Conicet: sin conocimiento soberano, no hay libertad
Generar, no comprar. Inversión, no gasto. Satélites, litio y vacunas o una esclavitud del siglo XXI. Por qué la ciencia es un gran negocio para el país.
El conocimiento es el mayor valor de nuestro pueblo —de los pueblos, diría, si esto estuviera esculpido— y, como siempre decimos, el conocimiento se genera o se compra. Desarrollarse como país es generar conocimiento. Es lo que permite que un país tenga expectativas de que, a través de la soberanía —sinónimo del conocimiento-, nos acerquemos a la libertad.
Si tenemos que importar todas las patentes, si se puede comprar en el mercado el territorio de la Argentina, si las multinacionales son las que explotan nuestros recursos naturales y no nos permiten agregarle valor; si tenemos que hacer cola para comprar la vacuna que nos salve de una pandemia, somos mucho menos libres.
Nos acercamos a una dependencia que se asemeja a la esclavitud del siglo XXI.
Por eso, es importante insistir con un concepto que ya no debiera estar en discusión: la producción de conocimiento es la mejor inversión que tiene un pueblo, que tiene una política, que tiene el Estado. No es gasto. Así como vacunar es mucho más barato que curar.
Estamos convencidos de la necesidad de invertir en ciencia, en tecnología y en formación de profesionales propios; de generar políticas públicas que apliquen ese conocimiento y de ser capaces de tener un Estado que no solo esté presente, sino que, además, produzca; que resuelva la parte del mercado que no puede resolver la empresa privada. Esto de que hay gente que no entra en el mercado porque es pobre y no consume —en nuestro caso, el 50 % de nuestra población— es inaceptable.
¿Quién resuelve los problemas del 50 % de nuestra gente? La ciencia pública, el conocimiento público, la educación pública, la tecnología pública y la nacional, pública y privada. Pero siempre esas bases de iniciativas privadas, nacionales o mixtas, están nutridas del capital que aporta el Estado para construir su músculo y no tener que importarlo. Argentina ha invertido durante toda su historia en generalizar el conocimiento, valorizar la ciencia y desarrollar la tecnología.
Podemos hacerlo mejor
¿No ha sabido hacerlo? ¿No ha generado las estructuras suficientes? ¿Ha puesto todo en una canasta y las otras canastas son demasiado pequeñas? Es probable. Seguramente tenemos que hacer las cosas mejor, pero no debemos dejar de hacerlas.
La discusión de este tiempo no puede ser si existe el conocimiento público, si existe la ciencia pública o si existe el desarrollo de tecnología pública. Primero, porque sabemos hacerlo, tenemos el conocimiento. Construimos satélites, producimos vacunas, producimos semillas, explotamos nuestro suelo, le agregamos valor a nuestras riquezas naturales. Somos capaces de desarrollar una industria nacional a partir de generar celdas y baterías de litio, hacemos volar un avión a litio o un colectivo eléctrico con baterías que acumulan desde energías limpias. Eso lo sabemos hacer. Desde nuestra universidad hicimos todo eso y lo estamos haciendo. Quienes lo están haciendo no están importados de prestigiosas universidades mundiales. Son nuestros recursos humanos formados.
¿Qué vamos a hacer? ¿Vamos a desarmar el valor estratégico de producir conocimiento y lo vamos a comprar afuera? ¿Acaso hemos perdido la razón?
Hay doscientos años de inversión nacional en esto. Desde los orígenes de la patria y aun pasando por períodos profundamente conservadores en el siglo XIX, la élite fue capaz de pensar que el país podría desarrollarse si invertía en conocimiento. La ley de eduación laica, obligatoria y gratuita, la inversión en observatorios, museos, laboratorios, la reforma universitaria, la gratuidad de la enseñanza superior. Todo una historia —con avances y retrocesos— de compromiso con el conocimiento soberano.
Estoy convencido de que los paradigmas del siglo XXI para la Argentina se construyen en esa dirección, así como se construyen en el mundo.
Esto no nos vuelve comunistas. Tener igualdad de oportunidades no es ser comunista ni todas las definiciones que se han dado en tono aterrador (no estoy diciendo ni coincido con que sean aterradoras).
No somos eso. Somos un colectivo social que quiere tener una oportunidad. Quien no la quiera tener no la aprovechará. Esa condición de igualdad de oportunidades es lo que define los límites de nuestras aspiraciones inclusivas. Queremos una sociedad lo más igual posible, construida con el esfuerzo de todas las personas que estén dispuestas a hacerlo.
Esa condición debe ser la base de nuestro modelo. Allí es donde las universidades publicas tenemos un rol, porque sabemos hacerlo. Tenemos que ser más útiles, formar parte de una gran política pública.
Pero a no equivocar el camino: si no les pagamos la beca, si no les permitimos cerrar el doctorado, si no pueden integrar un proyecto de investigación, es probable que nuestros científicos tengan que emigrar. Una política así es expulsiva y es nuestra obligación trabajar para que no suceda.
Un gran negocio para el país
Vayamos por ese camino: construyamos oportunidades, sigamos invirtiendo en ciencia, que estamos haciendo un negoción para aquellos que piensan en términos de mercado. Gastamos muchísimo menos en formar gente y en producir conocimiento que en curar enfermos, alimentar desnutridos, cubrir las necesidades básicas que son imposibles de satisfacer por su número, desde la vivienda, las cloacas, el agua… Si miramos desde ahí, queda muy clara la razón por la cual vale la pena invertir en educación y ciencia, lejos de los discursos vacios, egoístas, cortoplacistas y mercantilistas.
Tenemos todo para hacer el mejor de los aportes. No hay que empezar a construirlo ahora. No estamos en etapa de cimientos. Ya techamos. Tenemos que mejorar algunas imperfecciones para que nuestra obra, nuestra catedral, termine de estar en condiciones para cumplir esa función que soñamos desde el progresismo: producir concimiento soberano para la igualdad de oportunidades de nuestro pueblo.