La era de la sospecha: cuando la conspiración reemplaza a la ciencia

Un informe de María Ximena Pérez para la Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) indaga sobre las teorías conspirativas que lograron instalarse como relatos de época. Desde los antivacunas hasta los terraplanistas, de Tesla a la inteligencia artificial, un mismo hilo une las desconfianzas: el miedo, la incertidumbre y una narrativa que convierte la ciencia en villano.
En pleno siglo XXI —ese mismo donde los autos se manejan solos y los celulares responden como si pensaran— millones de personas siguen creyendo que la Tierra es plana, que la NASA miente, que las vacunas esconden microchips y que el cáncer tiene una cura que las farmacéuticas ocultan. Según el informe elaborado por María Ximena Pérez las llamadas conspiraciones contra la ciencia comparten una matriz común: convierten la evidencia en enemigo, la incertidumbre en negocio y la paranoia en religión.
Algunas nacieron en una sobremesa, otras en foros de Internet, y muchas crecieron en tiempos de crisis. Lo curioso, señala la autora, no es que existan, sino lo fácil que se propagan. Desde fines de los años noventa, los movimientos antivacunas transformaron un estudio fraudulento en bandera y convirtieron la desconfianza en identidad colectiva. En ese imaginario, Bill Gates encarna al villano global: se lo acusa de ocultar microchips en las vacunas, de planear la despoblación del planeta e incluso de inventar el coronavirus. Todo a partir de una charla TED en la que el empresario habló de salud pública y natalidad.
El patrón se repite. Viejas teorías sostienen que las farmacéuticas esconden la cura del cáncer o que el flúor del agua sirve para «controlar cerebros». Cada historia combina miedo, poder y ciencia como si fuera una película de espionaje.
El cambio climático tampoco escapa a la sospecha: algunos lo consideran un invento de ambientalistas y burócratas para imponer impuestos verdes. La versión más delirante atribuye a los aviones la capacidad de liberar cócteles químicos —los famosos chemtrails— para manipular el clima o a las poblaciones. La lógica es siempre la misma: un enemigo invisible, un Estado poderoso y una verdad «que nos oculta».
La desconfianza también escala al espacio. Para miles de internautas, la NASA es un ministerio de propaganda global y la llegada del hombre a la Luna fue filmada en un set de Hollywood. En esa narrativa, la Tierra vuelve a ser plana y la ciencia, un decorado de cartón. Cada foto borrosa de Marte se transforma en evidencia de un encubrimiento, y cada silencio institucional, en confirmación del complot. El resultado es un universo paralelo donde la duda reemplaza a la prueba y la sospecha se convierte en religión.
De acuerdo con los datos del informe, la conspiración tecnológica tiene sus propios íconos. El Gran Colisionador de Hadrones, en Suiza, fue acusado de abrir portales a otras dimensiones o generar agujeros negros. La inteligencia artificial fue bautizada como Skynet (como en Terminator) y colocada al borde de la rebelión. Y Nikola Tesla, elevado a héroe místico, aparece como el inventor que habría descubierto la energía infinita antes de ser silenciado por los poderosos. Mismo guion, distintos escenarios: la ciencia que amenaza con devorar al mundo y el genio solitario que quiso salvarlo.
En el terreno de la biología, las sospechas apuntan a Darwin, las vacunas y los transgénicos. Para los negacionistas, la evolución es un mito académico; el coronavirus, un experimento de control social; y los alimentos modificados, un veneno planificado. En todos los casos, la fórmula es idéntica: problemas complejos y respuestas simples. Nada de azar ni contexto, siempre un plan maestro. Quienes repiten estas ideas se sienten parte de una minoría despierta, poseedora de una verdad que el resto ignora. Y esa sensación, advierte Pérez, es tan poderosa como cualquier evidencia científica.
El efecto no es inocente. Estas narrativas erosionan la confianza pública, obstaculizan campañas de salud, traban políticas ambientales y envenenan el vínculo entre ciudadanía e instituciones. «La ciencia se vuelve sospechosa, los políticos villanos, los periodistas cómplices», resume Perez. La paranoia, al transformarse en ideología, termina moldeando conductas, votos y miedos colectivos.
Mientras tanto, los científicos siguen haciendo lo que saben: medir, publicar, discutir y corregir. Pero las conspiraciones viajan más rápido, impulsadas por algoritmos que premian el escándalo. De acuerdo con los estudios citados en el trabajo —realizados por universidades como Kent, Ámsterdam, Princeton, Oxford, Cambridge, Toronto, Copenhague, Stanford y Sídney—, quienes creen en una teoría conspirativa suelen creer también en otras, incluso contradictorias. La desconfianza, explican, pesa más que la coherencia. Además, las conspiraciones prosperan en contextos de incertidumbre, donde ofrecen explicaciones simples a problemas complejos, amplificadas por emociones como el miedo y la ira. Las redes sociales refuerzan esas burbujas y consolidan comunidades basadas en la sospecha.
Durante la pandemia, investigaciones de la Universidad de Oxford demostraron que la exposición a mensajes conspirativos redujo la intención de vacunarse. Cambridge, por su parte, ensayó una estrategia de «inoculación psicológica»: exponer a las personas a versiones leves de teorías conspirativas para fortalecer su resistencia frente a desinformaciones más fuertes. La Universidad de Sídney observó que los movimientos antivacunas utilizan esas narrativas como cemento de identidad grupal. En suma, las conspiraciones no sólo deforman el debate público: lo organizan en torno a la desconfianza.
El trabajo de Pérez concluye que este fenómeno no es un delirio marginal, sino un ecosistema cultural con raíces psicológicas, sociales y tecnológicas. «No alcanza con lanzar datos como baldes de agua sobre el fuego», advierte. La ciencia debe aprender a comunicar con empatía, pedagogía y atractivo. Porque la conspiración, como la humedad, siempre encuentra una grieta. Cada vacuna, cada misión espacial o cada avance tecnológico genera su propia fábula. La ciencia aporta descubrimientos; la conspiración, el guion paralelo. Y mientras el planeta sigue girando —aunque algunos insistan en lo contrario—, la humanidad continúa atrapada entre la curiosidad y el miedo.
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