Por qué Milei manipula la emocionalidad negativa
Milei no sólo es causa. También es síntoma. La fragmentación social lleva a la eliminación o cancelación de aquello que es distinto, especialmente cuando representa una amenaza, ya sea real o construida como preconcepto por las propias corrientes que alimentan la desintegración. La emocionalidad negativa no debería analizarse solo como un efecto de las contrariedades que se desarrollan en el terreno discursivo, sin dejar de considerar la gran incidencia que éstas poseen. Reconoce una base material que no debe soslayarse, producto de la desarticulación de la economía, y su consecuencia, el crecimiento acelerado de la desigualdad. Una realidad que no creó Milei pero que sí potenció y agravó a un ritmo vertiginoso.
La política mueve la fibra íntima de las emociones, pero ¿qué sucede cuando son las emociones negativas las que movilizan las decisiones políticas? ¿Y qué ocurre cuando la dirigencia, arrastrada por el torbellino de las redes y los medios, actúa motivada ya sea por imperio de su propia impulsividad o bien por las reacciones espasmódicas de una ciudadanía ganada por la ira o el enojo que se proyectan contra quienes responsabiliza por sus desgracias?
Si es verdad aquello de que la ira nubla la razón y nos lleva a cometer graves errores, esa sentencia que forma parte de la sabiduría popular, en los tiempos de las redes sociales y su simbiosis con los medios, bien puede ser aplicada a los comportamientos sociales.
Una sociedad contrariada, presa del enojo y la frustración, aguijoneada en sus heridas abiertas por quienes tienen el propósito de explotar sus reacciones viscerales, enfrentando los unos a los otros, creando chivos expiatorios sobre los que descargar el odio que ellos mismos se encargan de inculcar, queda expuesta a ser objeto de todo tipo de manipulaciones (incluso de las más perversas), exacerbando las conductas destructivas o autodestructivas.
Socialmente, esas corrientes gobernadas por los impulsos irracionales que nacen de la ira y el resentimiento, como lo demuestran distintos ejemplos en la actualidad, tienen su expresión en quienes actúan en calidad de sus «representantes». Es decir, que, en ciertas condiciones, la ira, el enojo y aún el odio, como fenómenos sociales que marcan los estados de ánimo colectivos, encuentran a los «actores» que los encarnan y «personifican».
En ese sentido, las pulsiones violentas del líder libertario que impregnan su lenguaje y sus acciones bien pueden ser analizadas como manifestaciones de una corriente más profunda que, acicateada por las propias campañas que buscan amplificar la irritación social, emerge a la superficie, usando al líder libertario como «vehículo» o «medio de expresión». Desde ¿Y Ahora Qué? venimos intentando describir este nuevo fenómeno, difícil de interpretar y mucho más aún de enfrentar, al considerar, desde esa perspectiva, a Milei no solo como causa sino como síntoma.
Base material y «chantaje emocional»
La emocionalidad negativa no debería analizarse solo como un efecto de las contrariedades que se desarrollan en el terreno discursivo, sin dejar de considerar la gran incidencia que éstas poseen. Reconoce una base material que no debe soslayarse, producto de la desarticulación de la economía, y su consecuencia, el crecimiento acelerado de la desigualdad. Una realidad que no creó Milei pero que sí potenció y agravó a un ritmo vertiginoso.
Las penurias por alcanzar lo mínimo indispensable para sobrevivir, la convivencia con la inseguridad, la violencia y el fantasma presente de la exclusión como amenaza lacerante, hacen que millones de argentinos vivan en un estado crónico de sobresaltos, angustias, incertidumbre y temores. Una realidad que incluye no solo a los más excluidos sino también a amplios sectores de las clases medias.
A su vez, el abismo que marca las diferencias y contrastes sociales hace lo suyo, potenciado por la exhibición obscena de la riqueza y el poder, en contraste con las penurias del infra-consumo y la escasez extrema. Como ejemplo incontrastable de la fractura social, puede citarse el antecedente de lo que significó la escuela pública: lejos ha quedado la etapa en la que era, no solo un símbolo sino un espacio efectivo, real, de integración social. Un espejo donde se proyectaba la imagen de una sociedad que reunía en un mismo espacio y lugar a quienes tenían procedencias sociales diferentes e incluso antagónicas.
Allí se generaban, como es sabido, instancias de igualación que si bien no eliminaban las diferencias conformaban una amalgama que, en lo social, ayudaba a formar una base cultural favorable a la integración y el reconocimiento del «otro» como parte integrante de una comunidad única. Nuestra Patria, nuestra comunidad nacional.
Hoy, como se sabe, ese mundo estalló en pedazos. Perdió fuerza la integración de lo diverso y ganó espacio la violencia que conlleva la fragmentación social, con sus infinitas manifestaciones. Si algo caracteriza a una sociedad fragmentada es que tiende a perderse el sentido de pertenencia a la comunidad como un todo, y a que prevalezcan las identidades conformadas a partir de cada fragmento individual. Chocando los unos con los otros, enfrentándose mutuamente, esterilizándose en conflictos que se repiten y que nunca logran alcanzar una síntesis superadora.
La integración de un todo heterogéneo conduce al reconocimiento de las diferencias, a la aceptación de un «otro» distinto, pero no por ello ajeno al mundo al que pertenecemos. La fragmentación, al contrario, lleva a la eliminación o cancelación de aquello que es distinto, especialmente cuando representa una amenaza, ya sea real o construida como preconcepto por las propias corrientes que alimentan la desintegración. Por lo general proyectada hacia los eslabones más débiles de la cadena social, que son los que reciben la descarga violenta de un sistema que los excluye y que, tomando las palabras del Papa Francisco, los concibe (a los sujetos) como objetos de «descarte».
Ese estado crónico en el que, socialmente, transcurre la fragmentación conlleva, como lo han marcado distintos especialistas, una alta sensibilización que moviliza las fibras de las emocionalidades negativas, en muchos casos generadoras de conductas basadas en reacciones autodefensivas que se manifiestan, no pocas veces, en forma intempestiva. Introduciendo entre los distintos sectores ganados por esa lógica una interacción y una dinámica social regresiva. Se imponen así, comportamientos impulsados por las emocionalidades negativas que tienen una proyección directa sobre las relaciones sociales, la política y lo público.
La técnica de la nueva derecha consiste, precisamente, en tocar la tecla de esa emocionalidad negativa, inyectando nuevas dosis de veneno en una sociedad descarnada, desprovista de resguardos que la protejan, y que lleva sus emociones a flor de piel. Así, la ciudadanía queda presa de lo que algunos psicólogos sociales llaman «chantaje emocional». Recientemente lo dijo Giuliano da Empoli, autor de El Mago del Kremlin y más recientemente de Los Ingenieros del Caos, en los que abreva el asesor estrella de Milei, Santiago Caputo, al señalar: «la nueva política es ira y algoritmo». Le faltó decir que lo que califica como «nueva política» no es otra cosa que la política ejercida por la nueva derecha.
Ira, porque construye su propia fuerza apelando a la exaltación del rechazo y del odio social a quienes tienen enfrente, al «otro» o a los «otros» que no forman parte de su propia identidad. En nuestro caso «la casta». Algoritmo, porque utiliza los recursos tecnológicos de la Big Data para particionar en innumerables fragmentos, según las circunstancias y las conveniencias, los destinatarios de los mensajes que inoculan su veneno.
Es sabido que el propio lenguaje de las redes sociales conlleva la exaltación de lo emocional como código que gobierna la interacción comunicativa. Especialmente, a través de la imagen y la exposición de la vida Íntima y privada proyectada como objeto de interés público. Esa exposición adquiere tintes narcisistas al centrar la mirada en uno mismo, reforzando por esa vía la dimensión emocional que regula los códigos con los que se establecen los intercambios comunicacionales mediante las plataformas.
Las propias categorías que invitan a reaccionar ante los contenidos publicados en las redes interpelan más que a la razón a las emociones. El uso de emojis, también reproduce esa lógica. Una práctica que a fuerza de generalizarse como una forma de actividad socialmente compartida y que concentra, diariamente, buena parte nuestro tiempo y atención, transforma al espacio virtual en el «lugar» donde se desarrolla, cada vez más, nuestra «vida social», modelando conductas y comportamientos.
¿Puede instrumentarse, en la escala en que logra hacerlo la nueva derecha, la manipulación de las emocionalidades negativas sin el recurso de las nuevas tecnologías y las redes sociales? La respuesta por la negativa cae por su propio peso. La revolución digital, con sus efectos ambivalentes y contradictorios, preparó el terreno para hacerla posible. Especialmente, impuso como código de comunicación imperante el lenguaje emocional, desplazando, cuando no negando, el lenguaje de la razón. Un camino que conduce a alterar el significado de la propia realidad, al extremo incluso, como sucede con la post-verdad, de negar su existencia como tal.
La nueva derecha cabalga sobre ese terreno y no rehúsa recurrir a la mentira, a la falsificación de los hechos, si se trata de un recurso eficaz para provocar el efecto buscado.
En el campo nacional no son pocos los que creen, erróneamente, que para combatir a Milei en el terreno político no hay otro remedio más que imitarlo. Que sólo se lo puede contrarrestar utilizando sus mismas armas, sin advertir que esa vía conduce a retroalimentar el mismo mecanismo de la fragmentación que ellos promueven. Justamente, aquello que es imprescindible contrarrestar y superar para reconstruir, en el campo político, las bases del movimiento nacional.
A la fuerza que promueve el conflicto y los enfrentamientos es necesario oponerle una fuerza que, hoy más que nunca, promueva la unidad. Recurriendo, por la positiva, a los valores, emociones, propuestas y programas que funcionan como antídotos al veneno propagado por Milei. Y que adquieran la capacidad de transformarse en banderas convocantes de la unidad nacional, dejando en un segundo plano las diferencias que a la luz de la gravedad de lo que acontece en el país, deberían abandonarse. ¿Se encuentra la dirigencia nacional a la altura de semejante desafío?
La política como ejercicio que propicia la unidad y la integración de lo diverso en función de un proyecto de Nación inclusivo se enfrenta hoy con la política convertida en una técnica de manipulación de las emocionalidades negativas, cuyo objetivo es alimentar la fragmentación y las divisiones, para imponer un modelo económico diseñado para el beneficio de unas minorías. Reaparece así con una fuerza inusitada el viejo conflicto, presente como constante a lo largo de nuestra historia, derivado del antagonismo integración versus desintegración. Quizás lo novedoso que trae consigo la nueva derecha en la Argentina sea, en lo político, la agresividad, el quebrantamiento de los códigos que regulan la convivencia democrática y la ausencia completa de límites para ejercer la manipulación indiscriminada de las emocionalidades negativas que les sirven a sus objetivos. Y que no encuentra aún en la dirigencia la capacidad de articular una resistencia que le ponga freno y le impida seguir avanzando con su plan de desmantelamiento del país y del Estado.
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