Periodismo de Milei: un nuevo desamparo
La era de Milei restaura (con signo invertido) las peores prácticas del fanatismo comunicacional establecidas en los años kirchneristas: sólo se convoca a los partidarios del gobierno; y a los críticos sólo se los invoca para humillarlos. Sin piedad, sin matices.
Una de las peores heridas que dejó el kirchnerismo, sobre muchos de nosotros, tuvo que ver con el renacer de un miedo que había resultado dominante en los años violentos: el miedo al desamparo frente al poder, en medio de injusticias y arbitrariedades sin freno. Hablo de los miedos que de un modo u otro padecimos en los setenta, y que fuimos disipando, de a poco, esperanzada e ingenuamente, durante los años de la transición democrática. Entonces, nos ilusionamos pensando que, con el fin de la dictadura y la llegada de la primavera democrática, tomaban fuerza ciertas certezas compartidas, que ambiciosamente podríamos asociar con el Nunca Más. Pienso en ciertos acuerdos muy básicos que —podía creerse— habían pasado a formar parte del acervo común: una malla de contención frente a ciertos males generados por el Estado. Me refiero, ante todo, a deberes vinculados con el respeto de los derechos humanos o, para decirlo de un modo ambicioso, con las reglas morales del juego democrático.
Con el kirchnerismo, muchos advertimos que los límites que habíamos imaginado, no funcionaban. Y ello era así, no porque se repitieran entonces aquellos horrores extremos que —uno piensa— sólo ocurren con las dictaduras (la tortura cotidiana, la desaparición de personas). Lo que muchos sentimos en esa época fue que resultaban posibles (estaban allí nomás, detrás de la puerta) comportamientos que uno consideraba vedados: comportamientos que se situaban más allá de los límites colectivamente acordados. Resultó posible entonces, que el poder de turno cometiera arbitrariedades o injusticias gravísimas (por ejemplo, convirtiendo al aparato del Estado en una maquinaria para la corrupción; o extorsionando a funcionarios de la justicia a través de los servicios de inteligencia), y que un ejército de comunicadores (en los medios públicos, en las redes) saliera a encubrir o directamente a justificar tales atrocidades. Seguíamos solos, y sin el tipo de protecciones que podía facilitarnos un periodismo más o menos independiente.
La desilusión fue peor y más grave de lo que pensamos. Ante todo —ya lo he dicho— veíamos que no se activaban aquellos acuerdos relacionados con los derechos humanos (el periodismo oficial pudo responder, ante el asesinato de un fiscal que acusaba a la presidencia, presentando informes que hablaban de la vida disipada que llevaba el muerto). Sin embargo, la apuesta por el camino del infierno aparecía redoblada: al consenso de los derechos humanos habíamos sumado, en los años previos, otro acuerdo fundamental, derivado de los años menemistas. Conocimos todos la temible corrupción menemista (capaz de volar un pueblo entero para encubrir un negociado), a través de un periodismo de denuncia que —por modo propio— había elegido como su bandera la de la denuncia y la lucha contra la corrupción estatal. Y muchos pensamos que, desde la oposición al poder desbordado, hípercorrupto, se había construida una muralla (otra, una nueva) sólida y bien fundada. Pero no. Lo supimos enseguida: ni el pacto del Nunca Más se activaba, ni se veían los rastros de la supuesta muralla erigida contra la corrupción menemista. La batalla anticorrupción que se había librado célebremente, desde el periodismo (batalla que habían liderado Página 12 y algunos de sus periodistas insignes), parecía terminada: las tropas ya no estaban. De pronto, los mismos medios, los mismos periodistas, que nos habían educado en el periodismo de denuncia contra el poder corrupto, nos señalaba burlonamente cuando hablábamos de corrupción. “¿Corrupción? ¿De qué corrupción me hablan?”, nos decían. Esos medios y esos periodistas habían pasado, subrepticia, inesperadamente, a la vereda contraria, y se reían a carcajadas de quienes osábamos hablar del tema: «honestistas», «republicanos», nos insultaban.
La síntesis hegeliana, la «fase superior» y más célebre de esa traición en marcha, la representó, como sabemos, el programa 6,7,8. Allí, se despedazaba en público, cada día, al que se animaba a pensar distinto; se lo humillaba frente a todo el resto, sin derecho de réplica. Inolvidable: bullying en manada y con risas de fondo. Cada día y en horario central. La nueva claque del poder instauró entonces dos medidas que convirtió en marcas de su propia práctica. Primero: no puede invitarse a ninguna figura de la oposición, ni discutirse con ella (asumiendo que cualquier disidencia puede poner en crisis a todo el sistema). Segundo: la voz de los disidentes debe presentarse, pero en su ausencia, y para ser humillada.
El punto de crisis que marcó ese periodismo del régimen fue tan bajo que, por ello mismo, otra vez, terminó por generar en muchos de nosotros una modesta esperanza: la de un periodismo que había aprendido la lección del fanatismo, el ocultamiento y el maltrato. La razón de esa modesta esperanza residía en que ahora (frente a un nuevo gobierno que a muchos de nosotros nos parece temible) pasaban a ocupar el centro de la escena pública muchos periodistas que habían sido abochornados, en los años previos, por sus pares (escupidas sus fotos en las paredes). Ahora, los humillados y ofendidos del kirchnerismo iban a tener la posibilidad de hacer docencia. Pero no. No fue así, sino lo contrario.
Por tercera vez, uno se equivocaba, y de manera exagerada. La muralla de contención que —pudimos pensar— luego de años de escarnio hacia opositores, se había formado—–una muralla republicana, digamos— tampoco estaba. Por ello mismo, volvemos a encontrarnos hoy, para desgracia de todos, con un periodismo fanático, desatado, sin principios, dispuesto a ejecutar en patota sus linchamientos, pero con rostro humano, con la voz mejor modulada. La sustancia es igual: otra vez el bullying en el aire; y otra vez a burlarse del que habló mal del presidente, y a mostrar sus faltas, y a buscar sus errores, y a ridiculizarlo en masa, y a castigarlo en público, y a reírse en coro, sin derecho a réplica. Los anticuerpos republicanos no funcionaron, al punto que —para sorpresa de muchos— volvieron a restaurarse (con signo invertido) las peores prácticas del fanatismo comunicacional establecidas en los años kirchneristas: sólo se convoca a los partidarios del gobierno; y a los críticos sólo se los invoca para humillarlos. Sin piedad, sin matices.
La tragedia del tiempo no tiene que ver (o no tiene que ver, exclusivamente) con la presencia de dinero e intereses controlando los contenidos de lo que se expresa en los principales medios: eso ya lo sabíamos. La tragedia es que se trate sólo o fundamentalmente de eso. Lo que asusta es que no haya límites: ni los que atribuimos al pacto por los derechos humanos; ni los de la denuncia frente a la corrupción de Estado; ni los propios de un básico republicanismo interesado en los «frenos y contrapesos». Se trata de una desgracia que me animaría a calificar como histórica: las patologías de ayer (el escarnio, la parcialidad sin matices, la agresión en masa), que atribuíamos a una banda de exaltados a sueldo, se ha convertido, de pronto, en la normalidad propia de cada nueva jornada. Seguimos solos, sin resguardos, a merced del poder descarnado: desamparados.