Yo no la veo, vos no la ves, ¿y ellos qué ven?  

No se hizo esperar. A menos de veinte días de haber asumido, el rejunte improvisado de la coalición libertaria que gobierna temporalmente la Argentina, con su clásico manual bajo el brazo, vino a imponer de forma abrupta, sin diálogos y ningún consenso, la lógica de mercado a todos los aspectos de la vida social. Es un ataque masivo a años de luchas y debates que construyeron derechos humanos, culturales, ambientales, laborales, previsionales, de salud, económicos y sociales, y que ahora se pretenden borrar sin pruritos.

El sector cultural no ha quedado exento. Además de los despidos masivos de trabajadores estatales, se proponen eliminar las instituciones públicas más antiguas, desfinanciar otras más nuevas, derogar leyes antimonopolios, entre otras afrentas, pero el objetivo fundamental parece ser que todo recaiga en la lógica del libre mercado. Ha sido muy rápido el repudio en redes sociales y de vastos sectores del mundo cultural, desde artistas a cámaras empresariales. Seguramente se transformen en procesos de resistencia y limiten el desguace.

No es objeto de esta nota entender la letra chica de las propuestas. Intentaré marcar algunas de las relaciones entre el neoliberalismo y la cultura, tratando de dar cuenta de cómo opera la lógica de mercado en el sector cultural y sobre todo, de argumentar cuáles son las consecuencias de retirar el Estado como garante de los derechos culturales, en su rol de intermediario y regulador.

Las últimas décadas estuvieron marcadas por una aceleración de los flujos de contenidos simbólicos a partir de internet y de tecnologías que bajaron los costos de producción y acceso. Dicho proceso —sin dudas revolucionario— tiene consecuencias democratizadoras, como nunca antes en la historia, en el acceso a la producción, circulación y consumo de los bienes y servicios culturales.

La mayor parte de esos flujos de contenidos circulan bajo el paraguas de corporaciones transnacionales (Gafam + Netflix + Spotify), generando una transferencia multimillonaria de ingresos, y usos de la información social que aún están lejos de ser legisladas, mucho menos en países como el nuestro. También, la década del setenta, flujos financieros globales vienen adquiriendo empresas del sector cultural en procesos de concentración transversales a todos los sectores de la cultura, generando monopolios nacionales y transnacionales que controlan los mercados. Buscan maximizar ganancias a partir de la producción y venta de bienes y servicios culturales, homogeneizando, a su paso, la oferta de productos y narrativas culturales.

En contraposición, aparecieron (y en nuestro país con mucha fuerza) miles de proyectos culturales locales, donde la producción encontró actores sociales, comunitarios, independientes, autogestivos, que a veces pueden tener objetivos económicos, pero que sobre todo están ligados a los territorios desde donde producen. Ese anclaje es fundamental, no solo por su cercanía a las comunidades en donde habitan, sino porque su función social encuentra sentido cuando estas representan las experiencias y realidades específicas de sus territorios, cuando construyen narrativas auténticas que ayudan a fomentar el diálogo social, tejiendo nuestras identidades arraigadas y descentralizadas, y contribuyendo a la construcción de ciudadanías críticas que con su participación ayudan rotundamente a tener sociedades más democráticas. Estas características no impiden que los proyectos tengan valores comunes con las lógicas propias del sistema: aportan valor agregado a las economías locales y nacional, y generan empleo genuino, muchas veces de manera más fuerte que en las lógicas de las empresas transnacionales y las corporaciones.

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