Rogers Waters y la estratégica cultura de la cancelación

El músico británico Roger Waters ha personificado sobre el escenario a fascistas por décadas, no como apología sino como crítica al fascismo. Sin embargo, ahora es investigado por la policía alemana por incitación al odio, luego de que el 17 de mayo se presentara en un show en Berlín vistiendo el famoso traje militar de estilo neonazi, inmortalizado en los conciertos en vivo de la mítica ópera rock de 1979 The Wall y en su versión fílmica de 1982.

Rogers Waters ha sido acusado por el Departamento de Seguridad de Alemania de hacer apología del nazismo. La acusación e investigación se basa en haber usado en su último concierto en Berlín un uniforme oscuro y un símbolo de dos martillos cruzados como referencias al nazismo. Waters ha personificado sobre el escenario a fascistas por décadas, no como apología sino como crítica al fascismo. Pero en tiempos de la Guerra Fría estaba bien, aunque, como George Orwell, nunca dejó de identificarse políticamente con la izquierda.

Ahora que Waters es identificado globalmente como un crítico de la hipocresía del Mundo libre, hay que buscar cualquier excusa para crucificarlo. Es lo que viene ocurriendo con otras figuras clásicas de la crítica antiimperialista. Al menos dos de ellos me han referido los absurdos linchamientos por los cuales están pasando. 

El gobierno de Alemania, seguramente en el contexto de la guerra de hegemonías que tiene lugar en Ucrania, ha acusado a Waters de apología nazi, que es como acusar a Hitler de socialista porque su partido se llamaba Nacional Socialismo, algo que, además, es una tradición inoculada. Según la acusación del gobierno alemán, «se considera que el contexto de la ropa usada es capaz de aprobar, glorificar o justificar el gobierno violento y arbitrario del régimen nazi de una manera que viola la dignidad de las víctimas y, por lo tanto, perturba la paz pública».

Cuando se usan las formas legales para subvertir el contenido semántico y lograr así efectos políticos, eso se llama fascismo, no simplemente lawfare. Este absurdo ha crecido primero en la cultura y más recientemente en las leyes estadounidenses, con la prohibición de palabras como «negro« o «racismo» hasta para explorar la historia sin maquillajes o para criticar el mismo racismo. Porque, en el fondo, la mayor debilidad de toda ley escrita es que no puede juzgar intenciones tan claramente como palabras y, de ahí, el derecho de la Ley Miranda «a permanecer callado» y prevenir así que una sola palabra condene al acusado a varios años de cárcel. Porque las leyes que dicta la tradición e, incluso, las leyes escritas las escribe el poder, la forma es más importante que el contenido, algo que fue central en el conflicto de Jesús vs. los maestros de la ley.

Así, un presidente puede enviar a todo un país a una, dos, tres guerras racistas e imperialistas y dejar países sembrados de cadáveres y destrucción, pero no puede decir la palabra «negro». Figuras como Malcolm X y Martin Luther King cada vez suenan más incómodos por decir «la palabra», como si no hubiese sido suficiente haber silenciado el detalle de que ambos eran socialistas. Ahora tampoco se puede decir gay en las escuelas, ni mencionar la esclavitud delante de un joven blanco «para no herir su sensibilidad».

Tampoco olvidemos que la cancel culture no es solo cosa de fascistas en el poder, sino también de progresistas aburguesados, infantilizados por la psicología Disney y con una hipersensibilidad funcional que no deja enfrentar la historia y el presente de frente y sin miedos. Esta estrategia del silencio y la mediocridad es tan poderosa que termina siendo adoptada por las mismas víctimas. Recuerdo a dos jóvenes estudiantes que protestaron porque en una de mis clases proyecté el breve clip en el que Malcolm X distinguía a «el negro del campo» de «el negro de la casa», no porque estuviesen en desacuerdo con la idea sino porque Malcolm X decía N***” tres o cuatro veces. Por no volver sobre un escándalo puritano y administrativo que provocó en la Universidad de Georgia la película argentina Doña Bárbara (1998), la que había asignado a uno de mis cursos (La inmoralidad del arte, 2005).

Claro, no todos alcanzan este grado de absurdo, pero es significativo que exista un solo caso y, no en pocos, haya terminado con el despido de varios profesores, todos antirracistas. En mi caso, mi reacción no fue defenderme y menos excusarme, sino contraatacar. Es fácil ceder terreno ante los fascismos de todo tipo, pero luego recuperarlo lleva sangre, sudor y lágrimas.

El fascismo representa el poder de los de arriba y el miedo de los de abajo, y de ahí su obsesión de refugiarse en un pasado grandioso e inexistente, imponiendo por la fuerza la libertad propia sobre la libertad ajena, todo en nombre de la libertad y las buenas costumbres.

Por eso el arte (no el arte comercial) es tan necesario: porque, si es verdadero arte, va siempre más allá del dogma y los opresivos mitos sociales, como lo es la prohibición de perspectivas políticas o sociales bajo la acusación de ser adoctrinación ideológica. Como si la prohibición y los viejos dogmas sociales no fuesen formas de adoctrinación ideológica, y de las peores.

Los dos martillos cruzados que aparecen en el vestuario de Waters es un símbolo que Pink Floyd usó en diferentes conciertos y videos como The Marching Hammers. Como mínimo hay que reconocer que The Wall se anticipó a la historia varias décadas. Ahora, ¿habrá que prohibir también la clásica sátira de Charles Chaplin El gran dictador de 1940? Allí el actor usó dos cruces en referencia a la cruz gamada como forma de parodia crítica, antes de ser incluido en la lista negra de «sospechosos de comunismo» en Estados Unidos ¿Y qué hacemos con Mark Twain, García Lorca, Bertolt Brecht, Arthur Miller..? ¿Y Eugene Ionesco? Una de sus obras, casi olvidada por el gran público, El rinoceronte, de volver a tener alguna influencia social sería prohibida, no por su alusión a la cultura de la cancelación fascista, a la alienación colectiva, no bajo alguna acusación directa, sino por pertenecer al «teatro del absurdo» o alguna forma de degeneración.  

Hitler escribió un libro mediocre (1925), lleno de plagios y pintó cuadritos que más que arte eran ilustraciones, algunas bien logradas pero intrascendentes, por lo cual quemó libros y cerró la Bauhaus. Franco escribió una novela patriótica, Raza (1940), que brilló por su mediocridad; Ron DeSantis escribió un libro de historia patriótica (2011) lleno de clichés… Todos fueron demolidos por la crítica. Todos, una vez en el gobierno, se dedicaron a prohibir libros y artistas que no se acomodaban al dogma oficial o no eran lo suficientemente adulatorios de sus poderes. Lo mismo hizo la CIA siempre, pero en secreto.

Prohibir obras de arte por ser ofensivas no sólo es una profunda manifestación de torpeza intelectual sino también un característico síntoma del fascismo. Lo cual viene a ser lo mismo. Para las malas obras de arte están los críticos y el juicio del público, no la ley.  Este signo fascista de prohibir y censurar obras, libros y palabras se extendió en el civilizado occidente desde la misma Alemania, cien años antes, y hoy es una orgullosa práctica en Estados Unidos, con especial énfasis en el estado de Florida.


La respuesta de Roger Waters a las acusaciones de nazi

El bajista, cantante y compositor puso el foco en las intenciones políticas detrás de un argumento que malinterpreta el sentido original y actual de The Wall, y señaló sus opiniones como principal razón de las críticas alemanas e israelíes, que señalaron especialmente la imagen de Anna Frank en las pantallas.

Aquí el comunicado completo:

Mi reciente performance en Berlín ha atraído ataques de mala fe que buscan silenciarme porque están en desacuerdo con mis opiniones políticas y principios morales. Los elementos cuestionados son claramente una declaración en contra del fascismo, la injusticia y el fanatismo en todas sus formas. Los intentos de retratar esos elementos como otra cosa son falsos, y están políticamente motivados. El retrato de un fascista demagogo desquiciado ha estado presente en mis shows desde Pink Floyd The Wall, en 1980.

He dedicado mi vida a hablar en contra del autoritarismo y la opresión allí donde la vea. Cuando era chico, tras la guerra, a menudo en mi casa se pronunciaba el nombre de Anna Frank, y ella se convirtió en un recordatorio de lo que ocurre cuando no se controla al fascismo. 

Mis padres lucharon contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y mi padre pagó el precio mayor. Sean cuales sean las consecuencias de estos ataques contra mí, seguiré condenando la injusticia y a todos aquellos que la perpetran.


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Jorge Majfud

Escritor, arquitecto, doctor en Filosofía por la Universidad de Georgia y profesor de Literatura Latinoamericana y Pensamiento Hispánico en Jacksonville University, Florida, Estados Unidos. Autor de libros de ensayos y ficción recientemente publicó La frontera salvaje. Doscientos años de fanatismo anglosajón en América Latina.

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