Lucía Wegelin: «Los discursos de odio hoy se dirigen a las identidades políticas»

La investigadora analiza la inédita grieta que surgió en la pandemia y el nuevo escenario en el que conceptos como democracia y derechos humanos quedaron petrificados en relatos que, asegura, terminaron volviéndose canónicos, alejados de la experiencia para los más jóvenes.

«Los discursos de odio se montan sobre prejuicios que tienen años de historia, como el antisemitismo, o la diferencia de género. Su particularidad es que nombran prejuicios que se vuelven parte de la esfera pública, no solo del discurso público de una persona, sino de la discusión pública», señala Lucía Wegelin, licenciada en Sociología y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.

Investigadora del Conicet y docente en la carrera de Sociología (UBA), Wegelin es investigadora del Centro Cultural de la Cooperación, dirige los estudios cualitativos del Grupo de Estudios sobre Ideología y Democracia y es coordinadora del Laboratorio de Estudios sobre democracia y autoritarismos de la Universidad Nacional de San Martín.

Entre sus publicaciones e investigaciones más recientes se encuentran el informe Encrucijadas de la política en la post pandemia, diversos estudios de opinión y grupos focales sobre perfiles de votantes y el libro Discursos de odio. Una alarma para la vida democrática (Unsam Edita), también junto con Ezequiel Ipar y Micaela Cuesta.

—En sus investigaciones señalan que desde la pandemia notan una nueva grieta entre «ellos», los políticos, y «nosotros», «los que estamos de este lado». ¿Qué pistas de esa nueva grieta fueron tomando forma para llegar al escenario de la última elección presidencial? ¿Cuáles son las bases de apoyo de este gobierno en función de esa idea?

—Lo que vimos en los grupos focales que hicimos durante la pandemia —por zoom y con gente de todo el país—, fue la configuración de un «nosotros» frente a un «ellos» novedoso. «Ellos» eran los que no padecían el encierro, el detenimiento de la vida, el miedo. Había un otro no padeciente al que se culpabilizaba por los padecimientos de ese «nosotros» que sufría. Esos otros, además, aparecían asociados a la figura de los políticos, los gobernantes. Observamos una larga línea de culpabilización sin distinción, que incluía a todos los lados del espectro político. Notamos rápidamente que había un «nosotros» y un «ellos» nuevos. Al mismo tiempo, surgía un nuevo tipo de discurso político que se vislumbraba posible de construir en esa nueva articulación de un «nosotros y ellos»; un discurso montado sobre esa nueva división del campo político ideológico.

—Entre sus hallazgos muestran que «ellos» no solo quedaban exceptuados del sufrimiento, sino que eran responsabilizados por ese padecimiento del «nosotros». ¿Cómo se conjuga esa responsabilización totalizadora del Estado y la política con el escepticismo que surge en la postpandemia?

—Ahí hay matices. Yo asociaría el escepticismo a un tipo de antipolítica más propia de la desafección. No encontramos una subjetividad desafectada políticamente sino una activamente enojada con la política. Por supuesto que había un cierto escepticismo en relación con lo que la política puede hacer para sacarnos de esta situación, ya que fue la que la produjo. Observamos descreimiento con la capacidad de los políticos, pero al mismo tiempo, una subjetividad afectada políticamente, comprometida con la situación social que estábamos atravesando en ese momento, con pensar quiénes eran los culpables. No se trataba de una subjetividad como la de otros momentos, más replegada al mundo privado. También por eso es que no estaban dadas las condiciones para un discurso político más de centro, que se mostrara más allá de la grieta y se replegara en resolver los pequeños problemas. No había una disposición de escucha para ese tipo de discursos; había una subjetividad muy enojada y asociada a un padecimiento grande. Eso habilitó la escucha a un tipo de discurso político cargado de afectividad y no tanto a un discurso político más escéptico y desafectado.

—¿Encontraron algún rasgo distintivo de los jóvenes que explique su apoyo a este nuevo espacio político?

—Sí, por supuesto. La experiencia de la pandemia en los jóvenes tiene que ser parte del análisis; este aspecto lo encontramos en los grupos focales que hicimos a principios de 2023. En los últimos años se empezó a ver muy claramente en las redes sociales un tipo de subjetividad joven, la del joven libertario enojado. La pandemia tuvo un rol en el relato de enojo de estos jóvenes. Allí el «nosotros» y el «ellos» quedó dividido entre el mundo adulto, que nos encerró, y nosotros, los jóvenes que lo padecimos. Cuando se focaliza en los jóvenes aparece el «nosotros» y el «ellos», y un padecimiento que no encontraba ninguna escucha en el mundo político, en el clásico sentido de un joven que no se siente escuchado por la sociedad en un padecimiento muy grande, porque le habían cortado de cuajo su etapa de socialización. En esos grupos aparecían muchos relatos, ya no experiencias individuales atravesadas por la covid, sino padecimientos de salud mental. Esto encontró un canal en un tipo de discurso político muy violento y muy distinto a otros. Un discurso político como el de Javier Milei, que atrae a esta subjetividad más desenlazada de todos los discursos políticos existentes hasta el momento.

—¿Es posible identificar un cambio en el apoyo a los valores democráticos como producto de ese padecimiento?

—Allí hay un problema más de fondo, de algún modo, que se le pasó a la sociedad democrática argentina. En este periodo se constituye una juventud a la que le había quedado muy lejos la experiencia de la dictadura, frente a un relato sobre la dictadura que se volvió muy canónico. Frente a eso, se vacía de la experiencia que llenó a ese relato. Quedan la cáscara y los nombres. Al mismo tiempo son nombres muy pesados, que vienen asociados a una experiencia que los carga muy fuertemente. Por ejemplo, las Madres de Plaza de Mayo, para mi generación y para arriba, son una institución social que viene con una historia fuerte y que a todos nos interpela. Para los jóvenes de 20, ese nombre quedó cargado de un peso social que no todos entienden. Y por supuesto que la transgresión juvenil puede operar en la crítica a esos grandes nombres canónicos que ahora quedaron asociados al relato de la última dictadura militar. Allí hay algo que se puede transgredir porque está vaciado. Eso es un problema de la democracia argentina que hay que revisar.

—¿Qué es lo que se debería revisar?

—Cómo volver a llenar de contenido a la dictadura, a la amenaza a la democracia, sin colocarlo en el lugar de lo canónico e intocable. Es decir, hay que volver a interpelar a los jóvenes con un relato sobre la memoria y sobre los derechos humanos, sobre todo. Allí hay un concepto que debemos volver a llenar de sentido: ¿qué son los derechos humanos? En cualquier grupo focal esto abre una discusión muy distinta a lo que cualquier estudioso de los derechos humanos o de la democracia podría esperar.

—¿Cómo se conceptualiza el concepto de derechos humanos en estos grupos focales, respecto del concepto argentino de derechos humanos?

—El primer problema es que aparece una interpretación punitivista de los derechos humanos. Se corre completamente del campo semántico en el que uno espera que estén y aparece la idea de que los derechos humanos son, hoy en día, solo para los delincuentes. Lo mismo pasa con el término «justicia social», que uno asocia al campo de los derechos democráticos, de la redistribución, de la igualdad. En cambio, en muchos grupos focales, sobre todo de jóvenes, hace años vemos rápidamente un corrimiento al campo de la justicia por mano propia, hacia el punitivismo. Hay una reescritura social de esos conceptos que necesita ser trabajada socialmente. Hay que actualizar ese discurso, traerlo al presente, que es lo que hacen estos jóvenes: traerlo al presente de otra manera, de un modo que desafía los sentidos democráticos.

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