La moderada nueva ola progresista y una derecha más intolerante
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Entre 1999 y 2005 surgieron gobiernos progresistas en Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador y Bolivia, en algunos casos tras ciclos de luchas populares, de calle, que desbarataron la gobernabilidad neoliberal focalizada en privatizaciones de empresas estatales. Ahora surge una segunda oleada que se enfrenta a un panorama muy diferente, quizá más difícil, donde ya no se habla de democracia participativa ni de empoderamiento de los pobres como sujetos (y no meros objetos) de política.
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Hay una crisis de gobernabilidad democrática en América Latina o se trata de un reflejo de lo que pasa, también, en buena parte del mundo? Lo cierto es que hay un abajo que se mueve, estimulado por el hambre y el desempleo, que se hizo muy evidente desde las grandes manifestaciones de junio de 2013 en Brasil y de la decena larga de levantamientos, revueltas y protestas que atravesaron la región.
Esa ingobernabilidad abarca gobiernos de derecha y de izquierda. El problema de algunos progresismos es que buscan resolverla girando hacia el centro y también a la derecha, lo que pone en duda cualquier posibilidad de cambio, que pareciera migrar de los partidos hacia la calle, hacia los estallidos sociales que, generalmente, son reprimidos con violencia por el poder.
El propio término «progresismo» no tiene una definición unívoca, aparece como variante light de las viejas izquierda. Los progresismos —a falta de un apelativo más consensuado que abarque movimientos políticos tan diversos como el lulismo, el chavismo o el kirchnerismo—surgieron como reacción a las políticas neoliberales de los años 90, que postergaron el gasto social, desmantelaron el tejido industrial y privatizaron las empresas públicas.
Los «progresismos» son un conjunto muy heterogéneo, donde el calificativo de «nacional popular» —utilizado sobre todo en Argentina, Bolivia y en el gobierno de Pepe Mujica en Uruguay— no puede generalizarse, como tampoco la «revolución ciudadana» en el Ecuador con Rafael Correa. Se autonombran como «progresistas», defienden programas con mayor presencia estatal y reivindican la justicia social.
Pero se manejan distintas concepciones sobre la política, la economía y el desarrollo. Las diferencias no han sido menores; para ilustrarlas, en Bolivia y Ecuador se modificaron los regímenes tributarios sobre hidrocarburos, y eso nunca ocurrió en Brasil; en Argentina se aplicaron impuestos a las exportaciones de granos, pero no en Uruguay. Y hay diferencias notables entre los sucesivos progresismos dentro del mismo agrupamiento partidario y en el mismo país, como cuando se compara a Alberto Fernández con Néstor Kirchner, o Luis Arce con Evo Morales.
Los gobiernos progresistas devolvieron protagonismo al Estado y abanderaron proyectos nacionales —más allá de la subordinación imperialista a EE. UU.—, apostando por la integración regional con un impulso decidido al Mercosur, y nuevas iniciativas como la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y el Banco del Sur.
Hubo un centrado esfuerzo en deshacer las rutinas y legitimidades de la estructura económica latinoamericana, fundamentada en una alianza policlasista. Pero, para muchos analistas, el evolucionismo progresista quedó en crisis, sin expectativas más allá de las configuraciones y promesas que disponía el mercado.
La nueva ola en Latinoamérica se diferencia sustantivamente de la anterior. Se proyecta más moderada y parece apostar más por el pragmatismo que por la afinidad ideológica. Prioriza más el diálogo con las grandes potencias. No son tiempos de «vacas gordas» y en muchos casos no cuentan con abrumadoras mayorías en los cuerpos legislativos. Ya no anuncian planes refundacionales sino reformas bajo las normas del llamado «juego democrático», en la trampa de la democracia representativa de la que habla Joe Biden.
El cambio de condiciones internacionales en 2015-2016, con la caída del precio de los commodities, fue la oportunidad para decir, con el apoyo de la prensa hegemónica y las redes sociales y la ausencia fundamental de una política comunicacional, que las izquierdas eran un fracaso. Así se dio la restauración conservadora, a veces por métodos no democráticos como en Brasil y en Bolivia, con la traición en Ecuador y el fraude democrático y la aplicación del lawfare para perseguir a dirigentes progresistas.
Para los gobiernos de derecha integrarse es visto como un gran mercado. Es decir, no se trata para ellos de tener ciudadanos latinoamericanos sino sólo consumidores.
Pero también es cierto que el ejercicio del poder desgasta, sobre todo si se carece de estructuras organizativas y programáticas, y que muchos de los viejos líderes o caudillos no han permitidos el relevo generacional y persisten en lenguajes y construcciones políticas perimidas, además de hacer todo lo posible en evitar el diálogo con sus ciudadanías.
La nueva ola
Desde 2018 llegaron a la presidencia progresistas de distinto porte: Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras, Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia. En casos de estas segunda oleadas progresista, son diferentes los triunfos en Bolivia y Argentina, tras las experiencias anteriores de Néstor y Cristina Kirchner y Evo Morales.
Los obstáculos que enfrentan los progresismos no son fruto de una coyuntura sino de largos procesos incubados en las dictaduras de los setenta y ochenta, pero revitalizados en democracia bajo el modelo extractivista o acumulación por despojo, y pareciera que llegaron para quedarse, incluso con gobiernos progresistas.
Eduardo Gudynas identifica dos tendencias: una corresponde a las posiciones de Gustavo Petro y el programa de gobierno del Pacto Histórico en Colombia y la otra a las reacciones a esas ideas que expresó Lula da Silva desde Brasil, y que son parte de los progresismos convencionales que gobernaban en la década pasada.
En su discurso de victoria, Petro le propuso al «progresismo latinoamericano» «dejar de pensar la justicia social, la redistribución de la riqueza y el futuro sostenible sobre la base del petróleo, el carbón y el gas». Su idea no era nueva, ya que unos meses antes, llamó a sus «aliados ideológicos», entre ellos a Lula da Silva, para unirse en una «gran coalición» para dejar atrás la dependencia petrolera y pasar a una economía descarbonizada.
Gustavo Petro prometió «desarticular de forma pacífica el narcotráfico», pero no dice cómo piensa hacerlo si Estados Unidos se opone. Aunque Lula gane las elecciones de octubre, el bolsonarismo seguirá vivo y constituirá un obstáculo grande para su gobierno, ya que unos veinticinco millones de brasileños con valores de extrema derecha, fanáticos y que estarán con Bolsonaro en la oposición. Para evitar el caos político Lula hace alianzas con el gran empresariado y la derecha disfrazada de centro.
Para superar esta realidad heredada (no solo para gestionarla), los gobiernos progresistas deberían construir fuerzas sociales organizadas y contundentes, capaces de neutralizar a las nuevas derechas que los desestabilizan y bloquean los cambios, superando la dilapidación del entusiasmo popular de hace dos décadas, El apoyo actual algunos lo interpretan más como rechazo a la ultraderecha que un respaldo a sus programas.
La conversión de los progresismos en conservadurismos está arrastrando a buena parte de los movimientos sociales, en particular los más visibles e institucionalizados. Lo más grave es que tendrá consecuencias nefastas en el espíritu colectivo emancipatorio, aislando a los sectores más consecuentes y más firmes que, en América Latina, son los más castigados por el modelo extractivista, como los pueblos originarios y negros, los campesinos y los pobres de la ciudad y del campo, dice Raúl Zibechi.
En muchos análisis superficiales, omiten considerar que algunas victorias electorales progresistas son presidenciales, pero no se logran mayorías parlamentarias, en sociedades profundamente divididas, donde las derechas se han fortalecido al punto de poder vetar los cambios en el Congreso. Otra realidad es que muchos de quienes se califican de progresistas, carecen de propuestas adecuadas (o valentía) para cambiar la realidad de sus países, modificando las reglas de juego
Pero los nuevos gobiernos progresistas —a diferencia los de tres lustros atrás— deben convivir con nuevas realidades y limitaciones de la crisis global y de la globalización, así como la crisis civilizatoria en curso, el creciente enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Europea con Rusia y China, situaciones en la cual los gobiernos progresistas no parecen sentirse cómodos.
El expresidente ecuatoriano Rafael Correa señala que el progresismo «es ahora una izquierda más light, que habla menos claro. Se está evitando la confrontación y para remediar realidades tan injustas como la de América Latina, tienes que confrontar la democracia del consenso, para luchar contra esa sistemática exclusión de grupos como los pueblos aborígenes en América Latina. Yo me pregunto si Lincoln hubiera podido liberar a los esclavos sin confrontarse a los esclavistas. Los tienes que confrontar».
Agrega que esa realidad es América Latina, donde hay explotados, hay explotadores, y para cambiar esa explotación hay que confrontar. «Los sistemas han sido un fracaso, solo excluyen. Son sistemas perversos, tremendamente injustos, antidemocráticos que solo han beneficiado a unos pocos. Y tienen que confrontar para cambiar eso. Yo no escucho eso, veo una izquierda mucho más light. Creo sinceramente que es un error».
La otra realidad es que la segunda oleada del progresismo enfrenta una derecha más preparada. Tres lustros atrás no tenían discurso ni articulación, estaban aturdidos, pero eso se acabó en 2014, cuando comenzaron a tener articulación nacional e internacional, recursos infinitos, coordinación con los grupos de extrema derecha en Estados Unidos y Europa.
Correa señala que el siguiente paso, si Lula fuera elegido en Brasil, sería formar un bloque para crear una unión monetaria. Añade que la política latinoamericana es visceral, no es cerebral, lo que es gravísimo; «El desarrollo es un proceso político; la política es indispensable para el desarrollo. La principal causa de nuestro subdesarrollo es la mala política».
Temor al que dirá EE. UU.
Lo destacable es ante todo las actitudes dubitativas y temerosas de provocar roces con el gobierno de Estados Unidos. El progresismo actual está preso de contradicciones que en apariencia los paralizan, señala Raúl Zibechi. Los gobiernos de la región necesitan comerciar con China, ya que suele ser su principal socio comercial, pero siguen mirando a Estados Unidos como referente con el cual, con la excepción de Venezuela, Nicaragua y Bolivia, no quieren tener problemas.
Por un lado, el bloqueo de Washington contra Caracas, que conlleva tremendas secuelas económicas, puede estar funcionando como un factor disciplinador para los progresismos. Por otro, los equipos de gobiernos progresistas parecen encontrarse desorientados ante la gravedad de la crisis global, a la que no han podido anticiparse ni encuentran el modo de posicionarse como naciones, añade el analista uruguayo.
La invasión de Ucrania, el papel de China y Estados Unidos, la crisis energética y alimentaria global y sus conseuencias tienen interpretaciones diversas en el progresismo. La presidenta de Honduras, Xiomara Castro, dio marcha atrás en el establecimiento de relaciones con China, para mantenerlas con Taiwán, como lo exige Estados Unidos.
El mexicano Andrés Manuel López Obrador habla de la integración americana (no de Latinoamérica y el Caribe, el chileno Gabriel Boric critica frontalmente a Venezuela y Nicaragua, mientras el electo mandatario colombiano, Gustavo Petro, promueve el restablecimiento de relaciones con Caracas, pero no le pareció «prudente» que Nicolás Maduro asista a su asunción del cargo.
Correa insiste en que es necesario cambiar la relación de poder y recuerda que la pandemia de la covid-19 dio la razón con la necesidad de Estado, de acción colectiva, de garantizar derechos, de cosas que no son mercancía como la salud, la necesidad de coordinar esfuerzos para tener investigación.
«América Latina ha tenido que ponerse de rodillas rogando para tener vacunas. Somos seiscientos millones, somos el nueve por ciento de la población mundial y tenemos que rogar para tener vacunas porque no somos capaces de producir tecnología para salvar vidas, para nuestra gente. Si algo nos demostró la crisis es que debemos marchar con nuestros propios pies», señala.
La nueva derecha, la militarización
Una limitación, que no afectó a la primera ola progresista, es la creciente militarización de nuestras sociedades, que se intensificó desde la crisis capitalista de 2008. Siendo América Latina el continente más desigual del mundo, la intervención de las fuerzas armadas y policiales en el control de las poblaciones persigue congelar esa situación.
En Chile, Gabriel Boric hizo campaña electoral prometiendo la desmilitarización de Wall Mapu, pero volvió a decretar el estado de excepción en la región, enviando más uniformados y blindados que el neoliberal Sebastián Piñera. La militarización del territorio mapuche es un asunto estructural, que atraviesa gobiernos de todos los colores, así como dictadura o democracia.
Un aspecto central de la militarización es el despliegue de grupos ilegales integrados por exmilitares y policías, dedicados al control de la población y a hacer negocios con sus necesidades básicas como el transporte, el acceso al gas y la internet.
En América Latina está tallando una nueva derecha que no tiene el menor empacho en mostrarse como racista y antifeminista. Durante mucho tiempo las izquierdas, los sindicatos y movimientos populares tuvieron el monopolio de calles y plazas, pero desde la crisis de 2008 la derecha comenzó a ocuparlas de forma casi permanente.
Eso no solo sucedió en Brasil, sino también en Argentina, Chile, Perú y Ecuador. Esta presencia no sólo pone límites a las fuerzas progresistas y de izquierda, sino que a menudo las desconcierta y desmoviliza. Esta nueva derecha reacciona contra el destacado papel que están jugando las mujeres, los colectivos LGTBQ, los pueblos originarios y negros, a las que considera como amenazas al lugar de privilegio que ocupan las minorías blancas de clase media urbana.
Los medios hegemónicos de comunicación y las plataformas digitales crean una necesidad psicológica y los ultraderechistas o libertarios, políticos de la negación, venden a los consumidores la droga con todos los ingredientes reaccionarios como seguridad, inmediatez, victimización. Algunas alucinaciones son tan viejas como la Teoría del genocidio blanco, inventada en el siglo XIX cuando los negros se convirtieron en ciudadanos, casi en seres humanos, señala Jorge Majfud.
Esta política de la negación profundiza y limita la discusión de la política de identidad (como la negación del racismo; la negación de la existencia de gays y lesbianas) silenciando la matrices como la existencia de una lucha de clases y cualquier forma de imperialismo propio. Si de eso no se habla, eso no existe. Esa es la labor de los medios en manos de las grandes empresas, divulgadores del credo ultraderechista.
Majfud indica que esta derecha rancia y rejuvenecida a fuerza de cirugía es tan libertaria que solo prohíbe algo cuando los de abajo amenazan con obtener o conservar algún derecho. Siempre en nombre de la Ley y el Orden. Como decía Anatole France, «la Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan».
Para Zibechi, Colombia y Brasil han sido los países donde más éxito ha tenido. En Colombia se tradujo en el triunfo del No en el plebiscito que debía aprobar los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC, en octubre de 2016. En Brasil se hizo visible en el masivo apoyo a Jair Bolsonaro, en una sociedad con bronca y desorientada que permitió que un personaje sin escrúpulos ascendiera a la presidencia.. y amenaza con repetir.
Estas nuevas derechas han tejido una alianza con las iglesias evangélicas, con fuerte presencia en barrios populares, pero también con militares, policías y grupos paramilitares que comparten su rechazo visceral a las izquierdas y a la agenda de derechos, a lo que debe sumarse el papel del narcotráfico, y de otros negocios ilegales, en la configuración de fuerzas políticas con apoyo social que desdeñan los tan cacareados valores democráticos.
¿Qué es izquierda hoy en día? De nada sirve tomar el gobierno si no se cuenta con un plan de gobierno viable. Y menos, aún, sin saber qué hacer al tomar el gobierno, por exceso de entusiasmo o caciquismo y carencia de ideas y programas. El travestismo de algunos progresismos en conservadurismos arrastra a buena parte de los movimientos sociales, ya penetrados por sus patrocinantes, las ONG europeas y estadounidenses, cuyas consignas repiten, olvidando las luchas y reivindicaciones propias.
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