Democracia, 40 años: las libertades, los derechos y el Estado

¿Cómo se articularon los conceptos de democracia y libertad en las distintas etapas de la reconstrucción democrática argentina? ¿Qué tensiones atravesó esa relación y qué novedades irrumpieron en ese vínculo en estos cuarenta años? Eduardo Rinesi propone un recorrido para intentar desentrañar esas preguntas como modo de entender el singular proceso de consolidación democrática en nuestro país.

Ilustración: La marcha, N. G. Lacorte (2021)

La palabra «democracia», con la que nombramos el tipo de sistema político vigente entre nosotros desde el fin de la dictadura que gobernó el país entre 1976 y 1983, es una palabra antigua y no exenta de todo tipo de problemas. La inventaron los antiguos griegos, que sin embargo no lograron entusiasmar con sus promesas a sus filósofos más destacados, ninguno de los cuales pensaba bien de ella.

Primero, porque, al ser la democracia el gobierno de todo el pueblo, y al ser la mayoría de ese pueblo, en todas las ciudades conocidas, su parte socialmente más pobre, la democracia corría el riesgo, so pretexto de ser el gobierno de todos, de volverse en realidad el gobierno de clase de los pobres. Segundo, porque al sostenerse sobre el supuesto de la soberanía popular la democracia implicaba que no podía haber ningún poder más grande que el del pueblo discutiendo y decidiendo en asamblea, lo que la convertía en la antesala, si es que no incluso en el perfecto sinónimo, de la anarquía. La primera de estas dos viejas prevenciones contra la democracia la explica Aristóteles en su Política; la segunda la elucida con amplia erudición Julián Gallego en su precioso libro La anarquía de la democracia. Como sea, lo cierto es que la palabra «democracia» arrastró durante la mayor parte de los veinticinco siglos que lleva militando en los lenguajes políticos de Occidente este doble estigma de ser el gobierno del populacho y de ser sinónimo de caos y desorganización.

Recién cuando la palabra «democracia», colonizada por el paradigma político liberal dominante en Occidente, empezó a querer decir lo contrario de lo que decían las palabras «Hitler« o «Stalin» o —en América Latina— «Videla» o «Pinochet», recién, quiero decir, después del fin de Segunda Guerra Mundial y del último turno de dictaduras en esta parte del planeta, pudo esa palabra sacar la carta de ciudadanía que luce hoy en la discusión política en el mundo y convertirse no solo en una «buena» palabra, sino en una palabra obligatoria en todas nuestras discusiones, a cambio, claro, de abandonar para siempre aquella perturbadora cercanía con la idea de gobierno efectivo del bajo pueblo y con la consecuente preocupación por la confusión y el desorden que había prevenido siempre a las élites en contra de ella.

El camino para esa transformación ya había sido empezado a recorrer a fines del siglo XVIII por los buenos de Hamilton, Madison y Jay, quienes, en los papeles de El Federalista, se las habían arreglado para conciliar el principio abstracto y general de la soberanía del pueblo con la idea de que esa soberanía no podía ejercerla positivamente el pueblo a través de su participación efectiva en la discusión sobre los asuntos públicos, que debía estarle vedada para que en su lugar, en su nombre, fueran los mejores y más preparados de sus conciudadanos los que deliberaran y gobernaran. Es bien sabido que, a través de la influencia de estas ideas sobre los integrantes de la generación del 37, este principio fundamental de la representación vino a instalarse en el corazón constitucional del sistema político argentino.

Fue la reconstrucción de ese sistema constitucional de organización de la vida pública argentina la tarea que encararon los grupos políticos que dominaron la escena política en el país tras el descalabro de la última dictadura, y fue esa tarea la que se nombró, en el lenguaje político y también en el de la academia de esos años, como «transición a la democracia». Podríamos conversar un rato largo sobre la primera de estas dos palabras, que tenía una larga historia en el campo de la historiografía marxista y en el de la sociología de la modernización y el desarrollo, y que era ahora recuperada de esas zonas del pensamiento económico y social para darle, por contraste con esos viejos usos, un tono marcadamente político, incluso «politicista». Pero la que nos interesa aquí es en realidad la otra palabra, la palabra «democracia», sobre la que veníamos discutiendo, y que ahora, expurgada entonces de todo el contenido subversivo y perturbador que la había escoltado en sus usos primitivos, articulada con la idea —extranjera a su propia tradición— de «representación» y universalmente abrazada como el nombre del horizonte que debían perseguir todas nuestras luchas, venía a querer significar apenas (aunque este «apenas» puede ser un poco mezquino: no era poca cosa) un sistema de reglas de juego que debía permitirnos tres cosas. Una, elegir, por la vía del voto, a los integrantes de las pequeñas minorías gobernantes, a los representantes que, elegidos por nosotros, iban a deliberar y gobernar en nuestro nombre (la democracia como sistema de elección universal de las élites gobernantes). Otra, resolver nuestras diferencias, como se decía en esos años, «sin matarnos» (la democracia como cultura política de la tolerancia y de la vida). Y la tercera, garantizarnos un conjunto mínimo pero fundamental de libertades y de derechos. Aquí quería llegar.

Porque es en relación con los distintos modos en los que a lo largo de estos años pudimos pensar estas libertades y estos derechos que me gustaría abordar el desafío de pensar en las «derivas institucionales» del proceso democrático argentino de estas cuatro décadas. Déjenme entonces decir que los años de la «transición» estuvieron caracterizados por dos cosas. Una, la hegemonía de una idea sobre los derechos en general, y sobre los derechos que calificamos como «humanos» en particular, que podemos calificar como negativa, entendiendo por eso una idea sobre los derechos que enfatizaba la importancia de aquellos que el Estado había violado en el pasado (o que seguía violando en el presente) y que le reclamábamos que dejara de violar. La otra, la hegemonía de una idea sobre la libertad que podemos calificar como liberal, entendiendo por ella la libertad individual de los ciudadanos y de las ciudadanas de aquellas fuerzas que en el pasado la habían asfixiado o que aún amenazaban con hacerlo, empezando, de nuevo, por la fuerza temible, terrible, del propio Estado, que venía de mostrarnos, en los años previos, su rostro más espeluznante. Por cierto, frente a la hegemonía conceptual de esta idea liberal sobre la libertad no faltaron sin embargo quienes señalaran la importancia de otra idea sobre la libertad, a la que con justicia podemos considerar más democrática: no ya la de la libertad de los sujetos de tales o cuales fuerzas que los oprimían o podían oprimirlos, sino la de la libertad de esos sujetos para hacer una cantidad de cosas. Por ejemplo: para participar, de manera deliberativa y activa (como reclamaba en esos años, en la senda de los escritos de Carole Pateman, José Nun), en los asuntos públicos, lo cual está claro que atentaba contra el principio mismo de la democracia liberal o representativa.

El alfonsinismo coqueteó con sincera vocación, durante un tiempo, con esta idea de una democracia más participativa, pero se fue al mazo en la Semana Santa de 1987 y no volvió a pensar más en el asunto. El menemismo archivó la idea antes mismo de ensayarla: convirtió a los ciudadanos en telespectadores y consumidores, y gobernó sobre ellos y a distancia de ellos. Quizás por eso esa idea de libertad positiva haya vuelto por sus fueros con la fuerza con la que lo hizo durante los acontecimientos de fin de 2001 y comienzos de 2002, que reavivaron una idea sobre la libertad no solo como libertad frente a los poderes que nos oprimen, sino también y sobre todo como libertad para tomar en nuestras manos nuestras vidas. Todo eso no podía durar más tiempo que el que duró, pero fue importante y dejó su huella en lo que vendría. Que fue la experiencia de recomposición del orden por la vía conservadora popular ensayada por el gobierno del Dr. Duhalde primero, y la de fuerte democratización de nuestra democracia operada desde la cima del aparato del Estado en los años subsiguientes. Dos transformaciones pueden indicarse aquí, en relación con estos temas de la libertad y los derechos, en esos años de los gobiernos kirchneristas. Que fueron una forma muy desarrollada y muy interesante de liberalismo político (que eliminaron las figuras de las calumnias y las injurias del mapa de las posibilidades de censura estatal a la libertad de prensa, que exigieron a su policía conservar el orden en los actos públicos de protesta sin llevar armas en sus cartucheras), que fueron menos exitosos o tuvieron menos voluntad de ampliar la participación ciudadana efectiva en los procesos de toma de decisiones —que siguieron teniendo una fuerte impronta jacobina—, pero que además de eso incorporaron, decíamos, dos novedades muy interesantes en toda esta discusión.

Una es la asociada con una tercera idea sobre la libertad, distinta de la liberal (de la idea de la libertad, dijimos, como libertad de los individuos «de» los poderes que pueden oprimirla) y de la democrática (de la idea de libertad como libertad de los individuos «para» participar en la discusión sobre lo común), que es la idea sobre la libertad que podemos llamar republicana, porque piensa la libertad no como una cosa individual, sino como una cosa pública, como una parte de la res publica, porque entiende que nadie puede ser libre en una comunidad que no lo es, porque concibe la libertad no (o no solamente) como libertad de los individuos, sino como libertad del pueblo. Es decir, en las palabras de nuestra lengua política corriente, como soberanía. La otra es la asociada con una idea sobre los derechos en general, y sobre los derechos humanos en particular, que no los entiende solamente como aquellos derechos que el Estado tiene, negativamente, que dejarse de violar, sino también como aquellos que asisten a los ciudadanos o al pueblo en su conjunto y que el Estado tiene, positivamente, la responsabilidad y la obligación de garantizar. Con la legislación adecuada, con políticas públicas activas, con presupuesto suficiente. La consecuencia de la introducción, durante los años de los gobiernos kirchneristas, de estas dos novedades en relación con nuestros modos de conceptualizar la libertad y los derechos es entonces la de una recuperación, contrastante con las ideas dominantes en los primeros años del ciclo de la transición, del valor y la importancia del Estado, sus instituciones y las políticas que pueden desplegarse a partir de ellas.

En los años que siguieron, el macrismo abandonó toda preocupación por la soberanía, por los derechos y por la responsabilidad del Estado en el sostenimiento de la una y de los otros. Si agregamos a esto su escasa consideración por la vida y la libertad de las personas (en especial de los jóvenes, las mujeres, los indios y los militantes), resulta que su representación de la democracia fue la más minimalista que conocimos en todos estos años, lo que vuelve particularmente grotesco el entusiasmo con el que cierta politología por lo menos concesiva se apuró a galardonarlo como «democrático». El gobierno que siguió tuvo que pensar estos problemas, durante los meses más duros de su gestión, en un contexto que lo llevó a articularlos en los términos de una retórica del cuidado (que no dejaba de revelar su escucha atenta a las primicias que traía consigo el gran movimiento de mujeres) y de la defensa de valores tan elementales como la vida o la salud, pero de ahí a la posibilidad de sostener un modo de funcionamiento del Estado que le permitiera garantizar la vigencia efectiva de los derechos y de las libertades de los individuos y del pueblo hay un paso que se demostró después, pasada la emergencia, incompetente para dar. Ese es el desafío que tenemos por delante, y al servicio del cual quise traer aquí estas discusiones, que acaso puedan ayudarnos a hacer avanzar nuestra democracia, en medio de los graves peligros que la acechan, hacia horizontes de mayor justicia. 

Fuente: Revista Haroldo

Eduardo Rinesi

Es licenciado en Ciencia Política por la Uiversidad Nacional de Rosario, master en Ciencias Sociales por Flacso y doctor en Filosofía por la Universidad de San Pablo. Es profesor asociado regular en el área de Política del Instituto del Desarrollo Humano (IDH) de la Universidad Nacionasl de General Sarmiento (UNGS), en la que se desempeñó como director del IDH entre 2003 y 2010, y como rector entre 2010 y 2014. Ha escrito Mariano (1992), Seducidos y abandonado (1993), Ciudades, teatros y balcones (1994), Buenos Aires salvaje (1994), El último tribuno (1996), Política y tragedia (2003), Las máscaras de Jano (2009), ¿Cómo te puedo decir? (2013), El síndrome de Elsinor (2013), Muñecas rusas (2013), Filosofía (y) política de la Universidad (2015), Actores y soldados (2016) y Dieciocho (2018), además de una veintena de compilaciones y libros en colaboración en los campos de la teoría social y la filosofía política, de numerosas traducciones del inglés, el francés y el portugués y de artículos en libros y revistas. Investiga sobre el derecho a la universidad y la democratización universitaria.


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