La inversión de sentido como estrategia neofascista
El mayor logro de la ultraderecha radica en haber logrado presentar las formas de dominación más extremas como desafíos al statu quo, como formas de transgresión, dislocación o incluso rebeldía. Lo que ocurre es exactamente lo contrario: el neofascismo habla el lenguaje de la dominación contemporánea.
En una entrevista reciente, el escritor y docente argentino Martín Kohan señaló que una de las claves discursivas del gobierno argentino, y especialmente de Javier Milei como jefe de Estado, dependía del valor que se le puede extraer hoy a la crueldad en la circulación de la palabra. Aunque con menor repercusión que la afirmación anterior, dijo también que Milei —y la mayoría de sus seguidores acérrimos— no están dando realmente una «batalla cultural», si bien tienden a usar el término acuñado por Antonio Gramsci. Se preguntó, con ironía, si había sido la lectura de Gramsci lo que los había llevado a ese concepto o si existió siquiera alguna «lectura» que motivara el uso de su terminología. Ante todo, lo que buscaba Kohan era distinguir una «batalla cultural» de lo que calificó como griterío, expresión de bronca, desprecio y crueldad.
Según Kohan, esas formas discursivas prioritarias para el gobierno están lejos de significar una batalla cultural. No contienen ni una argumentación precisa, ni un intercambio de ideas, ni un posicionamiento claro, ni una contraposición de miradas o cosmovisiones medianamente cohesivas. Eso hace que muchos sectores sociales, comprensiblemente frustrados o enojados por la situación social, puedan reconocerse en la modalidad discursiva e identificarse con el gobierno: porque el discurso empleado hace una apelación directa a esas emociones (Kohan se refiere a sí mismo y su pasión futbolera como el costado «salvaje» de donde emergen esas formas de emoción a las que se podría apelar desde el discurso de la «descarga» o la «bronca», aunque señala que la diferencia es que él no cree que deban ser el basamento de ninguna legislación o acción política relevante).
La idea de un momento especialmente redituable para la crueldad, al menos coyunturalmente, es atendible. Permite hablar de ello el apoyo aún significativo a un ajuste que recae sobre jubilados y trabajadores cuyo ingreso real cae desde hace una década, al recorte de planes sociales, a la caída del consumo —incluso de elementos de primera necesidad— y al congelamiento productivo como estrategia antinflacionaria, al ataque directo y los despidos masivos en sectores con autonomía respecto al gobierno (organismos de prensa, ámbitos artísticos y universidades nacionales), a la represión brutal e ilegal de todas las manifestaciones públicas. Y, especialmente, a la estrategia discursiva de no relativizar ni justificar la necesidad de esas políticas, sino de festejar sus resultados, la desesperación y el dolor que conllevan, promoviendo formas públicas del escarnio.
Sin embargo, el resto de la argumentación produce una encerrona. En primer lugar, porque la apelación a la emoción que realiza el gobierno y el jefe de Estado no refieren a un estado emocional abstracto o amorfo, sino a una frustración, un miedo, una bronca o una desesperación que poseen, además de sobradas razones, una orientación discursiva, un sentido político en sí mismas, una manera de existir por sí mismas como valor moral. No se producen nunca en el vacío. Es decir, no son pura emoción, sino que para expresarse dependen de un vocabulario político precedente y de una adjudicación de responsabilidades políticas, que está en función, a su vez, de una manera de interpretar lo que ocurre en Argentina durante las últimas décadas. Si el gobierno y el jefe de Estado pueden apelar a la emocionalidad, no se debe al carácter reactivo, conservador o negativo de esas emociones per se, sino a la forma en que consiguen un vocabulario político para expresarse y a las formas de vida concretas de las que emergen.
Como dijo Adorno hace mucho tiempo, el problema del surgimiento de personalidades autoritarias no se halla nunca en la «incultura» —en este caso, en la apelación a la pura emocionalidad— sino en la «masificación de una cultura media que hipostasia como verdad al saber limitado», en la que la «repetición se concibe como conocimiento». Pier Paolo Pasolini podría agregar que más bien se trata de la destrucción de cierta autonomía en la producción de identidades populares por una acelerada centralización lingüística y cultural, un aplastamiento de las particularidades generado por el avance colonizador (incluso de cuerpos y emociones) de la sociedad de consumo.
En definitiva, si se quiere comprender la efectividad de la forma discursiva que asume este gobierno —que Kohan describe correctamente como cruel, aunque también es sobradora, falsa, sobreactuada y a veces incluso patética en su intento de trocar conservadurismo en incorrección o transgresión—, es necesario rastrear las diversas formas de imposición y producción del sentido común precedentes, tanto en la manera de vivir como en los consumos culturales, en las mecánicas de trabajo, en los lazos cotidianos, en los discursos predominantes y en el enorme espacio mediático contemporáneo.
Inversión radical del sentido
La otra cuestión es que el término «batalla cultural» posee, en efecto, un uso completamente manipulatorio por parte de la derecha contemporánea. Pero esto no se debe a la falta de «ideas» o de «debates» profundos, ni tampoco a la necesidad de cierta «civilidad» idealizada en la interacción entre intelectuales o profesionales de la política, sino a que es utilizada para encubrir, precisamente, que el discurso de la ultraderecha requiere de todo ese trabajo previo, de esos cimientos discursivos instalados con precisión (y financiados por los sectores capitalistas más concentrados del mundo: grupos monopólicos nacionales, empresas líderes de telecomunicaciones, think tanks sostenidos por grandes firmas financieras).
Por ende, el uso terminológico de la «batalla cultural» no es promovido para «subirse el precio» —es decir, legitimar un discurso deficitario— sino todo lo contrario: lo que busca es simular que existe un campo de juego nivelado o, incluso, como anticipó el trumpismo y sus intelectuales de la alt-right y el dark enlightment, que la derecha está jugando contra una cancha inclinada porque la «izquierda» domina el establishment y los medios de comunicación (con esto, por supuesto, apela a otra falsedad, la de hacer del sector corporativo del Partido Demócrata o, aquí, de los partidos de centro o los medios concentrados, actores del «marxismo cultural»).
En verdad, la principal modalidad discursiva de la extrema derecha —aquí y en todos lados— no es la apelación a la emoción sino la inversión radical del sentido. A partir del trumpismo, los agitadores de la derecha norteamericana han caracterizado las denuncias contra la corrupción empresarial como «caza de brujas» y a los sectores que se oponen a la desigualdad estructural como «racistas». Es una estrategia que planta al discurso contra la vivencia y la experiencia histórica. Como señaló Masha Gessen, se trata de un sello simbólico de las etapas signadas por el fascismo —concebido no solo como orientación política sino como fenómeno sociocultural— en el que la «sujeción voluntaria» asocia simbólicamente a los actores estatales, a la cultura masiva y a la población en general, volviendo un «desafío a la autoridad», una «novedad» o una «disrupción» el avance extremo del status quo (hoy en día, los valores de la sociedad de consumo y la dominación económica del capital concentrado).
Lo que han logrado los referentes globales de la extrema derecha, su principal efecto a nivel discursivo, es producirse —mediante la repetición de un vocabulario, unas estrategias y unas redes comunicacionales ya establecidas— como outsiders de la política, como underdogs de la disputa cultural, como newcomers de la palabra (términos a los que son muy afectos, tanto ellos como sus epígonos y algunos analistas también). En definitiva, consiguieron mostrarse ajenos al proceso de producción material y cultural de las últimas cinco décadas: la relación extrema entre explotación, extractivismo y ruptura de los lazos de solidaridad que nos ha dado una forma de subjetividad predominantemente individualista a la que apelan permanentemente. Y, con ello, sostener esa palabra dominante desde una simulación de «rebeldía» y «combate».
MIRÁ TAMBIÉN

Libertarios y peronistas en streaming: cómo y por qué la política quiso unidades básicas en Youtube
POR MILAGROS MORENI | Un presidente peleado con los medios tradicionales, un electorado mayormente joven y los cambios de consumos de información con una tendencia creciente a ver noticias en videos alimentan el surgimiento de canales de transmisión en directo.

La riqueza fácil como señuelo
POR IVÁN ORBUCH | Una producción audiovisual que expone un estilo de vida que incluía viajes por el mundo, acceso a autos de alta gama y a propiedades, pero también la posibilidad de blanquear dinero. Una prédica a favor del emprendedurismo y de las finanzas que son motivaciones claves en votantes que suelen elegir opciones de derecha.

Revictimización y el espectáculo de la violencia
POR ANDREA IBAÑEZ Y ROBERTO SAMAR | La agenda mediática nacional desborda de prácticas periodísticas revictimizantes mientras se ocultan el desfinanciamiento de programas nacionales y la pobreza angustiante. En lugar de ser problematizada la violencia de género se consume como un espectáculo mientras las autoridades manifiestan que la violencia no tiene género. Antes que buscar más audiencias a cualquier precio la violencia de género tiene que ser abordada como un problema social.