Desde el oficio más bello del mundo
El autor de la nota sostiene que hoy el principal enemigo del periodismo son los periodistas, por permitir que cada día se borren más las fronteras entre el periodismo, la publicidad y la propaganda política; entre el periodismo, la farándula y las luces cegadoras del espectáculo.
Escribo esto pensando en mis queridos compañeros de oficio, los periodistas, en el comienzo de un año que cada día parece más terrible no solo para nosotros sino para toda la humanidad: 2023, el año de las malas noticias.
Ustedes me dirán si estoy equivocado: hace tiempos los periódicos, los noticieros de radio, televisión e internet (para no mencionar las redes sociales) no estaban tan llenos, día tras día, de noticias trágicas: guerras, crímenes macabros, asesinatos y violaciones de mujeres y niños, masacres de inocentes, violencia en las familias, terremotos, inundaciones, tormentas, derrumbes, incendios, huracanes… Además, golpes de Estado, revueltas populares, inflación, crecimiento inédito de la pobreza y la pérdida de empleos… Aumento de los refugiados. Hambre de millones. Expulsión masiva y violenta de buena parte de los habitantes de un país entero, como en Ucrania…
Como lector de prensa, para mí es duro empezar la mañana en medio de un caos de esta clase. No soy capaz de imaginar la mañana de un periodista de hoy, enfrentado a una realidad tan sórdida, en un país y en un mundo donde, además, el periodismo es una de las profesiones más peligrosas.
Lo confirma la Unesco: los asesinatos de periodistas aumentaron un 50% en 2022. Noventa y nueve periodistas y trabajadores de los medios de comunicación fueron asesinados en todo el mundo, uno casi cada cuatro días. América Latina y el Caribe fueron las regiones más mortíferas para los reporteros, con 44 asesinatos, más de la mitad de todos los ocurridos en el mundo. La lista la encabezan México con diecinueve asesinatos (en Ucrania, que está en guerra, hubo doce). Le siguen Haití con nueve y Colombia con cuatro. Los crímenes están en la impunidad. Mientras tanto, por su oficio, 375 periodistas están encerrados en las cárceles.
A pesar de todo esto, pienso que la violencia no es hoy el principal enemigo de los periodistas. Somos nosotros mismos que permitimos que cada día se borren más las fronteras entre el periodismo, la publicidad y la propaganda política; entre el periodismo, la farándula y las luces cegadoras del espectáculo. Es el cambio de los paradigmas de nuestro oficio. El más corrosivo de todos tal vez sea el culto a la velocidad.
Insisto que la velocidad nos impide ver lo que pasa a nuestro alrededor. Y no nos deja entendernos, ni siquiera a nosotros mismos. Mucho menos nos permite comprender el sentido de lo que hacemos. La velocidad marea. No nos deja escuchar a nadie. Ni siquiera a los otros: la tarea más bella y significativa de nuestro trabajo: ser la voz de los que no tienen voz. La velocidad nos convierte en esclavos de la agenda informativa que imponen cada día los que la fabrican. Y acabamos por convertirnos en propagandistas de la violencia colectiva, en idiotas útiles de quienes se benefician de esa violencia. En un país como el nuestro, hundido en un conflicto social y armado tan complejo, la velocidad además es uno de los peores obstáculos para encontrar la verdad, razón de ser de nuestro oficio. La velocidad nos impide investigar, nos hace informar de la matanza de hoy olvidando la de ayer. Nos obliga a renunciar a la memoria, la única que puede explicarnos el presente.
Pero aunque parezcamos a primera vista trabajadores de un oficio consumido por la velocidad, creo que los periodistas en realidad somos —como los artistas y los maestros— trabajadores de la memoria colectiva. La memoria, que es la que forja nuestra identidad.
Perdónenme si estoy equivocado. Digo todo esto con amor, invocando al escritor Albert Camus: desde el oficio más bello del mundo.