Comunicación: la batalla más brava

En el marco de un evento organizado por la Fundación Faro, el ministro de Economía del gobierno libertario, Luis Caputo, demostró ser un buen alumno del ideólogo del odio, Agustín Laje, quien comanda las oficinas del organismo y ofrece cursos para «ser líder en la batalla cultural». El ministro precedió a Javier Milei en el cierre de una cena de camaradería de la derecha y destacó en su alocución que «la batalla cultural es más brava que la económica». La parte económica de nuestro trabajo es apenas una parte, dijo, «pero la parte de la batalla cultural y la comunicación es la más brava».

Es llamativo, pero no una novedad que el funcionario —vinculado al endeudamiento más escandaloso de la historia y al desplome actual de la economía argentina— dijera que tanto o más importante que el desafío de controlar la botonera económica del país sea justamente el de timonear la batalla simbólica.

Debe admitirse que, en el caso argentino, los principales protagonistas de la batalla cultural y la implementación de pautas y políticas de comunicación de la derecha son el propio presidente, el ministro de Economía y la cúpula del poder político y económico. No le dejan el trabajo a los tecnócratas o a los consultores amigos, tampoco reniegan del uso de medios propios y asociados, incluso en el ecosistema tradicional de comunicación. Utilizan toda la artillería disponible y le ponen el cuerpo al enunciado. No se esconden bajo la mesa para debatir la comunicación. Hacen política con la comunicación.

Y lo que están poniendo en debate no es la recomendación de consultores amigos sobre los aspectos instrumentales o tecnocráticos de la comunicación. No se quedan en pretender «modernizar» una estrategia discursiva con influencers o el uso de redes sociales o spots ingeniosos. Están diciendo que sin batalla cultural y comunicacional no hay proyecto político. Ellos lo saben porque su propio capital político está construido sobre la demonización mediática del peronismo. Y en función de esa premisa organizan todos los recursos disponibles: pauta publicitaria, mecanismos regulatorios, establecimiento de un «ejército digital», compra directa o indirecta de medios de comunicación tradicionales, etcétera.  

Tomar nota de este escenario es un primer paso para empezar a discutir en serio la comunicación política y las políticas de comunicación en el campo nacional y popular. No se puede ganar la batalla de la comunicación y la cultura si los luchadores no bajan al campo de lucha (comunicacional) y no se arman con medios y palabras que estén a la altura del conflicto en curso. Si nuestros dirigentes no le ponen el cuerpo a la batalla cultural y si no asumen que tienen que decir algo que no esté refutado por la prédica neoliberal será imposible siquiera disputar esas batallas culturales y comunicacionales. Las consignas y eslogans vacíos producidos en laboratorios que no tienen olor a pueblo y que no representan el sentir popular están condenados a la indiferencia y a la apatía que refleja la sociedad en las últimas elecciones.

El breve momento histórico en que el proyecto nacional y las políticas de comunicación coincidieron en el tiempo y el espacio fue durante el debate y sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (2009), cuando el poder público, encabezado por CFK asumió la necesaria discusión de un instrumento legal que reemplazara la vieja norma de la dictadura militar. Pero se dejó pasar la oportunidad de abrir las puertas a un nuevo orden comunicacional en Argentina, sostenido en medios privados, públicos y sociales con autonomía y sostenibilidad. El triunfo del Grupo Clarín en esa batalla (que coincide con el ascenso de Mauricio Macri) signó el retroceso de las políticas y los medios de comunicación en al campo popular. Al cabo, quedó instalada una suerte de «de eso no se habla» en los dirigentes vinculados al PJ y el kirchnerismo.

Una buena política de comunicación empieza justamente por «hablar de eso» sin caer en la provocación fácil, pero ofreciendo alternativas y señalando que el orden comunicacional dominante es parte necesaria del ajuste económico, la recesión y el padecimiento social. Es asumir que la política de billetera y negocios para seducir a los grupos mediáticos establecidos es un esfuerzo estéril frente a los poderes fácticos que se enfrentan en el campo de batalla. Que hay muchos instrumentos disponibles (medios sociales, populares e independientes, comunicadores, profesionales y militantes) que están desorganizados y ninguneados por el propio espacio político, a pesar de ser quienes «representan» los intereses de los excluidos del festín libertario. Empezar por casa sería entonces una primera recomendación.

Es necesario entender también que el sistema de producción y distribución de bienes simbólicos (políticos) está hoy dominado por corporaciones económicas con poder dominante de mercado que son el resultado de una construcción histórica, cuya trama incluye los errores y omisiones de gobiernos propios. Es un poder condicionante pero no absoluto de la gestión política. El mayor error es presentarse derrotado ante el nuevo escenario a mendigar hendijas para la circulación de nuevos discursos.

No se ha escuchado demasiado en el campo propio respecto de la reciente operación de concentración convergente con la fusión de Grupo Clarín-Telecom-Telefónica en un megaconsorcio comunicacional que desafía todas las normas del derecho y de la competencia económica. Los propios organismos oficiales vinculados al tema advierten sobre «abuso de la posición dominante» que permitirá regular la oferta mediante el incremento unilateral de precios, el deterioro de la calidad o prácticas exclusorias. La mega empresa podría negar la interconexión a la infraestructura de red en ciertos mercados o poner tarifas leoninas que condicionen a los competidores o dar un mal servicio. Ese poder económico es también un poder simbólico con enorme capacidad de daño en la cultura y en el uso social de las tecnologías.

Es que hablar de comunicación hoy es también hablar del colonialismo de datos que progresivamente se apropia de nuestros recursos identitarios para gestionar un nuevo ecosistema de intercambio de bienes simbólicos donde aparecen imbricados el poder económico en forma conjunta con el poder cognitivo, con el conocimiento. Es entender también que estamos en presencia de un nuevo capitalismo que basa su enorme poder de negocios en la gestión de la información personal y en su capacidad de vigilancia. Es imperioso hablar con los jóvenes sobre cuánto está en juego y cuanto hay para ganar si se implementan las políticas correctas.

El uso de los datos personales es uno de los grandes debates en los Estados Unidos de Donald Trump, donde la Oficina para la Protección Financiera del Consumidor (CFPB) intenta regular el acceso a los intermediarios de datos para que vendan datos personales de los consumidores, incluyendo información financiera y números de Seguro Social, a terceros. También Europa ha lanzado su propia Directiva de Protección de Datos Personales y de regulación con la Ley de Grandes Plataformas, que pone barreras a la depredación que realizan los grandes buscadores, las aplicaciones y los proveedores de Inteligencia Artificial.

Es hora de que los espacios de representación del campo popular pongan en agenda y empiecen a hablar de la batalla cultural y comunicacional para hacer lugar al proyecto político que ponga  límites a la catástrofe social y económica de la Argentina de Milei y que haga posible una distribución de la palabra para fortalecer la democracia.

Magister en Educación, Lenguajes y Medios (Unsam). Docente de Derecho de la Comunicación y Convergencia Digital en Medios (Undav). Es autor de La Batalla de comunicación y Geopolítica de la palabra. Miembro fundador de la Coalición por una Comunicación Democrática.


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