Integración regional y democratización de la comunicación. ¿Sueños anticuados o todavía vigentes?
La democratización de la comunicación y la integración regional no son meros recuerdos del pasado, sino horizontes estratégicos cuya vigencia radica en repensar la emancipación desde la conciencia colectiva y la utopía compartida.
La vertiginosa aceleración de estos tiempos, el reemplazo diario del foco de atención por coyunturas cambiantes hace que frecuentemente los objetivos estratégicos se pierdan de vista. En esta inmediatez radical, los proyectos de cambio profundo pueden dar la impresión de quedar obsoletos, siendo abandonados o menospreciados.
Tal es el caso de ideales visionarios como el que llevaron a la construcción de lazos de unidad de los pueblos latinoamericanos y caribeños en pos de la integración regional. Lo mismo vale para el clamor de multiplicar las voces, reclamando la democratización de la comunicación, en un contexto de relatos de la realidad cada vez más manipulados y monocordes.
Sin embargo, para que estas aspiraciones no se transformen en lemas vacíos, es preciso de tanto en tanto apearse de las propias certezas y revisar, sin prejuicios ni premura, la validez de premisas que antaño concitaron una total y profunda adhesión. Al mismo tiempo, será oportuno revisar los procedimientos necesarios para su realización, en el caso de reafirmar la continuidad de su vigencia.
Mirando un poco hacia atrás
La dictadura del mercado, el «sálvese quien pueda», la globalización corporativa propagadas desde Londres y Washington desde mediados de los años ochenta del siglo XX, calaron con fuerza en las políticas de América Latina y el Caribe, haciendo trizas los esfuerzos de justicia social y demonizando lo público como supuesta fuente de corrupción e ineficacia. La idea era simple: había que privatizar todo, achicar y desfinanciar el Estado, dejando a las grandes mayorías indefensas ante la codicia empresarial.
En todo ello, los medios de comunicación masivos, concentrados mayormente en unos pocos conglomerados, fueron funcionales y sumamente eficaces para instalar ese sentido común, impidiendo en la práctica que cualquier relato distinto pudiera florecer y generar alternativas. No por nada el lema publicitario de la entonces primera ministra de Inglaterra, ideología difundida por los medios masivos como verdad revelada fue «No hay alternativa».
Sin embargo, la reacción de los pueblos fue poderosa. La primera década del siglo XXI despertó con fuerza sueños que parecían aniquilados por ese neoliberalismo impuesto, una vez más, por el impulso neocolonial del norte global.
Tiempo antes, desde los corazones sobrevivientes del terror patrocinado por el mismo poder económico, había surgido también una resistencia comunicacional, una guerrilla de voces silenciadas cuya única arma era la palabra, que fue creciendo acompañando al clamor popular.
A la barbarie del capital y la pretendida enajenación de la riqueza humana y económica de América Latina y el Caribe por el entonces hegemón, al intento de su anexión geopolítica, los movimientos organizados respondieron con un rotundo ¡No al ALCA! Un grito emancipador en el que las redes de comunicación popular tuvieron mucho que ver.
Corría el año 2005. La Revolución bolivariana había triunfado y superado un golpe de Estado y se avecinaban sendas victorias populares en varios países de la región. Urgidos los nuevos gobiernos por la inmediatez de las imperiosas necesidades del pueblo de salir de la miseria, de recobrar derechos como la atención sanitaria, la educación, la vivienda e ingresos dignos —por solo mencionar algunos—, no consiguieron efectuar con la radicalidad necesaria la desconcentración del monopolio mediático imperante. Y no fueron pocos los subterfugios que utilizaron los medios hegemónicos para impedirlo, lo que demostró la importancia de democratizar la comunicación como herramienta de transformación ineludible.
De ese modo, las usinas narrativas del capital, continuaron minando en la opinión pública la credibilidad y justicia de los intentos transformadores.
Otro tanto ocurrió con los proyectos de colaboración y articulación regional que esos mismos gobiernos generaron para lograr al menos un relacionamiento conjunto soberano en un mundo asimétrico. Por otra parte, las prácticas formales y burocráticas hicieron que la integración regional se alejara cada vez más del sentir y las necesidades del pueblo, al cual se le asignó una participación periférica, cuando no inexistente.
Así, ese impulso integrador y democratizador de soberanía popular participativa se fue desvaneciendo, quedando reducido a consignas o a lo sumo, a prácticas minoritarias.
El tiempo pasó y asomaron en el escenario político nuevas generaciones, que acunadas entre seductoras promesas de consumo y libertad individual e históricamente cada vez más distanciadas de las vivencias de sus predecesores, comenzaron a desconocer la lucha histórica por derechos, volcándose muchos de ellos a adherir a la ilusión retrógrada y ficticia de las derechas.
Esta transformación del mapa generacional se combinó con rasantes modificaciones tecnológicas, en las cuales el capital, una vez más, llevó la delantera, cambiando no solamente las modalidades productivas y de consumo, sino también las relaciones y formas de comunicación.
Internet, una idea surgida al calor de proyectos militares pero también del intercambio de conocimiento universitario —aspectos de íntima ligazón en las mentes belicosas del norte—, coincidente además con la expansión globalista, terminó de instalarse en casi todas las actividades humanas como un elemento esencial. Esta tecnología asombrosa, que logró conectar a grandes segmentos poblacionales, prometió inicialmente la posibilidad de expresión universal e irrestricta, pero terminó, un par de décadas después, sucumbiendo a la misma dictadura monopólica de sus antecesores analógicos.
La situación actual
Nos encontramos ante un panorama de fragmentación social, en el que el poder corporativo se aprovecha de la primacía del individuo por sobre la noción de conjunto.
En América Latina y el Caribe, sin embargo, con una importante población cuyos rasgos culturales aun conservan fuertes elementos subjetivos colectivos, esto produce tensiones que afloran abriendo grietas en esa malla desintegradora del individualismo.
Desintegración que, sin embargo, desde la misma vida cotidiana hasta las esferas institucionales de los Estados y sus relaciones, conspira a su vez contra proyectos de integración y asociación orgánica, permanente y creciente.
¿Es ingenuo entonces pensar en estas circunstancias en la reapropiación de la comunicación por parte del pueblo y sus organizaciones? ¿Es creíble y alcanzable la utopía de una progresiva unidad latinoamericana y caribeña desde su base social? Aun más, ¿son objetivos necesarios, deseables y todavía vigentes, o apenas sueños nostálgicos de una generación encanecida y un mundo que ya no existe?
Comunicación y unidad regional popular como objetivos
La esencia del capitalismo como sistema cosificador y depredador no se ha modificado, sino que ha solo adaptado, como en otras oportunidades, su modo de explotación. Las mayorías continúan sometidas a condiciones de vida deplorables, siendo controlados por minorías insensibles que, a través de la manipulación comunicacional, pregonan la competencia y acentúan la desigualdad.
No es posible transformar el sistema sin democratizar la comunicación y es más que probable que no sea posible democratizarla dentro del mismo sistema. La revolución del modo de pensar y de vivir es el aspecto clave. Pero ¿cómo contribuir a forjar y alimentar la revolución de la conciencia sin la posibilidad cierta y efectiva de comunicarla? Ese desafío continúa teniendo plena vigencia, o quizás aun más, habida cuenta de la desinformación y los elaborados sistemas digitales de control social instalados en nuestros propios dispositivos. De esta manera, la revolución social adquiere hoy también visos de rebelión tecnológica.
En cuanto a la unidad de América Latina y el Caribe desde los mismos pueblos, es perentoria la necesidad de hacer comprender a nuestros movimientos y dirigencias la proyección regional y acaso mundial de nuestra acción, aunque comience desarrollándose en espacios acotados. El poder reside en el efecto demostración que se pueda generar, vinculado a la posibilidad de que, aun sin el control de los canales de comunicación, esto despierte una oleada en cadena que el sistema no pueda contener.
Así ha ocurrido siempre con las distintas transformaciones revolucionarias, actos lanzados y abrazados colectivamente que suponen mejoras significativas en las vidas de los pueblos, pero que en ocasiones quedan inconclusos o se desvían a la espera de su realización histórica posterior.
La historia se construye de a peldaños y los objetivos de cada generación se alcanzan siempre parcialmente o de manera imperfecta, lo que en nada desmerece los avances logrados. En vista de ello, además de agradecer los mejores esfuerzos de nuestros predecesores en todos los campos del quehacer humano, es coherente retomar y reavivar con fuego nuevo aquellas buenas intenciones que quedaron latentes, aguardando una renovada oportunidad.
Muchos luchadores se desaniman hoy al observar el avance de fuerzas retrógradas y el apoyo popular que reciben, en un reflujo decadente momentáneo. Es preciso comprender entonces que, al igual que en otros momentos, el fascismo hoy contingente es solo la resultante del fracaso capitalista por garantizar mejores condiciones de vida para todos los seres humanos. Es un indicador de final y no de venturosos principios, es el momento culmine de la reacción ante los avances anteriores, la que más adelante será reemplazada en su debilitamiento por nuevos vientos emancipadores.
Vientos en los que a la resistencia y la denuncia de la monstruosidad habremos de sumar la formulación de poderosas utopías que, una vez más, enamoren y movilicen a los grandes conjuntos sociales.
En el corto plazo, es previsible que continúen los vaivenes políticos al interior de cada país, pero algo está claro, el derecho a comunicar y la unidad de los pueblos de América Latina y el Caribe no solo son objetivos revolucionarios vigentes, sino que también son la vía y un indicador fehaciente de que una nueva etapa se habrá abierto en la vida de nuestros pueblos.
Con la mira en esos objetivos, nuestra tarea en este momento histórico es dilucidar cómo realizarlos.
Javier Tolcachier
Investigador perteneciente al Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista.
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