El dominio de la comunicación y la lucha por su democratización
El mundo cambia, la tecnología avanza —hoy hablamos hasta de metaverso y discutimos si la inteligencia artificial sustituirá a los periodistas— pero parece que nos empujan a pelear en campos de batalla equivocados, munidos de herramientas perimidas, mientras las corporaciones mediáticas hegemónicas desatan sus estrategias, tácticas y ofensivas en nuevos escenarios, en guerras que pasaron de ser de cuarta y quinta generación a un nuevo formato acorde a esta etapa del capitalismo de plataformas y vigilancia.
Primero debemos recordar que la comunicación es un derecho humano. Y hoy pretendemos pelear por su democratización, pero no bastan arcos y flechas contra los misiles informáticos, los drones, la inteligencia artificial.
Hoy vivimos en un feudalismo tecnodigital, lejos, muy lejos de la libertad y la equidad prometida por los mentores de las Tecnologías de Información y Comunicación (TIC). El investigador argentino Alfredo Moreno, señala que bajo el manto de una retórica de democratización y acceso a la información, progreso e innovación se esconde el más puro y antiguo sistema de dominación.
Nick Srnicek en Capitalismo de Plataformas, afirma que «internet se ha transformado en una suerte de utopía neoliberal desregulada y con pocos ganadores». Las plataformas no tributan en casi ningún país y muchas veces ni tienen oficinas, lo que impide cualquier tipo de verificación y sometimiento a las normas y leyes de nuestros países.
Los datos generados en la actualidad por los usuarios en internet constituyen una materia prima y las plataformas son quienes extraen la plusvalía de ésta. Es una forma de reorganización del capitalismo que, ante la caída paulatina de la rentabilidad de la manufactura en los últimos años, se volcó hacia los datos como un modo de mantener el crecimiento económico y la producción.
Unas semanas atrás causó conmoción un robot que pasó exitosamente el test de Turing al producir mensajes difícilmente diferenciables de los que emite un ser humano. Lo cierto es que mecanismos informáticos nos suplantan progresivamente; cajeros automáticos; dispositivos cibernéticos conducen autos, aeroplanos y drones; analistas artificiales diagnostican enfermedades o interpretan documentos jurídicos con mayor precisión que nosotros los humanos, sus colegas biológicos.
Las máquinas redactan, componen música, elaboran gráficas e incluso compiten en ajedrez mejor que el campeón mundial del juego ciencia. Incrementan su velocidad y capacidades de manera vertiginosa y exponencial, mientras que las nuestras permanecen estáticas. Los analistas anticipan que en pocos años la informatización hará desaparecer más del 40 % de los puestos de trabajo.
Las grandes tecnológicas digitales han servido para el crecimiento de la desigualdad a escala mundial. Y hoy, cada vez se hacen más necesarias las políticas públicas que cuiden y promuevan el bien común del conocimiento, la seguridad sobre los datos y el acceso de la ciudadanía, de las comunidades, a los servicios basados en software e Internet.
El mito del Silicon Valley californiano cayó junto con la acumulación escandalosa de ganancias, tecnoempresarios dictadores, desigualdades sociales indecorosas, desempleo crónico, millones de pobres suplementarios y un puñado de tecnooligarcas que acumularon fortunas jamás igualadas.
Pandemia y progresismo
Las medidas transitorias llegaron para quedarse y a medida que se prolongó la pandemia, los nuevos hábitos se incorporaron en la cotidianeidad, en un proceso paralelo al ritmo que las empresas privadas crean, implantan y expanden sus diversas plataformas digitales (durante el año 2020 se decuplicaron respecto de 2019).
Esta nueva situación está permitiendo registrar, recopilar, almacenar, mercantilizar y analizar las respuestas de la mayoría social. Porque con la implantación y obligación de las TIC, todos nuestros movimientos dejan una huella electrónica, datos al desarrollarse gran parte de las relaciones, transacciones y gestiones de forma telemática.
La pandemia impulsó un inédito y profundo cambio social, un gran salto cualitativo (y cuantitativo) respecto de la situación previa: se está consolidando y legitimando la cuarta revolución tecnológica (4.0), de forma silenciosa (paradójicamente) y sin resistencia social. La pregunta es quien impulsó la pandemia…
Más allá de la pandemia, lo cierto es que los gobiernos progresistas nunca creyeron en la necesidad de una política informativa, que redundara en la información y en la formación, y en la participación ciudadana. Se recitó el estribillo de la batalla de ideas, pero siempre desde el síndrome de plaza sitiada —hay que defenderse permanentemente de un eventual ataque enemigo—, síndrome que se apropíó de los espacios oficiales de comunicación y en la reacción defensiva permanente y de corto plazo de los ataques hostiles, olvidando la agenda propia del diálogo con la ciudadanía y del debate con los adversarios políticos.
Para ello colaboraron los nuevos conquistadores, que desde universidades europeas nos vinieron a vender espejitos de colores e impedir locuras como la de Telesur, que insistía en vernos con nuestros propios ojos después de cinco siglos de colonización. Algunos reviven el Informe McBride 1980 (de hace 43 años) cuando hoy el big data permite a la información interpretarse a si misma y adelantarse a nuestras intenciones, convirtiendo a la democracia en una dictadura de la información manejada por las grandes corporaciones. Seguimos en guerra y en ella no hay neutralidad posible.
El verso de la democracia
Tal vez ningún término usado recurrentemente en el espacio público fue ultrajado de tal manera que no solo fue vaciado de contenido, sino que perdió todo sentido, como la voz democracia, Hoy se exalta un concepto reduccionista de la democracia, que encierra y congela la soberanía y la participación popular en un palacio presidencial y un hemiciclo parlamentario.
En nuestros países, la forma más adecuada para garantizar la estabilidad gubernamental ha sido la democracia controlada o democracia de baja intensidad. que consigue la estabilidad a través de la desinformación que promueven los medios de comunicación monopolizados, que se está revelando como más eficiente que las dictaduras militares.
La desinformación juega un papel relevante en el sostenimiento del orden sistémico occidental, que controla los principales medios que llegan a la población, que son los que asesinan la verdad y la democracia. Los mejores contenidos periodísticos no tienen, generalmente, ninguna consecuencia, porque el poder y los medios a su servicio los ignoran.
Es esencial que la redistribución de la riqueza esté en el tope de las prioridades de un gobierno del y para el pueblo. ¿Es esto posible sin hablar de la redistribución de la palabra? ¿O seguiremos siendo rehenes de la dictadura del discurso único de medios concentrados, meros apéndices del poder establecido?
La deuda con la comunicación popular debe ser saldada con acción afirmativa valiente y no cosmética. En definitiva, con política pública que permita que la libertad de expresión no quede solo reservada a los patrones. Se trata de crear medios propios, sin duda, pero no para competir por la opinión de las mayorías, sino para consolidar el campo popular, a los pueblos en movimiento, al abajo que se mueve y resiste. No es algo menor.
Para nuestro Sur, ese «modelo» siempre vino de la mano de la retórica de las potencias coloniales. La democracia fue asesinada en nombre de la democracia, para emplearla como instrumento de legitimación de las estructuras de poder, dominación y riqueza. Antes esos mismos habían asesinado la verdad usando las herramientas del terrorismo mediático de los medios corporativizados en todo el mundo.
Es evidente que la democracia no existe en los medios. Ese control casi absoluto ha conseguido algo que décadas atrás parecía imposible: erradicar el conflicto de la percepción del público. Los más brutales crímenes pueden pasar inadvertidos si los medios se empeñan en ello.
Cuando este control mediático se desborda, porque la realidad resulta demasiado evidente, ahí está la policía, el golpe de Estado permanente, para reventar las protestas, o la llamada justicia para deshacer, con el lawfare, los caminos democráticos. De nada han servido las leyes de medios, porque son carne de cañón para el aparato judicial elitista y corrupto, aliado a los grandes intereses corporativos.
No existe algo llamado democracia, si es que alguna vez existió. Desde el momento en que las opiniones y las voluntades de las personas son moldeadas y manipuladas por gigantescas maquinarias que escapan a cualquier control que no sea el de las clases dominantes, entrar en el juego electoral parece no tener sentido ni futuro.
La derecha política y mediática regional repite eslóganes y prejuicios contra el Estado y su presencia en políticas públicas de inclusión social y cuidado en salud, mientras los gigantes del mundo digital abusan de la posición dominante de mercado y del mega flujo de datos que alimentan sus algoritmos como «armas de destrucción matemática».
¿Inteligentes?
Creemos que portamos un teléfono personal, inteligente. Pensamos que el celular nos pertenece, pero no hay nada menos personal. El algoritmo está en nuestro querido celular, donde se esconde un tipo de sociedad, que es del conocimiento, de un sistema de poder, dicen que sostenido en una ideología algorítmica neutral.
Y uno va viendo cómo, de a poco, el celular se va apropiando de tu ser: te pide la huella digital mientras realiza sin que se lo pidas tu reconocimiento facial, lo tienes ligado a tu cuenta de correo digital, a tu tarjeta de crédito o de débito, y vas recibiendo notificaciones y noticias de instituciones y gente que ni siquiera sabías que existen. Y entonces te acuerdas que había algo que se llamaba intimidad y que lo fuiste perdiendo.
En un mundo capitalista donde el uno por ciento de la población posee el 50 % de la riqueza, y el 10 % posee el 88 %, la inmensa mayoría que no es propietaria de medios de producción y vive de la venta de su fuerza de trabajo devendrá inútil en cuanto las máquinas desempeñen sus labores de forma más rápida, barata y eficiente.
El capital ha esclavizado pueblos, exterminado naciones, desencadenado genocidios sin más objetivo que obtener dividendos. ¿Que hará con una fuerza laboral suplantada por mecanismos que no exigen salarios?, se pregunta el intelectual venezolano Luis Britto.
Hoy, bajo el manto de una retórica de democratización y acceso a la información, progreso e innovación que disparan desde las ONG europeas, se esconde el más puro y antiguo sistema de dominación
Seguimos negándonos a vernos con nuestros propios ojos. Seguimos viendo con ojos ajenos, del enemigo, copiando sus modelos, discutiendo las temáticas que agendan las ONG europeas, muy socialdemócratas ellas, olvidando a nuestras gentes en nombre de la lucha por nuestro futuro.
En Argentina, la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual materializó un marco legal propicio para avanzar en la democratización de un ámbito tan crucial para el ejercicio del poder en las sociedades actuales. En términos de balance, lo más evidente es la distancia entre ese marco legal y lo que se llegó a aplicar. De hecho, el poder de fuego y el peso económico de los «medios dominantes», que la ley venía a regular y a limitar, hoy es mayor que entonces.
La desinformación (incluyendo el bombardeo de los fake news) juega un papel relevante en el sostenimiento del orden sistémico occidental, que controla los principales medios que llegan a la población, que son los que siguen asesinando la verdad y la democracia. Construir abajo y a la izquierda, parece ser el único camino emancipatorio posible. Porque lo único que se construye desde arriba, es un pozo.