«2001»: el pueblo, ¿dónde está?
La serie que acaba de estrenar Starplus narra dos fracasos: el del gobierno de Fernando de la Rúa y el de la ficción argentina a la hora de encarar los acontecimientos históricos con potencial narrativo. Seguimos con la despolitización vía plataformas extranjeras.
Cuesta creer que a lo largo de seis episodios de no más de 40 minutos de duración, basados en el libro de Miguel Bonasso, El palacio y la calle, no resuene ni una sola vez la palabra “neoliberalismo”. El relato se estructura en torno a un personaje ficticio, militante radical, asesor del entonces jefe de gabinete Chrystian Colombo. Las escenas, de difícil comprensión para cualquier extranjero o, incluso, para algún argentino despistado que no tenga mucha noción de historia, arman de un episodio trágico una telenovela que pretende ser un thriller político en la senda de la tradición norteamericana.
La historia, que no necesita aviso de spoilers porque todo el mundo sabe cómo terminó, se centra exclusivamente en los pasillos de la política, pintando a los dirigentes de la época como una manada de inescrupulosos y conspiradores, dispuestos a pegarse la puñalada por la espalda ante la menor ocasión. Como no podía ser de otro modo, ante semejante grado de despolitización de los hechos narrados, los peronistas aparecen como los malos de la película, De la Rúa como un presidente desorientado y su jefe de gabinete, Chrystian Colombo, como un tipo que ve lo que pasa pero al que nadie le hace caso. Mathov, el Secretario de Seguridad de De la Rúa, responsable de la matanza del 20 y el 21 de diciembre, es una especie de malo de cartón “que se pasa de rosca”.
Todo esto invita a reflexionar sobre el peligro que implica, en medio del auge del capitalismo de plataformas, dejar en manos de las majors del streaming (Starplus, Netflix, Amazon) el relato de nuestra propia historia. Las últimas producciones que se han presentado demuestran que están dispuestas a banalizar, despolitizar, sacar de contexto y mucho más generando contenidos que, por decoro, la industria cinematográfica argentina debería declinar de realizar.
¿Y los bancos? ¿Y el FMI? ¿Y los medios de comunicación? ¿Y los otros actores del poder? ¡Bien, gracias! Ninguno aparece ni siquiera mencionado, como si la historia política discurriera en medio de una pecera aislada del poder real y todo fuera un juego de egos y estrategias que no pueden ni llamarse maquiavélicas, porque para denominarlas así los guionistas deberían haberse tomado al menos el trabajo de elaborar una trama, cosa que la serie tampoco tiene.
No voy a nombrar aquí a los actores que encarnan a cada uno de los personajes históricos, porque no es el objetivo de este artículo evaluar su trabajo profesional (en algunos casos pasable, en otros de madera). Aunque sí resulta interesante analizar cómo caracterizaron a los dirigentes políticos que tuvieron protagonismo esos días.
Relinche, Cavallo
Domingo Cavallo, por ejemplo, es pintado como un déspota que se la pasa puteando y a los gritos por los pasillos, llegando al ridículo de tomar un teléfono y pedir hablar con el Secretario del Tesoro norteamericano para que el FMI le destrabe un desembolso. La llamada, que no tiene el menor viso de credibilidad narrativa, culmina con la secretaria del otro lado que le cuelga el teléfono. Los espectadores nos quedamos sin saber si hay que reírse con la escena, ponerse a llorar o abandonar la serie, cosa que no hicimos, ya que queríamos ver cómo terminaba el desparpajo.
Otro de los personajes que queda en el ridículo es el presidente provisional Adolfo Rodríguez Saá. Su caricatura resume todos los prejuicios que tienen los porteños con respecto a los dirigentes del interior del país. Pelo teñido, trajes antiguos, frivolidad extrema mientras los manifestantes mueren en las calles y mesianismo ridículo. El último episodio, titulado de modo que intenta ser sarcástico “¿Todos unidos triunfaremos?”, muestra a un grupo de personas que canta (sin pasión, como si hasta los extras no hubieran tenido una buena dirección de actores), la Marcha Peronista en el aeropuerto, cuando reciben a Ramón Puerta, el presidente que duró unas horas y que también es retratado como un caudillo de cuarta.
Mientras tanto, el que se lleva todas las estigmatizaciones posibles es Eduardo Duhalde. Su mirada pícara, su vida con Chiche en una suntuosa mansión, su especulación fría ante los acontecimientos trágicos que se desenvuelven en las calles, lo vuelven el villano de la serie, como si De la Rúa hubiera caído sólo por esas tramas urdidas por “los peronistas” y no porque se estuviera quebrando en pedazos el modelo neoliberal que intentó sostener a sangre y fuego.