La falsa narrativa de censura: Meta y su resistencia a la regulación democrática
El desmantelamiento de los sistemas de verificación de hechos de las plataformas de Meta busca reescribir las reglas del juego de la gobernanza digital, presentando los esfuerzos regulatorios legítimos como amenazas a la libertad de expresión. El anuncio de Zuckerberg es una declaración de resistencia corporativa al control democrático.
Mark Zuckerberg ha lanzado una bomba en el debate sobre la gobernanza digital. En un mensaje que marca un giro radical en la política de Meta, el CEO ha anunciado el desmantelamiento de los sistemas de verificación de hechos, inicialmente en Estados Unidos, la reducción de la moderación de contenidos y una confrontación directa con los esfuerzos regulatorios globales. Todo esto bajo la bandera de «volver a las raíces» y la «libertad de expresión».
El anuncio no podría ser más revelador: Meta eliminará a los verificadores de hechos (fact-checkers) cuyo rol ha sido fundamental para hacer frente a las oleadas de desinformación particularmente en contextos electorales, reemplazándolos por un sistema de «notas comunitarias» similar al de X, argumentando que han sido «demasiado parciales políticamente». Esta decisión, también anunciada por su nuevo director de Asuntos Globales, Joel Kaplan, junto con la simplificación de las políticas de contenido y la reducción de los filtros de moderación, marca un inquietante retroceso en la protección del ecosistema digital. No solo debilita las defensas contra la desinformación sistémica, sino que expone a un mayor riesgo a grupos y personas en situación de vulnerabilidad, precisamente quienes más están expuestas al acoso, la discriminación y los discursos de odio que proliferan en las plataformas digitales.
Detrás de las palabras de Zuckerberg se dibuja una estrategia calculada para resistir el impulso regulatorio global. Bajo el pretexto de combatir la «censura», Meta busca reescribir las reglas del juego de la gobernanza digital, presentando los esfuerzos regulatorios legítimos como amenazas a la libertad de expresión. Esta táctica resulta especialmente preocupante cuando anuncia su alianza con el presidente electo Donald Trump para «resistir a los gobiernos de todo el mundo [que] persiguen a las empresas estadounidenses y presionan para censurar más».
Zuckerberg da un paso más al describir a Europa como un continente que «institucionaliza la censura», y más alarmante aún, cuando afirma que «los países latinoamericanos tienen tribunales secretos que pueden ordenar a las empresas que eliminen contenido en silencio». Esta retórica no solo es inexacta sino peligrosamente reduccionista.
La realidad desmiente esta narrativa simplista. Las iniciativas regulatorias, particularmente en Brasil y la Unión Europea, emergen de una necesidad democrática impostergable: contener el poder desmedido de las grandes tecnológicas sobre el discurso público. El reciente enfrentamiento entre la justicia brasileña y X (antes Twitter) es ilustrativo. Los tribunales y reguladores que Zuckerberg descalifica no son “secretos” ni arbitrarios; son instituciones que, como el TSE brasileño, operan con transparencia y legitimidad constitucional para proteger los procesos democráticos frente a amenazas digitales concretas y al incumplimiento de las obligaciones establecidas en las legislaciones vigentes. Es la soberanía digital frente al poder corporativo de las Big Tech.
El CEO de Meta revela una visión alarmantemente sesgada y hegemónica de la libertad de expresión. Al proclamar que «Estados Unidos tiene las protecciones constitucionales más fuertes para la libertad de expresión en el mundo», Zuckerberg no solo ignora décadas de desarrollo en el derecho internacional de los derechos humanos, sino que intenta imponer una interpretación estadounidense que concibe este derecho como absoluto e ilimitado. Esta perspectiva, enraizada en una tradición jurídica específicamente anglosajona y blanca, choca frontalmente con el consenso global establecido en tratados internacionales, que reconocen que la libertad de expresión conlleva responsabilidades específicas y puede estar sujeta a restricciones legítimas y necesarias.
Los marcos jurídicos internacionales, como la Convención Americana sobre Derechos Humanos o el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, han establecido claramente que este derecho debe equilibrarse con otras protecciones fundamentales: el respeto a la reputación individual, la seguridad nacional, el orden público y la salud moral de las sociedades, así como la prohibición de toda propaganda en favor de la guerra y la apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia. Esta visión, producto de décadas de deliberación internacional y experiencia democrática global, contrasta agudamente con la simplista narrativa corporativa de Meta, que parece más interesada en evadir la responsabilidad que en proteger genuinamente la libertad de expresión.
El traslado de los equipos de moderación de California a Texas, bajo el argumento de reducir preocupaciones sobre sesgo, parece más un gesto político que una medida sustantiva. Esta misma narrativa se refleja cuando Meta critica la supuesta opacidad de los tribunales latinoamericanos, mientras mantiene sus propios algoritmos y procesos de moderación como cajas negras impenetrables. Esta asimetría informativa evidencia un doble estándar que socava cualquier pretensión de diálogo honesto sobre la gobernanza digital.
Lo que Zuckerberg presenta como un retorno a las raíces de la libertad de expresión es, en realidad, un peligroso abandono de la responsabilidad corporativa sobre el impacto de sus acciones. Su anuncio llega en un momento crítico: la desinformación erosiona el tejido democrático global y la integridad de la información, la polarización fractura sociedades, y los discursos discriminatorios y de odio amenazan no solo los procesos democráticos sino la seguridad misma de individuos y comunidades. Ante este panorama, Meta no solo elige desmantelar sus mecanismos de control interno, sino que además descalifica activamente los esfuerzos legítimos de regulación democrática. Más grave aún, la eliminación de fact-checkers de sus plataformas revela una postura que fortalece los discursos que debilitan el periodismo y la credibilidad de quienes verifican información.
La verdadera amenaza para la democracia no proviene de los esfuerzos regulatorios estatales, sino de permitir que las grandes tecnológicas operen sin supervisión efectiva, determinando unilateralmente las reglas del discurso público global. El anuncio de Zuckerberg no es un manifiesto por la libertad de expresión; es una declaración de resistencia corporativa al control democrático.
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