Cuando los militares vuelven a la política, la democracia retrocede
La designación de un militar activo en el gabinete vuelve a poner en primer plano una historia inocultable: las Fuerzas Armadas argentinas jamás fortalecieron la vida democrática, sino que la quebraron, dejando a su paso muerte, terrorismo de Estado, pérdida de soberanía y endeudamiento. Entre golpes, proscripciones, represiones internas y un negacionismo persistente, su tradición se revela incompatible con cualquier conducción civil de la política. Frente a un gobierno que revive ese ideario, el debate ya no es solo quién controla a quienes nos controlan, sino si una democracia plena puede sostener instituciones cuya razón siempre fue disciplinar a la sociedad, no su defensa.
La idoneidad de las FF. AA. para manejar la «cosa pública» no es algo que esté a la vista en la historia reciente argentina. El derrotero de golpes de Estado contra las instituciones democráticas en nombre de un nacionalismo selectivo y arbitrario, que descolló por distinguir a los ciudadanos que merecían vivir de aquellos acusados de no ser siquiera argentinos, es constitutivo del espíritu castrense, de los recursos formativos que aun abundan entre sus efectivos. Además, al desdén por la vida de miles de compatriotas sumaron sin solución de continuidad un rosario de medidas, cada vez que gobernaron de facto, que abonaron la pérdida de soberanía económica, política y geográfica.
El primer golpe de Estado en 1930, con la complicidad de la Corte Suprema, se hizo en nombre de una lectura particular de la Revolución de Mayo (por eso se autoproclamó «la Revolución del 30»), dejando claro un objetivo: no todos tienen lugar en la tierra militar. La llamada «Legión de Mayo», un nutrido grupo de civiles y militares ideólogos del golpe nucleados alrededor del periódico La Nueva República, de orientación fascista (entre los que estaba el general Uriburu) consideró en las vísperas: «La Patria está en peligro (…) Desde el 25 de mayo de 1810 hasta la Ley Sáenz Peña, las energías nacionales fueron absorbidas por el problema fundamental de la organización republicana, representativa y federal. De este patriotismo no queda nada». Impacta como, sin sonrojarse, acusan la ampliación democrática de 1912 como el fin de una etapa gloriosa, y desde esa operación, la Legión «invita a defender la obra de un pasado histórico y esta es su cita de honor para los hombres del presente». Lo que vino después es historia: fraudes electorales, pena de muerte, cárcel a opositores, una década signada por la infamia y la entrega de recursos naturales a Gran Bretaña, y una retahíla de resortes represivos en nombre de la libertad y de Mayo[1]Bruno Napoli, En nombre de Mayo, Milena Caserola, 2014.
El golpe del 43 es un golpe de puerta antes que un golpe de Estado. Nadie se opuso, ni siquiera quienes gobernaban, ya sin un gramo de legitimidad. Parte de ese grupo conocido como Grupo de Oficiales Unidos (GOU) decidió asumir un problema central de más de medio siglo: la cuestión social, o más precisamente, la disputa entre capital y trabajo. Para ello, evocaron un «deber» que se hizo costumbre: «Las FF. AA., fieles y celosas guardianas del honor y tradiciones de la patria (…) han venido observando las actividades de las autoridades superiores de la Nación. Ha sido ingrata y dolorosa la comprobación. Se ha defraudado a los argentinos. (….) su pueblo, cuyo clamor ha llegado hasta los cuarteles, decide cumplir con el deber de esta hora, que impone actuar en defensa de los sagrados intereses de la patria». Cierto es que cuando el avance real sobre la puja redistributiva comenzó a aflorar junto al nombre del entonces ministro Perón, será la misma dictadura la que intentará un freno, pero ya sería tarde: el 17 de octubre se hicieron presentes quienes no tenían destinado formar parte de las decisiones políticas y dieron nacimiento a una potente y ambigua traducción institucional: el peronismo.
Nuevamente, ante una situación en que el peso de quienes trabajan se hacía sentir (siempre por debajo del dominio del capital), las fuerzas militares asociadas a grupos económicos y el conservadurismo religioso, dieron el golpe. La violencia desatada por los «revolucionarios libertadores» de 1955 no tiene precedentes: el bautismo de fuego de la Armada es un intento de asesinato contra el presidente elegido democráticamente y el exterminio masivo de ciudadanos argentinos, bombardeando el centro cívico de su propia ciudad y lugares clave de la economía local. A esa impronta criminal le sumarán fusilamientos de una veintena de sus propios camaradas de armas por diferencias políticas y otros tantos civiles por idénticos motivos. La proscripción política y la pena de muerte nuevamente instaladas desde un gobierno militar. No era el autoritarismo del gobierno precedente lo que venían a combatir —de hecho, con mucho más autoritarismo—, sino la idea y efectiva posibilidad que los de abajo vivieran mejor, tuvieran un cierto horizonte de ascenso y, para colmo, sintieran que podían rebelarse.
La democracia restringida entre 1955 y 1973 no menguó la ambición de nuevos dictadores que irrumpieron una y otra vez en la Casa Rosada, dividiendo el país en zonas militares para la persecución política y el exterminio de ciudadanos, sin nunca terminar de saldar el odio a cualquier idea de igualitarismo o equilibrio político, encarcelando y asesinando a miles de argentinos que no cumplieran con el mandato de las élites económicas a las que respondían con venia incluida sin ton ni son. Auténticos representantes de clases acomodadas que, curiosamente, privilegiaron intereses extranjeros ante los nacionales.
La última experiencia de la actuación militar al mando de la Casa Rosada fue devastadora. Liberales y tecnócratas en puestos claves de la economía, permitiendo el ingreso del capital extranjero y hundiendo parte de la industria nacional, privilegiando la banca privada y la especulación financiera por sobre el capital productivo local y, sobre todo, desarticulando la actividad sindical. El dictador Videla declaró al diario La Prensa, el 18/12/77, «la sociedad argentina debe estar tranquila, pues esta es una represión dirigida contra una minoría a la que no consideramos argentina». La masacre se completó enviando a Malvinas a cientos de jóvenes sin instrucción militar ni equipamiento adecuado, a morir a manos de una potencia imperial, que aprovechó la borrachera militar y su infame último acto. Aparte de torturadores y asesinos, los militares y las fuerzas de seguridad de aquel período fueron ladrones e inútiles: se encontraron un país con pleno empleo y casi sin pobreza y dejaron tierra arrasada en términos industriales, de deuda externa, de educación, vivienda y salud. Y el único aspecto coyuntural del que se habían servido como coartada, la inflación que despuntaba tras el Rodrigazo, no lo resolvieron.
La democracia que advino tras el estrepitoso final de la dictadura estuvo signada, como dijo el gran filósofo León Rozitchner, por un terror en el cuerpo social que pedía largo tiempo de elaboración. Una democracia, además, asechada: pronunciamientos a favor del genocidio por parte de las FF. AA., levantamientos militares, rebeliones a juicios por los crímenes cometidos, y la constante propaganda de «una guerra» que se ganó a favor de la patria y, nuevamente, por la «libertad»; cuando es muy fácilmente comprobable que la experiencia guerrillera había sido desmembrada antes del golpe. Desde 1983 a la fecha, salvo las excepciones del general Martín Balza, pidiendo perdón por los crímenes cometidos, y el Centro de Militares para la Democracia Argentina (Cemida), no hubo casos de reconocimiento de los crímenes cometidos por los militares. Un negacionismo vive en los cuadros de las FF. AA., cuya formación continua con la misma impronta.
Como corolario, las fuerzas militares siempre se negaron a entregar los archivos de la represión, a hablar de los desaparecidos, a contar el destino de miles y miles de víctimas, a romper el silencio de lo que sucedió con los compatriotas contra los que apuntaron sus picanas y fusiles, los bebés que robaron, las mujeres que violaron o asesinaron con empalamientos incluidos. Y en términos económicos, jamás respondieron por el endeudamiento externo que quintuplicaron en siete años, dejando al país en la ruina económica y en una espiral de especulación financiera que solo favoreció a la banca privada local y extranjera, transformando a un país de robusta estructura productiva y con gran potencial en una colonia informal de organismos multilaterales de crédito, proceso que el gobierno de Milei profundiza.
La historia que apenas repasamos y sobre la que hay sobrada información, cuenta que las fuerzas militares argentinas sólo se encargaron de la represión interna, que no defendieron nunca la soberanía y, de hecho, sus prácticas e ideología más o menos constante en el tiempo, tuvieron enfrente nada menos que a personas comunes capaces de rebelarse. Por eso no nos extraña que un gobierno cuyo modelo es la obediencia,[2]Ariel Pennisi, El modelo de la obediencia le dé un ministerio, por primera vez desde el retorno de nuestra frágil democracia, a un militar activo afín al espíritu de la dictadura de la desaparición de personas. El teniente general Carlos Presti no condena el genocidio del que su padre fue corresponsable. Roque Presti, fue jefe del Regimiento de Infantería Mecanizada 7 de La Plata, que tuvo a su cargo el Área 113, y, como bien contó Myriam Bregman, fue responsable de varios operativos y tuvo a cargo centros clandestinos que terminaron con civiles asesinados, expropiados y desaparecidos.
Quienes toman a la ligera la designación, quienes proponen una mirada descontextualizada sosteniendo que no tendría nada de malo la asunción de «un militar» a cargo de un ministerio, o que se trata de alguien que no participó, por su edad, en la última dictadura, juegan el juego del negacionismo. Porque ese militar sostiene al día de la fecha la historia de su padre represor, la negativa de las fuerzas a reconocer lo que hicieron y a brindar la información necesaria en favor de la justicia efectiva, y forma parte de un clima de revancha que tiene en su agenda iniciativas como la manifestación por la liberación de genocidas juzgados, organizada por Unidos por la Sangre Derramada, con veteranos del Operativo Independencia y otros exmilitares que reivindican el genocidio y cuentan con el aval del gobierno. Sabemos que Patricia Bullrich no los mandará a reprimir como hace todos los miércoles con los jubilados o con cualquier otro actor social crítico del gobierno.
Hay dos puntos de vista que nos gustaría proponer ante este escenario. El primero tiene que ver con una tradición democrática institucional para la cual, tanto las FF. AA., como las fuerzas de seguridad deben ser dirigidas por civiles en todos los niveles. Su formación y planes de estudio deben orientarse hacia campos propios de las humanidades, con una perspectiva de derechos humanos, reforzar su rol auxiliar de las necesidades institucionales ministeriales y judiciales e, incluso, las nuevas generaciones deben participar de la comunidad de diversos modos, desalentando el espíritu corporativo, abriendo paso a otra subjetividad y un nuevo diseño de su función. El caso de las fuerzas de seguridad es paradigmático: desde el retorno de la democracia han desaparecido a más de doscientos ciudadanos y asesinado a casi diez mil, forman parte del delito organizado en cada territorio y su actividad se entremezcla con la de los servicios de inteligencia de manera opaca. La pregunta democrática es ¿quién controla a los que nos controlan? Por el momento, la sociedad desarrolló organizaciones y referentes que relevan casos, estudian, denuncian y proponen alternativas. Desde las Madres de Plaza de Mayo que supieron enfrentar al Estado en la peor de sus versiones, el Estado terrorista, hasta la Correpi y la CPM, ente otras. A diferencia de los extraños liberales o los oportunistas «libertarios» que se desviven por ocupar el Estado y cuando lo hacen lo reducen a su función policial… ¿y, ahora, militar?
En segundo lugar, nos permitimos imaginar un punto de vista radicalmente democrático y libertario (en el sentido que nuestro maestro Osvaldo Bayer sostenía). Cuando el gobierno del Frente de Todos —Wado De Pedro mediante— propuso al Ejército como un actor clave para atender la situación sanitaria en pandemia, nuestra posición, junto con Rubén Mira fue antagónica: «Lo que queremos afirmar, sin mayores preámbulos, es que no queremos ni necesitamos un ejército “bueno”, lo que queremos y lo que necesitamos es un país sin fuerzas armadas» (Manifiesto Abierto). De Pedro, exmilitante de Hijos, no sólo avanzaba en una suerte de trama conciliatoria, sino que, mientras dejaba al Ejército la posibilidad de blanquearse ante la sociedad, ponderaba en una declaración pública el rol que la fuerza había cumplido en 2013 ante los efectos de la inundación en La Plata. ¿Habrá olvidado, entonces, que el Operativo Dorrego encontró a Montoneros coqueteando con el Ejército que haría el golpe en 1976?
En pandemia el Manifiesto Abierto sostenía: «Está claro que las noticias anunciadoras de la unidad de los argentinos conectan con un portal sensible por el cual el ejército y las fuerzas armadas dejarían de ser lo que son, una institucionalidad asesina, lacaya y obediente enfrentada históricamente a las luchas populares…» Lo cierto es que, sin hipótesis de conflicto internacional a la vista, unas fuerzas armadas que descansan en cuarteles con actitud corporativa, cuando no conspirativa, y aun piensan en los términos de una Argentina para pocos, sólo vemos riesgo para la democracia y un altísimo costo para la economía del país.
¿Es posible imaginar un país sin fuerzas armadas? Si los Estados nación tuvieron como una de sus condiciones de posibilidad la conformación de fuerzas militares, nuestra época de declive irreversible de ese tipo de institucionalidad (la de las soberanías nacionales), ante la emergencia implacable de formaciones económicas con capacidad de obrar fuera de leyes nacionales (fondos de inversión, corporaciones big tech, multimillonarios agrupados), se vuelve urgente la generación de alternativas. Los que suelen necesitar de las instituciones para someter poblaciones, hoy no las necesitan de la misma manera. Entonces, ante formas directas de captura de valor, fundamentalmente por vía digital, de todo lo que hacemos, ante el decisionismo unilateral de actores muy poderosos, ¿cuál sería el rol de una fuerza militar que, en los papeles, sólo conoce de fronteras nacionales y en la práctica se dedicó inequívocamente de la represión interna? De hecho, es mucho más probable que, como ocurrió durante los últimos 150 años en nuestro país, esas fuerzas militares resulten funcionales a las elites una vez más.
Retomamos las palabras de aquel manifiesto de la pandemia: «Desmantelar el ejército sería un verdadero acto de memoria y justicia. No de justicia retroactiva, sino de una justicia del porvenir. No de justicia como reparación del pasado en el presente, sino como acción que habilita en el presente un espacio deseantA y constructor de posibles comunes. No de memoria como mero aprendizaje útil o moral de los errores del pasado, sino como agente activo de una experiencia común que reúne la vitalidad de la lucha de siempre de las Madres con los signos de un tiempo que aún es hipotético y de incertidumbre». Se dirá que es un gran riesgo para un país quedar indefenso y sin el último recurso de las armas. Pero no se trata necesariamente de descartar ese recurso, sino de repensarlo de acuerdo con otro modo de organización que se ahorre peligrosos corporativismos, remedios peores que la enfermedad. Por ejemplo, los bomberos son una institución que cumple un rol muy importante, muy aceptada e incluso querida en la sociedad y, al mismo tiempo, se trata de civiles cuya subjetividad no se agota en una identidad cerrada.
Los militares en Argentina, como la Corte Suprema (y buena parte del poder judicial), sencillamente no sirven. Pero no se bastan con su futilidad, son emisarios de múltiples daños al tejido común, se destacan por su operatoria corrupta y manipuladora, protegida por lo que queda de su armazón institucional. Pues bien, en estos tiempos en que las instituciones tradicionales se deshacen en el sinsentido verificado por una sociedad cada vez más indiferente, ¿por qué sostenerlas? ¿No es éste un momento propicio para la experimentación? La audacia de la derecha demostró que las leyes son relativas ante la fuerza económica, tecnológica, militar, narco, mafiosa. En lugar de insistir con militares que reivindican el genocidio sucedido hace muy poco tiempo en nuestro país, en lugar de discurrir moderadamente sobre su inconveniencia o, peor aún, fantasear con militares nacionalistas y «progres», ¿no sería más interesante explorar otras posibilidades? Por ejemplo, reutilizar estructura, presupuesto, saberes e incluso bonhomía que pueda alojarse todavía en algunos integrantes de las fuerzas, para tareas sociales y productivas de las más diversas. En el fondo, contra el gesto rancio de un gobierno conservador, corrupto y represor, proponemos sólo un poco de imaginación que, claro, no puede sino amasarse colectivamente, de manera plural y transversal. Contra lo mismo de siempre, nuevas instituciones cuya legitimidad no provenga de ningún poder mistificado, ni de ninguna antropología supersticiosa, sino que esté dada por sus prácticas y por la potencia de asociación de las personas en situaciones concretas.
Bruno Nápoli
Historiador, docente (Unpaz), investigador en historia económica y derechos humanos. Autor de La dictadura del capital financiero, En nombre de Mayo, entre otros.
Ariel Pennisi
Ensayista, investigador y docente (Unpaz, UNA), integra el IEF de la CTA A. Autor de Nuevas instituciones (del común), Del contrapoder a la complejidad (con Miguel Benasayag y Raúl Zibechi), entre otros.
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Notas
| ↑1 | Bruno Napoli, En nombre de Mayo, Milena Caserola, 2014. |
|---|---|
| ↑2 | Ariel Pennisi, El modelo de la obediencia |



