Milei, el presidente influencer
«Javier Milei gobierna a fuerza de tuits y likes, con provocaciones y exabruptos. Pero la violencia que despliega es menos la expresión de una voluntad represiva que la necesidad de mantener la atención por vía de la intensidad, en un ecosistema saturado ante el agotamiento de los mecanismos de representación de la democracia liberal», plantea Leyla Bechara, politóloga (UBA) y comunicadora, en un artículo publicado por Le Monde Diplomatique, del que a continuación presentamos una síntesis.
Bechara considera que Javier Milei inaugura una etapa singular en la democracia argentina, caracterizada por un estilo «intrépido» y «descarado» y una «estética vulgar y desfachatada» que conjuga populismo, violencia estética y estrategias algorítmicas. Su llegada al poder no implica la destrucción de la democracia liberal, sino su mutación hacia una «democracia influencer», donde la representación tradicional se reemplaza por la performance digital y la gestión estatal se subordina al yo avatarizado del presidente.
Por eso, a diferencia de líderes anteriores, que adaptaron su figura a los medios de su tiempo (Perón con la radio, Menem con la TV, el kirchnerismo con las cadenas nacionales), Milei adapta la tecnología a su estrategia política. No es un outsider mediático: antes de ser presidente construyó visibilidad como panelista televisivo y luego supo trasladar esa exposición a una comunidad digital organizada como fandom. Desde 2018 sus intervenciones circulaban en YouTube y TikTok, y su éxito electoral de 2021 se cimentó en esa base algorítmica. A diferencia de Fernández o Cristina Kirchner, que usaban redes con un tono paternalista, Milei ingresó al poder como un influencer profesional, con un dispositivo comunicacional centralizado en su figura y en su estratega Santiago Caputo.
La política —plantea Bechara— deja de ser representación para convertirse en performance: no importa articular intereses, sino producir impacto constante en los feeds. Cada crisis es convertida en contenido y cada enemigo en narrativa. Gobernar equivale a «spamear» atención, sostener trending topics y cultivar engagement. Su biografía personal, sus vínculos afectivos y sus odios se integran a un storytelling continuo donde lo íntimo y lo político ya no se distinguen. En este modelo, la identidad del líder no es un atributo, sino el contenido mismo.
El Estado entonces queda reducido a oficina de producción de contenidos; es decir, organiza su accionar en torno a la performance de Milei. En esta dinámica, los anuncios se lanzan por redes sociales, las alianzas se oficializan en posteos colaborativos y las desmentidas se procesan en comentarios.
Un efecto de este accionar es que se diluyen las fronteras entre decisión y opinión, acción y comunicación. El Gobierno se dirige a sus seguidores más que a la sociedad en su conjunto, articulando un ecosistema tribal conformado por microinfluencers, bots, trolls y punteros digitales. La lógica no es institucional sino propia del enjambre digital. La fidelidad se sostiene por la intensidad de las emociones, más que por los resultados: insultos, exabruptos y provocaciones se convierten en dispositivos de engagement.
La violencia en Milei —según Bechara— no se expresa como proyecto represivo, sino como estética y recurso narrativo. En un ecosistema saturado, la hostilidad es el motor del deseo y de la atención. No necesita destruir enemigos, sino inventarlos, porque la intensidad alimenta la fidelización. Así, Milei no gobierna con un programa de orden, sino con la lógica del influencer: provocar para permanecer en pantalla. La política se reduce a la gestión de la visibilidad y la afectividad.
Sin embargo, sostiene que explicar el fenómeno solo por el algoritmo es insuficiente. Aunque la maquinaria digital ofrece soporte para la gobernanza, reducir el ascenso de Milei a la manipulación algorítmica despolitiza el proceso. Detrás hay crisis económicas, transformaciones culturales y un colapso de la representación. Pensar entonces que ganó únicamente «por TikTok» equivale a minimizar un fenómeno político y social más profundo, además de expresar nostalgia por el viejo orden mediado por partidos, expertos y diarios.
Milei,apunta Bechara, no es una anomalía ni un accidente democrático, sino el resultado lógico de un régimen representativo agotado. Su éxito no radica en ofrecer un futuro mejor, sino en encarnar un canal afectivo de acompañamiento en la catástrofe. Funciona como consuelo más que como líder: un medio que se confunde con la pantalla misma. En esta etapa, la democracia liberal, corroída por sus propias promesas incumplidas, ya no produce ciudadanos, sino audiencias. Esto la lleva a sostener que el contrato social es reemplazado por un contrato emocional, y la política por la gestión de identidades y narrativas digitales.
Lo inquietante no es tanto lo que Milei dice, sino lo que revela: que en el núcleo de la democracia liberal se incubaba un deseo desesperado de autenticidad, ahora canalizado por la figura del influencer. La pregunta que deja abierta esta circunstancia es si, en un mundo saturado de imágenes y performances, lo político puede volver a representarse. El problema —señala—no es que Milei sea un influencer, sino que hoy el poder no parece poder ser otra cosa.
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