El placer de humillar: anatomía del autoritarismo trumpista
Bajo el lema No a los reyes, el sábado 18 de octubre multitudes marcharon por las calles de las ciudades de Estados Unidos para protestar contra lo que consideran una deriva autoritaria de Donald Trump. La respuesta del primer mandatario republicano fue un video generado por inteligencia artificial en el que pilotea un avión de combate con la inscripción Rey Trump, arrojando excrementos sobre los manifestantes. Para la periodista y académica Stacey Patton, se trata de una confesión pública de cómo el poder masculino blanco convierte la humillación y la crueldad en espectáculo político y placer personal.
Según la historiadora, periodista y profesora universitaria negra, Stacey Patton, el nuevo escándalo digital de Donald Trump —un video de IA en el que el expresidente aparece coronado, volando en un avión de combate y arrojando excremento a los manifestantes— no debería ser interpretado como una simple excentricidad mediática. Para Patton, se trata de algo más grave: una representación simbólica del poder autoritario y sexualizado que domina buena parte del discurso político contemporáneo en Estados Unidos.
Mientras los medios calificaron la escena como «extraña», «provocadora» o «una maniobra publicitaria», y las cadenas conservadoras la celebraron como «arte escénico», la Casa Blanca y el Congreso respondieron con ironías y burlas. El episodio, sin embargo, revela —según la autora— hasta qué punto la cultura política estadounidense ha normalizado la crueldad como forma de entretenimiento. La risa, advierte Patton, se convierte así en complicidad.
El texto subraya que el video no es solo una muestra del narcisismo de Trump, sino una fantasía de dominación racial, de clase y de género. Un hombre blanco, poderoso y millonario que imagina defecar sobre el pueblo no está haciendo sátira, sostiene la autora: está declarando su supremacía. En esa imagen grotesca se condensa una forma de erotismo político que vincula placer con humillación y autoridad con excitación. «Es una perversión del poder», escribe Patton, «una confesión pública del deseo de degradar y controlar».
Para la autora, el verdadero escándalo no es el video en sí, sino la reacción cultural que lo rodea. El hecho de que gran parte del público —y de la prensa— lo trate como una broma más de Trump, confirma la normalización de la violencia simbólica ejercida por líderes carismáticos. Los medios, observa Patton, prefieren describirlo como «polémico» o «provocador» antes que como «un hombre que disfruta humillando». Esa suavización del lenguaje oculta la dimensión más perturbadora del fenómeno: el placer que produce la crueldad.
Desde su columna en Substack, Patton sostiene que el espectáculo de Trump no es un exceso aislado, sino el reflejo de un patrón histórico: el del patriarca blanco que erotiza la dominación y la convierte en show político. Desde los terratenientes y colonizadores hasta los multimillonarios contemporáneos, se repite la misma gramática del poder, donde la riqueza se traduce en derecho a degradar y la risa funciona como anestesia moral.
En el análisis de Patton, la escena de IA comparte el mismo código que las conversaciones filtradas entre dirigentes republicanos que fantaseaban con la violencia racial o sexual contra minorías. En ambos casos, dice, lo que se erotiza es la capacidad de someter, de «hacer mierda al otro —literal o simbólicamente— y salir impune. Por eso, concluye, no se trata de sátira política: «es pornografía para fascistas».
El artículo cierra con una provocación necesaria: nombrar lo indecente. Para Patton, reconocer la dimensión erótica del autoritarismo no es escandalizarse, sino empezar a entender el vínculo entre poder y placer en la cultura estadounidense. Lo que muchos llaman liderazgo —advierte— no es más que el goce público de humillar al otro.
En síntesis, Patton desnuda una de las facetas más inquietantes del poder contemporáneo: la fusión entre crueldad, espectáculo y deseo. El video de Trump no es una anécdota digital ni una excentricidad mediática, sino una metáfora obscena del autoritarismo moderno: un poder que se excita humillando y que encuentra en la risa pública su forma más eficaz de legitimación.
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