El Eternauta en la era del algoritmo
El Eternauta, en esta nueva versión, es muchas cosas. Es entretenimiento, pero también es una declaración de principios en un mundo donde el principio de todo parece ser la ganancia. Es una forma de recuperar el relato en una época donde casi nadie lo tiene. Es un «tanque» argentino en la galaxia, no por lo que destruye, sino por lo que ilumina.
En 1957, un guionista y un dibujante imaginaron una nevada mortal cayendo sobre Buenos Aires. En plena Guerra Fría, cuando el miedo venía de afuera y la esperanza también, Oesterheld y Solano López escribieron una historia sobre una invasión que no llegaba desde el espacio sino desde el cielo. Y la resistencia, lejos de los tanques o los héroes musculosos, estaba en el hombre común, en el vecino, en el tipo de la vuelta. El Eternauta nació como una advertencia y se convirtió, con el tiempo, en una brújula moral.
Pasaron más de sesenta años y esa historia —profundamente argentina, profundamente política— vuelve a cobrar vida. Pero lo hace en un mundo donde las historias ya no se cuentan igual. Donde la mayoría de las producciones audiovisuales no nacen en una redacción ni en un estudio, sino en una planilla de Excel llena de métricas, targets y mercados. Un mundo donde el algoritmo decide qué vale la pena ver. Y en ese contexto, que una serie como El Eternauta exista —y tenga el impacto que está teniendo— no es menor. Es, de hecho, una rareza. O mejor dicho: una excepción que dice mucho del estado general de las cosas.
El Eternauta no llega disfrazada de global. No suaviza sus bordes. No neutraliza su acento. No pide permiso. Está filmada con el barro de Buenos Aires, con los silencios del conurbano, con el dolor de las Malvinas y la memoria de los golpes.»
Porque no se trata solo de la serie. Se trata del momento en que llega. Se trata de cómo irrumpe. De cómo ocupa el centro de la conversación cultural durante semanas, como si el país entero se hubiese puesto de acuerdo en mirar al mismo lugar. En un país donde el 80 % del consumo de series y películas pasa por plataformas de streaming, y donde la media de atención ronda los ocho segundos por contenido, lograr eso es un milagro.
Pero El Eternauta no llega disfrazada de global. No suaviza sus bordes. No neutraliza su acento. No pide permiso. Está filmada con el barro de Buenos Aires, con los silencios del conurbano, con el dolor de las Malvinas y la memoria de los golpes. Tiene ciencia ficción, sí, pero también tiene fideos con tuco, colectivos sesenta, padres agotados y chicas que usan TikTok mientras esquivan la nieve mortal. No intenta que todos la entiendan: se hace entender desde su propia verdad.
Esa decisión es política. No de partido, sino de narrativa. En una época donde la cultura tiende a la homogenización, y donde se prioriza el «contenido que funcione en todos los mercados», esta serie apuesta por lo opuesto. No quiere ser «apta para todos», quiere ser fiel a sí misma. Y lo logra.
Por eso emociona tanto una escena que, en otro contexto, podría pasar como un chiste: el shopping posapocalíptico convertido en paraíso de la abundancia. Góndolas llenas, sin controles, sin escasez, sin vigilancia. Es un momento de respiro en medio del desastre. Un momento donde todo parece posible. Y ahí, sin decirlo, late una idea muy conocida en estas tierras: que nadie se salva solo. Que no alcanza con sobrevivir, que hay que hacerlo con dignidad.
Ese debate —intenso, apasionado, incluso violento en redes— es la prueba más clara de que estamos frente a un fenómeno cultural de primer orden.»
Ese gesto —ese shopping lleno sin culpa— puede sonar a herejía en un mundo que adora la eficiencia, el mérito, la escasez como virtud. Pero para muchos, fue una escena profundamente emocional. Una forma de decir que el futuro también puede ser generoso. Que no todo colapso tiene que llevar al sálvese quien pueda. Que incluso en el fin del mundo, puede haber lugar para compartir.
Y es en esos gestos donde la serie empieza a disputar sentidos. Porque no tarda en llegar la pregunta: ¿de quién es El Eternauta? ¿Qué representa? ¿Por qué genera orgullo en un sector, rechazo en otro, apropiación en todos? Lo que se discute no es solo una obra. Es una visión del país. Es una manera de estar en el mundo.
Ese debate —intenso, apasionado, incluso violento en redes— es la prueba más clara de que estamos frente a un fenómeno cultural de primer orden. No por sus efectos especiales. No por su presupuesto. Sino por su capacidad de tocar una fibra que estaba ahí, esperando ser activada.
Un dato que ayuda a entender el contexto: en 2023, Netflix produjo más de novescientos títulos originales en todo el mundo. Solo 38 de ellos fueron latinoamericanos. Y apenas una fracción tuvo impacto más allá de su región. En ese panorama, que una serie argentina no sólo logre destacarse, sino que sea traducida a más de veinte idiomas y genere conversación en países que ni sabían quién era Oesterheld, no es menor. Es una anomalía. Una anomalía feliz.
Y ahí aparece una escena que parece salida de un sueño surrealista: japoneses discutiendo cómo se juega al truco. No es literal, pero casi. Esa imagen —orientales intentando descifrar los códigos del envido, el «quiero vale cuatro» y el mentir con estilo— encapsula lo que está pasando. Por primera vez en mucho tiempo, lo vernáculo no se achica frente al mundo. Al contrario: lo arrastra, lo fascina, lo obliga a mirar para este lado. No desde la caricatura, sino desde la autenticidad.
El Eternauta se impone. Porque no es una serie más. Es un símbolo. Es una declaración. Es la prueba de que aún en medio de los algoritmos, del contenido masticable, de los relatos importados y las plataformas infinitas, todavía hay lugar para contar historias propias.»
Claro que no todo es celebración. La estrategia de lanzar todos los capítulos juntos —el famoso dumping cultural— tiene su costo. Se gana en impacto, se pierde en ritual. Se entra en el ranking global, pero se evapora la conversación semanal. Esa costumbre de ver un capítulo, comentarlo con amigos, esperar el próximo, construir teoría. La cultura compartida se transforma en consumo individual. Y en esa lógica, incluso los contenidos más potentes se consumen y se desechan como si fueran cualquier cosa.
Pero incluso así, El Eternauta se impone. Porque no es una serie más. Es un símbolo. Es una declaración. Es la prueba de que aún en medio de los algoritmos, del contenido masticable, de los relatos importados y las plataformas infinitas, todavía hay lugar para contar historias propias. Para narrar desde el sur, con nuestras voces, nuestros gestos, nuestras heridas.
No es casualidad que uno de los personajes sea un veterano de Malvinas. No es una concesión. Es una decisión narrativa que recuerda que este país ya fue invadido. Que ya resistió. Que la ciencia ficción también puede tener memoria. Y que el futuro, si quiere tener sentido, tiene que conversar con el pasado.
Tal vez por eso la serie genera tanto orgullo. Porque es patriótica sin ser solemnemente nacionalista. Porque es local sin encerrarse en el costumbrismo. Porque encuentra un equilibrio difícil: el de contar lo propio sin pedir disculpas, pero sin impostar heroísmos. Porque, al final del día, nos devuelve algo que hace rato extrañábamos: la sensación que nuestras historias importan.
El Eternauta, en esta nueva versión, es muchas cosas. Es entretenimiento, sí. Pero también es una declaración de principios en un mundo donde el principio de todo parece ser la ganancia. Es una forma de recuperar el relato en una época donde casi nadie lo tiene. Es un «tanque» argentino en la galaxia, no por lo que destruye, sino por lo que ilumina.
Mariano Quiroga
Periodista especializado en redes sociales. Creador de Multiviral, comunidad, portal, escuela y consultoría de habilidades tecnológicas y conciencia digital.
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