Solo la pluralidad vence al odio
Estamos en el país que se fundó sobre un genocidio indígena al grito de «civilización o barbarie»; el que detectó una invasión de «cabecitas negras» en la política y proscribió por dieciocho años al peronismo, y el que diezmó una generación de jóvenes poniéndoles el sello de «subversivos». Vivimos en una sociedad que dispara por la espalda por «villero»; que viola por «puta» o por «tortillera»; que usa «maricón» como insulto hacia quien demuestra sensibilidad; que margina en la escuela por «gordo»; que canta en la cancha «bostero bolita, volvete a tu país»; que pega patadas en el piso por «negro de mierda». En la Argentina sabemos de odio.
La violencia simbólica es el reverso necesario de todo exterminio. «No trate de economizar sangre de gaucho», aconsejaba Domingo Faustino Sarmiento en 1861 al entonces Presidente Bartolomé Mitre, «la sangre es lo único que tienen de seres humanos». El Padre del Aula se esforzaba «apartar de toda cuestión social americana a los salvajes», «indios asquerosos», en sus palabras, por quienes sentía «sin poderlo remediar, una invencible repugnancia». Nueve años después, en 1870, el aconsejado Mitre fundaría La Nación y remarcaría que sería una «tribuna de doctrina» para simbolizar «la obra cumplida y la labor futura». «Estaremos siempre del lado de los que profesan y defienden nuestros principios, sean gobierno o pueblo, y estaremos en contra de los que violen o comprometan, sean pueblo o gobierno», adelantaba en su primera editorial. Vaya si cumplieron.
El diario mitrista no especificó en aquel momento que se refería a la doctrina de derecha y al principio máximo de preservar los privilegios de los dueños de todas las cosas, pero han mantenido una prédica antiderechos de las mayorías con estoicismo a través de las décadas. Estuvieron del lado del último gobierno de facto, al que congratuló por mantener un «pleno imperio» de las libertades y justificó por su «inevitable tarea represiva» (editorial de La Nación del 11 de febrero de 1977). Y también estuvieron en contra de los gobiernos populares del nuevo siglo, a los que supieron tildar de «izquierda ideológicamente comprometida con los grupos terroristas» de los setenata, de «verdadera configuración fascista»” (editorial de La Nación del 23 de noviembre de 2015). Hace pocos días LN+ —su versión audiovisual— fue escenario de expresiones misóginas y de la banalización de la salud mental, con fines de hostigamiento político, contra la figura de la vicepresidenta de la nación y, por añadidura, contra el grupo que ella representa.
Pero el discurso de odio de Laura Di Marco y Viviana Canosa es solo la cola de ratón de un constructo sociocultural que, históricamente, se ha dirigido contra ciertos colectivos para desvalorizarlos, estigmatizarlos y, finalmente, menoscabar sus derechos. «El odio no es un problema cognitivo-moral; la violencia es una cuestión estructural» consideró el director general de Planificación Estratégica e Investigación de la Defensoría del Público, Flavio Rapisardi, y agregó: «Entonces lo que tenemos que hacer es cambiar las estructuras de desigualdad y de diferencia como desigualdad, o sea de diferencia discriminatoria, para poder terminar con la comunicación violenta».
Un delito ampliamente tipificado
La construcción de mecanismos legales para prevenir y combatir los discursos de odio, amplificados por las redes sociales, es una preocupación que compartimos con sociedades que, en todas partes del globo, han atravesado experiencias traumáticas como la nuestra. Europa, un continente en donde existió la Shoá y el genocidio armenio, es punta de lanza en el debate en torno a la aplicación de marcos jurídicos eficaces que concilien el derecho a la vida privada, el derecho a la libertad de expresión y la prohibición de la discriminación. El Consejo Europeo ha elaborado una serie de directrices para diferenciar qué expresiones ofensivas no son suficientemente graves como para ser restringidas, cuáles constituyen un perjuicio que deba sujetarse al derecho civil y administrativo y cuáles deben ser prohibidas por derecho penal.
La libertad de expresión no es un valor absoluto: debe limitarse para proteger los derechos de las personas. Así lo entienden los pactos a los que nuestro país ha adherido, como, por ejemplo, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer y la Convención Americana sobre Derechos Humanos que, en su artículo 13, inciso 5, prohíbe por ley «toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional». A nivel nacional, la Ley Antidiscriminatoria N.º 23.592, incluye los actos que menoscaben el pleno ejercicio de derechos por razones de «ideología, opinión política o gremial, sexo, posición económica, condición social o caracteres físicos».