y nosotros sentirnos identificados con los sentimientos de las personas agredidas. No hay distancia temporal ni espacial, la empatía con la víctima nos permite borrar incluso las escalas y al hacerlo quedará expuesta la estructura que organiza los registros de visibilidad de la escena contemporánea. El asesinato de George Floyd en Minneapolis puede ser experimentado como algo que sucedió en nuestro barrio.

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Esteban Rodriguez Alzueta

Docente e investigador de la UNQ y la UNLP. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.

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