Una fiesta para celebrar la crueldad

En un país donde millones pierden ayudas y salarios, Donald Trump decidió celebrar la abundancia. La fiesta de Halloween en Mar-a-Lago —su lujosa mansión en Palm Beach, Florida— con lentejuelas, plumas y una copa de martini gigante, no fue un gesto de frivolidad sino una afirmación de poder y desprecio. Así lo plantea el economista Paul Krugman en su blog de Substack, al describir esa escena como un retrato implacable del espíritu de crueldad que define al movimiento trumpista.
Hay imágenes que condensan una época. La de una mujer semidesnuda girando dentro de una copa de martini gigante, bajo los reflectores dorados de Mar-a-Lago, es una de ellas. Ocurrió en la noche de Halloween, en una fiesta con temática de El Gran Gatsby, organizada por Donald Trump mientras, del otro lado del país, cuarenta y dos millones de estadounidenses perdían la ayuda alimentaria federal y más de un millón de trabajadores federales quedaban sin sueldo. La coincidencia no era casual. Era una escena cuidadosamente diseñada para brillar en el exceso, para dejar claro quiénes festejan y quiénes pagan la fiesta.
Muchos comentaristas la llamaron «insensible», como si el exmandatario hubiera incurrido en un simple error de cálculo o de imagen. Pero, como recuerda Krugman, eso sería concederle una inocencia que no tiene. Trump —dice— sabía perfectamente lo que hacía. Entendía que el contraste entre su lujo obsceno y la precariedad de millones de ciudadanos era el mensaje mismo. Porque, en su lógica política y emocional, la crueldad no es un accidente: es el centro de la escena.
No es una hipótesis nueva. Krugman recuerda que Adam Serwer lo escribió con precisión en The Atlantic en una nota cuyo título es La crueldad es el objetivo. Trump, decía Serwer, disfruta infligir sufrimiento tanto como sus seguidores disfrutan verlo hacerlo. Su único talento verdadero es el engaño, su única convicción profunda es que Estados Unidos pertenece por derecho a los hombres blancos, heterosexuales y cristianos, y su único placer auténtico es ejercer el poder usando el desprecio. Esa crueldad compartida se convierte en pegamento emocional, en comunidad de odio.
Krugman retoma esa idea para describir no solo al líder, sino también a su entorno. En su mirada, los nombres se repiten como un catálogo del cinismo: Stephen Miller, JD Vance, Tom Homans, Kristi Noem, Pam Bondi, Pete Hegseth. Todos disfrutan, con una sonrisa torcida, del daño que infligen. Y entre los invitados de la fiesta, dice, el mismo patrón: los oligarcas que se agolpan a los pies de Trump no necesariamente comparten su sadismo, pero sí su indiferencia. Su miedo a contrariarlo supera cualquier atisbo de compasión.
Así, la celebración de Mar-a-Lago no fue un acto de frivolidad sino de afirmación: una fiesta para conmemorar la desigualdad, para reafirmar el poder de unos pocos sobre el sufrimiento de muchos. No era un olvido, era una declaración.
La fiesta, concluye, fue más que una anécdota. Fue un espejo —crudo, brillante, obsceno— del espíritu que guía a la derecha populista contemporánea: una política que no solo desprecia a los pobres, sino que los utiliza como escenografía para reafirmar su poder. Lo más inquietante no es que exista ese goce, sino que haya resultado electoralmente eficaz. En esa paradoja —el éxito de quienes más desprecian al pueblo— se juega, tal vez, la parte más triste de esta historia.
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