Lo que hacemos en la cama tiene su eco en la eternidad. Sobre «Napoleón» de Ridley Scott

Napoleón —la reciente película del cineasta Ridley Scott interpretada por Joaquin Phoenix— es, según los especialistas, un film poco riguroso históricamente. Como afirma el autor de esta nota,[1]Este artículo fue publicado originalmente por Revista Común Scott elimina de un plumazo cualquier referencia al contexto histórico y político como causa explicativa de la trama. «En una obra de ficción qué duda cabe, uno puede referir el telos de la acción a las pulsiones sexuales y psíquicas de sus personajes. Pero ¿cabe hacer lo mismo en el caso de una figura como Napoleón? Y al hacerlo, ¿no quedamos ayunos de criterios para comprender al personaje y lo que hizo como figura pública?»

Nieve y barro. A orillas del Danubio, Máximo Décimo, comandante de los ejércitos del norte, general de las legiones Félix, se dispone a dar la orden de ataque contra los últimos reductos de resistencia de marcomanos y cuados. Tras la victoria, el emperador Marco Aurelio encarga una última misión a su más afamado general: dirigir el proceso de transición del Imperio hacia la República. Cómodo, el hijo del emperador, despechado, desplazado del poder, asesina a su padre y teje un golpe mortal contra Máximo. No es necesario que continúe con una historia conocida por casi todos, en una de las películas de mayor impacto en la filmografía de Ridley Scott.

Gladiator (2000), cuyo guion se basa en la novela de Daniel P. Mannix Those About to Die (1958), generó entre mis colegas historiadores sensaciones encontradas. Si bien no cabía sino celebrar su producción y factura técnica, las imprecisiones históricas merecieron comentarios de desaprobación. La tensión entre novela histórica e historia es el trasfondo que late, a modo de impensado, bajo las críticas que el gremio lanzó contra la película. En realidad, se trata de una vieja cuestión, tan vieja como el propio oficio del historiador, que afecta a la naturaleza narrativa de la historia, al estatuto de veracidad de las fuentes y al lugar que ocupa la ficción en la factura de los relatos historiográficos. Y es que la historia como disciplina moderna surgió en el siglo XIX definiendo un espacio disciplinario particular frente a la literatura y a la filosofía de la historia. Estos debates, que dieron origen a nuestra disciplina, están instalados de manera más o menos formal en nuestro inconsciente. Los historiadores volvemos a ellos en una suerte de ritual que actualiza el estatuto de nuestro oficio cuando nos sentimos interpelados por quienes desafían dichas fronteras. Decía Pierre Bourdieu que la pertenencia a un campo disciplinario, el haber sido adecuadamente socializado en su lógica, supone no sólo incorporar, como si de una segunda naturaleza se tratara, un saber hacer, sino una illusio y una libido sciendi; es decir: una adhesión a las creencias que norman lo que en él se hace y un lazo emocional que nos sensibiliza ante lo que en él pasa y a lo que a él le pasa. Por eso, algunos de mis colegas, ante el éxito de Gladiator, sentían la obligación, en nombre de esa lealtad a los principios de la disciplina, de sostener vehementemente que, pese a la excelente factura y vibrante trama, una cosa era lo que allí se contaba y otra la verdad consensuada por la historiografía en torno al reinado de Marco Aurelio y las guerras germánicas del siglo II d. C.

Veinticuatro años después, Ridley Scott se ha vuelto a embarcar en otra épica histórica: Napoleón, en esta ocasión con un guion original salido de la pluma de David Scarpa. La película merece, en principio, una valoración similar a la de Gladiator: una producción excelente y una ambientación que hará las delicias de quien, como un servidor, se rebelaba ya desde niño contra aquellos péplums, algunos memorables, en los que los romanos invadían la Galia en pijama corto y con sandalias de playa. Y como GladiatorNapoleón también adolece de imprecisiones históricas. Éstas, sin embargo, pertenecen a un orden distinto: son menos sustanciales porque no afectan a la trama, la cual se ajusta bastante al relato histórico. Las imprecisiones se sitúan más en el ámbito de los detalles: Napoleón dirigiendo una carga de caballería, un coracero ruso portando una bandera austriaca, una entrevista entre Wellington y Napoleón que nunca tuvo lugar, el bigote del mariscal Ney, etc. Y si bien este elenco de agravios ha despertado la indignación de esa anónima, pero numerosa masa de frikis de las guerras napoleónicas, el historiador debería encontrar aquí menos motivos para mostrarse puntilloso que en el caso de Gladiator.

A mi juicio, el problema del Napoleón de Scott apunta hacia una cuestión mucho más relevante que su falta de apego a la literalidad del pasado. En Gladiator, Scott ha podido desviarse del relato historiográfico exitosamente porque nos ofrece una trama literaria con sentido. Entendemos qué mueve a cada personaje, los conflictos que los atraviesan, la colisión de voluntades enfrentadas y las contradicciones inherentes a la coyuntura en la que unos luchan con otros. Y el sentido último de todo esto es de orden moral y político. El gran problema que encara la película es el de la crisis de los sistemas políticos, víctimas de la corrupción y el agotamiento. La apuesta de Scott es la siguiente: el éxito de que logremos regenerar la política y sus instituciones depende de que seamos capaces de promover al frente de esta empresa a personas capaces y virtuosas. Cómodo es un depravado que ansía el poder. Máximo desea regresar a su hogar y gestionar su hacienda. Quiere dejar el ámbito público para volver al privado, al de la idiocia según los griegos, que para la élite romana constituía, sin embargo, la forma de vida más perfecta. Máximo, en consecuencia, corona sus virtudes morales con la falta de ambición política. Platón, en Las Leyes, decía que una constitución virtuosa era aquélla que lograba que gobernaran quienes no querían hacerlo. Puesta en contexto, la frase es un llamado a la repolitización de la aristocracia ateniense. Hoy, sin embargo, contiene un profundo mensaje subversivo.

Pero las virtudes estoicas de Máximo, filosofía que permea toda la película, vienen acompañadas además del reconocimiento de su valía por parte de la comunidad política. Por un lado, del aparato militar que, lejos de todo idealismo, representa la fuerza necesaria para dirigir cualquier proyecto de cambio. Por otro, y una vez convertido en gladiador, de la masa, de la plebs de Roma que lo venera, no por la calidad de su mensaje político, sino por su capacidad para satisfacer sus demandas emocionales y estéticas.

Finalmente, el cambio político al que aspira Marco Aurelio no se proyecta hacia el futuro, sino hacia el pasado. La tradición constituye aquí el puntal que dota de una textura temporal específica a esa concepción del cambio. El proceso político que Máximo debía dirigir, apoyándose en el ejército y en las masas, habría de culminar en la restauración de las viejas instituciones republicanas. El modelo temporal es cíclico: la pureza de un estado original, de una Roma gobernada por las virtudes y depositaria de una misión histórica, ha sido pervertido y olvidado. Bajo todo el oropel y la fastuosidad del Coliseo, se aprecia el naufragio moral y el nihilismo de la vida política. Sólo una intervención forzosa, aunque legítima por su origen y dirección, puede hacer que Roma vuelva a ser lo que fue y lo que nunca debió dejar de haber sido. El héroe responde al llamado de la historia: «lo que hacemos en esta vida tiene su eco en la eternidad». Como puede apreciarse, el mensaje que late bajo esta secuencia es profundamente conservador: necesitamos líderes excepcionales, una mezcla entre filósofo estoico, jefe militar y líder populista, que combata el desorden del presente y reinstaure un estadio pasado, glorioso y puro: Make Rome grate again! Y sin embargo, pese a todo ello, la película se entiende. Napoleón, no.

Napoleón transcurre fundamentalmente en dos escenarios: la alcoba y el campo de batalla. En el primero, donde se concentran las mayores licencias de la ficción, se nos informa sobre la relación de Napoleón y Josefina, e indirectamente, de la de Napoleón con su madre: María Leticia Ramolino. En el campo de batalla, Scott nos lleva de la mano desde la primera campaña comandada por Napoleón en el sitio de Tolón hasta su derrota definitiva en Waterloo. El problema surge precisamente en la conexión, a través del protagonista, entre ambos espacios. El Napoleón de Scott está movido, en su carrera hacia la conquista de Europa, por una serie de energías y pulsiones. Entre ellas, en primer lugar, las que son producto de su relación con las mujeres: la erótica con Josefina y la sublimada con la figura de su madre. Josefina, una mujer que debe prostituirse para salvar la vida y la hacienda después del terror rojo jacobino, encuentra en el soldado y futuro emperador una tabla de salvación, y establece con él una relación extraña, donde convergen: la indiferencia sexual, el temor a perder el estatus conquistado después de tantas penurias y la frustración por no lograr dar un hijo al emperador. La madre de Napoleón no sólo está presente como un espectro en el campo de batalla, sino como mediadora del mercado sexual que permitiría a su hijo procrear al tan ansiado heredero. En los vericuetos de este espacio privado, el espectador descubre la fuerza motriz que lleva a Napoleón desde París a Moscú. Que su relación con las mujeres es la clave de todo se anuncia desde el principio, cuando un todavía joven Napoleón asiste estupefacto a la ejecución de una dignísima María Antonieta bajo el delirio del terror rojo.

Una segunda fuerza motriz, subordinada a la primera, es la ambición. Napoleón representa la figura de un arribista sin muchos escrúpulos que sabe aprovechar las oportunidades que se le presentan. Pero esa inteligencia no oculta su condición de advenedizo, sus toscos modales, su grosería y su absoluta falta de educación. Se trata de un personaje chabacano, que altera el orden y la paz en Europa con el mismo ímpetu con el que copula con Josefina. Una bestia, al fin y al cabo, al que Scott hace responsable, en el recuento final, de los tres millones de muertos resultado de las guerras napoleónicas. En otros términos, de un plumazo, Scott elimina cualquier referencia al contexto histórico y político como causa explicativa de la trama. En una obra de ficción, qué duda cabe, uno puede referir el telos de la acción a las pulsiones sexuales y psíquicas de sus personajes. Pero ¿cabe hacer lo mismo en el caso de una figura como Napoleón? Y al hacerlo, ¿no quedamos ayunos de criterios para comprender al personaje y lo que hizo como figura pública? ¿Puede entenderse su coronación en Notre Dame sin tratar adecuadamente las condiciones políticas que transformaron la República en un Imperio? ¿Cómo podemos dotar de sentido a la invasión de Rusia sin comprender la alianza de fuerzas que amenazaban a Francia en aquel momento? Las acciones del personaje, interpretado por un Joaquín Phoenix que recuerda en exceso al Joker de Todd Phillips, quedan vaciadas de todo nervio político o moral, reduciéndose a una extensión de las energías psíquicas y sexuales más esenciales. Sexo y muerte, erotismo y tanatos: he ahí el vínculo entre los dos escenarios en los que discurre la película. La crítica, pese a la indignación de Scott, es legítima: ¿cabría hacer una película sobre Picasso sin hablar de pintura?

Napoleón también es en consecuencia una película conservadora. Pero lo es de una forma distinta y mucho más preocupante que Gladiator. En primer lugar, porque esta versión de Napoleón está inspirada punto por punto en la propaganda británica de la época. Bonnie es un advenedizo, un carnicero salvaje y ambicioso que ha puesto patas arriba la Pax Britannica. Nada se nos dice de la figura que compiló el Código Civil —monumento que permitió a Francia y a gran parte de Europa romper definitivamente con el feudalismo y situarse en condiciones de producción capitalista—, nada del hombre que discutía con Goethe y al que admiraba Hegel; nada del terror blanco de los thermidorianos antidemócratas; ni de los intereses económicos e imperiales de la Corona británica, o de su alianza «antinatura» con las fuerzas reaccionarias de Rusia, Austria y Prusia; nada de las constantes amenazas y las guerras de agresión de los aliados contra la joven República francesa; nada, en definitiva, del conflicto entre un nuevo mundo que se anuncia y otro que agoniza.

He de insistir en que el problema no radica en una mayor o menor fidelidad al relato histórico, sino en la despolitización absoluta del personaje y de la trama y en su sustitución por esta suerte de añeja propaganda aderezada con dosis de psicoanálisis gallináceo. La inclinación a psicologizar el cine histórico forma parte de una tendencia característica de nuestra cultura actual. Con ella, la explicación de todo comportamiento remite al estado emocional del protagonista, y especialmente, al factor sexual del cual depende en última instancia su autoestima. El sujeto, recortado de todo nexo social y colectivo, carga a sus espaldas el lote psíquico que le toca, haciendo frente a un mundo donde sólo existen otros individuos, también psicologizados. La sociedad resultante es una miríada de «empresarios de sí», arrojados a una competencia sin cuartel, en la cual, de cada uno depende convertir esa mochila emocional en una carga o en una ventana de oportunidades. Toda acción, en definitiva, resulta de una sublimación de las pulsiones del individuo. Todo episodio histórico, pese a su complejidad, es susceptible paradójicamente de juicio moral pues, a fin de cuentas, su sentido último radica en los impulsos de quienes, aparentemente, lo orientan y dirigen.

Este clima cultural no es del todo nuevo. En Outside the Whale (1960), E. P. Thompson analizaba las causas y la textura ideológica del retraimiento político que llevaron a cabo los intelectuales ingleses de la generación de 1930, durante la década de 1950. Thompson encontraba la causa fundamental en el desencanto moral y político ante la deriva del comunismo de entreguerras y el inicio de la Guerra Fría, con su lógica de bloques y su desmovilización de las energías revolucionarias activas tras la victoria contra el fascismo. Auden y Orwell representan figuras destacadas de este retraimiento. El desencanto de ambos autores con el proceso histórico desembocaba en una deriva individualista y psicologista. La izquierda y, en concreto, los comunistas aparecen ahora como tipos psicóticos, aventureros insensibles al valor de la vida humana. Sus decisiones se explican como producto de estas pulsiones de sangre y se valoran al margen de toda contextualización, como si fueran almas enfrentadas a un marco de elección puro ante el cual bastaría con disponer de un equipamiento moral adecuado. Se olvida, recuerda Thompson, que se trataba de gente real, enfrentada a un contexto que no habían elegido y que les colocaba ante la disyuntiva de participar en lo que, en Spain, Auden denominó como el «asesinato necesario». De no haberlo hecho, la guerra se habría perdido y con ella, incluso, esa posibilidad del retraimiento de Orwell y Auden. Se olvida además que, junto con la ambición y la sed de sangre, convivió la entrega desinteresada, la camaradería y el sacrificio. El comunismo de entreguerras, no fue sólo Stalin: fue la lucha antifascista y la defensa de la democracia. Así, al confundir esa política (criminal) con toda política, el intelectual desencantado sólo encuentra refugio en la vida interior y en el libre juego de las formas literarias: es la invitación de Orwell al quietismo absoluto, a la mera constatación del hecho de habitar Inside the Whale.

Hoy día, esta lógica ahistórica y apolítica se ha perfeccionado, aderezada a través de una mixtura de «técnicas psi», de ideología del management, y de toda esa chatarra de la autoayuda y la autoestima. Definitivamente, debemos situar al Napoleón de Scott en el marco de esta matriz ideológica. Al escamotear toda referencia al contexto político —insisto en ello: entendido no como una reconstrucción fidedigna del pasado, sino como un campo de fuerzas y como colisión entre diferentes proyectos colectivos—, las acciones del personaje carecen de sentido, en la doble acepción del término: como significado y como dirección del proceso. Tras ver la película, a uno puede asaltarle una pregunta bizarra, pero acorde al guion que se nos ofrece: ¿cuánto dolor habría evitado Europa si el emperador hubiera ido a terapia, contado con un buen coaching y acudido a algunos talleres de inteligencia emocional?

Como puede observarse, el conservadurismo de Napoleón es distinto al de Gladiator: aquí la política aún existe, y Scott apuesta abiertamente por una solución conservadora. En Napoleón, el conservadurismo se ha actualizado y se expresa renunciando a toda forma de explicación y tensión política. Dicen las malas lenguas que se estrenará en breve, en una plataforma digital, una versión extendida de cuatro horas de duración. Muchos espectadores han depositado aquí la esperanza de que este manifiesto vacío se resuelva. Pero, aunque así fuera, la pregunta seguiría en pie: si cuatro horas es una duración excesiva para una sala cinematográfica, ¿por qué se decidió prescindir precisamente de la trama política? En todo caso, se resuelva o no esta cuestión con la nueva versión, es importante insistir en algo fundamental: bajo este aparente apoliticismo posmoderno del que hace gala Scott en su Napoleón, se esconde una ontología política que si algo tiene de eficiente se lo debe al hecho de presentarse como ajena a cualquier compromiso político. Quizás, pocas personas como Margaret Thatcher supieron captar la naturaleza íntima del neoliberalismo, cuando dijo aquello de que «nuestro objetivo no es la economía, sino el alma». Napoleón, en este sentido, es una película política sin política.

En su lecho de muerte, cuentan algunas versiones, Napoleón pronunció tres palabras que resumían el sentido de su vida: «France, Armée, Joséphine». Scott, quien se hace eco de la frase, olvida el primer término y se centra en los dos últimos. Cuando se le inquiere por esta ausencia, responde malhumorado a los historiadores que se busquen una vida. Nosotros no le pedimos a él que se busque una vida, pero sí le recordamos que habría sido justo darle una a su personaje. Al fin y al cabo, lo que hacemos en la vida, tenga o no su eco en la eternidad, es algo más que lo que hacemos en la cama.  

Notas
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1 Este artículo fue publicado originalmente por Revista Común
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Alejandro Estrella González

Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Cádiz y profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana (UNAM) de México. A lo largo de su trayectoria se ha especializado en historiografía y epistemología de la historia.

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