El periodismo, el enemigo perfecto
Bajo el título «El enemigo perfecto» Le Monde Diplomatique publica una nota en la que el investigador y docente Martín Becerra analiza la estrategia de Javier Milei para controlar la agenda pública, destacando su constante y enfático ataque al periodismo como uno de sus pilares fundamentales. Para Becerra, la estrategia de Milei contra la prensa explota la crisis de credibilidad de los medios. Lo que sigue es una síntesis del artículo publicado por Le Monde en su entrega de agosto de 2025.
Tras un año y medio de gestión, Milei ha logrado disimular errores y contradicciones señalando culpables del malestar social, con los periodistas como su blanco predilecto, a quienes califica de «ensobrados» y corruptos. Esta táctica es una derivación de su exitosa retórica contra «la casta».
Así, el periodismo es «el enemigo perfecto» para Milei, dado que éste atraviesa una crisis de poder y prestigio sin precedentes. Esta debilidad es multifactorial.
En primer lugar, es económica y cultural. Los medios sufren una merma de ingresos por publicidad y ventas, y la migración de audiencias a plataformas digitales les ha restado influencia e interlocución pública. Tendencias globales como la desconfianza en la información profesional y el auge de contenidos alternativos en redes sociales se ven acentuadas en Argentina. Según datos del Instituto Reuters, el país supera el promedio mundial en la evasión de noticias (46% de los argentinos las evita), y la desconfianza en los medios es mayor que en otros países.
En segundo término, la «grieta» de las últimas dos décadas ha minado la credibilidad del periodismo. Amplios sectores de la ciudadanía lo perciben como tendencioso y parcial, lo que genera desafecto. A diferencia de medios internacionales que reconocen errores históricos, los grandes medios argentinos son reacios a la autocrítica, lo que agrava su falta de prestigio.
La tercera variable es la fragmentación interna. El espíritu de cuerpo de la profesión periodística se ha desintegrado. La polarización ideológica ha creado «cámaras de eco» donde no hay debate ni consensos, ni siquiera para defenderse de los ataques del poder ejecutivo. La cohesión que existía en los años noventa ha desaparecido.
La cuarta causa es la existencia de una brecha profunda dentro de la profesión. Por un lado, una élite de figuras mediáticas «gentrificada», con altos ingresos y cercana al poder, que se ha divorciado de la realidad de sus audiencias. Por otro, una base «uberizada» y precarizada de periodistas que apenas superan la línea de pobreza pluriempleándose. Esta estructura limita el tiempo y los recursos para hacer periodismo de calidad. Pero la cuestión es que el público masivo identifica al periodismo con esa élite privilegiada, lo que alimenta el resentimiento que Milei explota hábilmente.
Así, mientras los primeros dependen de patrocinios y defienden intereses de sus mecenas, los segundos sobreviven en condiciones que dificultan la verificación rigurosa y la diversidad de fuentes. Sin embargo, para el público ambos extremos forman parte de la misma «casta privilegiada», percepción que Milei explota.
Respuestas débiles y excepciones
Frente a los ataques, el periodismo como conjunto no ha respondido con fuerza, aunque sindicatos, organizaciones y académicos han hecho denuncias. Existen reacciones individuales destacadas, como la de Julia Mengolini, quien en julio presentó una denuncia judicial contra Milei y su entorno por hostigamiento y amenazas. Sin embargo, en el otro extremo ideológico, algunos medios y conductores mantienen una relación ambigua con el presidente: lo critican cuando son atacados, pero también le dan espacios centrales y suavizan su cobertura.
Estrategia comunicacional: panelismo y odio digital
Milei combina su experiencia como panelista televisivo con tácticas de agitación digital de ultraderecha global, inspiradas en Donald Trump y Jair Bolsonaro: el odio como modelo de negocio. Las grandes plataformas dejaron de verificar contenidos y permiten la difusión masiva de violencia y hostigamiento, reforzada por algoritmos que premian la confrontación.
El presidente «marca» periodistas, especialmente mujeres, para que sean blanco de campañas coordinadas de acoso en redes y ataques en la vida real. Esto genera un efecto performativo; es decir, sus seguidores se sienten legitimados para radicalizarse. La violencia discursiva presidencial no es solo retórica; produce autocensura, limita oportunidades laborales y genera agresiones concretas.
Parasitismo mediático
Paradójicamente, la estrategia de Milei no sería tan efectiva sin el apoyo de grandes medios y conductores que, a pesar de ser a veces insultados por él, le ceden espacios centrales para alabar sus políticas. Esto le permite utilizar a los medios mainstream de forma «parasitaria»: capitaliza su menguante influencia para acelerar su propio deterioro y, al mismo tiempo, desvía la atención de los problemas de su gestión, como el impacto económico y social de sus políticas.
Esta confrontación con el periodismo cumple con dos objetivos: desviar la atención de los problemas de gestión, especialmente del impacto negativo de su política económica; y canalizar el malestar social hacia un enemigo común y desgastado, evitando que se enfoque en su propio desempeño.
La efectividad de esta estrategia depende del apoyo de: grandes medios y figuras que reproducen sus ataques; la falta de límites desde el legislativo y el pudicial; y empresarios que priorizan el rédito económico por encima de las consecuencias de la violencia política.
En este contexto, la confrontación con el periodismo no solo fortalece la narrativa de Milei contra «la casta», sino que también fragmenta aún más a un sector incapaz de articular una defensa común frente al poder presidencial.
El texto concluye que la violencia discursiva del presidente tiene efectos reales (agresiones, autocensura, limitaciones laborales para periodistas) y se ve habilitada por la falta de límites por parte de los otros poderes del Estado y de los sectores empresariales que se benefician de esta dinámica.
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