Adiós a la web que conocimos

Foto de Robs en Unsplash

Esa ilusión se desvaneció hace ya años: primero, las estrategias publicitarias intrusivas, después, los algoritmos de las grandes corporaciones como Google, Meta y su infinito listado de socios que nos espiaban constantemente, y que se adueñaron de cada byte de nuestra atención para revenderlo al mejor postor. La web como refugio, exploración o descubrimiento se convirtió en una trampa infinita de anuncios, trackers y manipulación constante. Ya no era la red que amábamos.

Hoy, las plataformas de inteligencia artificial generativa, una tecnología incipiente y en absoluto definitiva, empiezan a rematar ese cadáver. La inteligencia artificial generativa actual es todavía muy mala, pero puede servirnos como forma de repartir la atención y el tráfico mucho mejor y menos manipulable que la basura que había. Ahora, Google ya no ofrece enlaces azules, sino respuestas autocompletadas por Gemini o ChatGPT: el 60 % de las visitas a Google terminan sin ningún clic. Esa supuesta «comodidad» silencia el clic, destruye el tráfico y ahoga monetariamente a los editores. Y aunque ChatGPT empieza a derivar cierto caudal hacia medios, esas cifras siguen siendo minúsculas frente al torrente tradicional: veinticinco millones de clics frente a 9,500  millones. En el nuevo mundo de los bots no hay clics, pero si no hay clics hay quiebra, si no hay clics no hay web abierta.

En 2022 nos planteábamos si esto podría llegar a ocurrir, y empezábamos a aventurar la posible muerte de Google. Ahora directamente decimos que Google ha muerto, y algunos empiezan a plantearse cómo salvar artificialmente una web que posiblemente no merezca ser salvada. Los creadores de Perplexity lanzan navegadores como Comet, basado en inteligencia artificial, para desafiar a Google, pero la pregunta sigue en el aire: si todo lo que necesitamos lo recibimos de un bot, ¿para qué navegar? Y si la web sobreviviera, ¿quién la sostendría? El dinero publicitario se evapora y el tráfico huye. Los grandes medios ya vuelan a esquemas de micropagos y al refugio en el tráfico inducido (o autoinyectado) desde redes sociales.

Desde la perspectiva que llevo años compartiendo, este derrumbe de la web no es una tragedia, sino un rescate. La vieja web no merecía ser salvada: saturado de anuncios vomitivos, con espionaje de datos, trackers por doquier, se convirtió en un experimento corporativo cuyo desenlace estaba cantado. El abuso de las cookies nos convirtió en productos, y los algoritmos decidieron qué podíamos ver y cuándo. La web que conocimos ya había muerto hace mucho. La inteligencia artificial generativa y los chatbots sólo certifican su entierro.

¿Qué deberíamos plantearnos y exigir de una nueva web? Una red regenerada, centrada en el control del usuario, donde los datos sean nuestros, no un stock para ser vendido a indeseables. Una internet en la que el tráfico se redistribuya equitativamente en función de los méritos, donde se fomente la privacidad y se pague a quien aporta valor, no al que explota nuestra atención con spam y espionaje. Aquí la inteligencia artificial puede ser aliada: no como portero que decide por nosotros, sino como herramienta configurable en función de nuestros intereses. Sistemas que nos ayuden sin suplantar nuestra autonomía, protocolos que resguarden nuestros derechos y no sólo los beneficios de unos pocos.

Que la vieja web muera es quizá el paso necesario para nacer algo mejor. La inteligencia artificial no es el enemigo: es el martillo que derriba aquello que nunca debió existir, lo que fue claramente una evolución errónea, un fallo del sistema. Ahora, posiblemente, podremos intentar construir una red donde los usuarios dejemos de ser productos y empecemos a ser ciudadanos con derechos, sobre todo si somos capaces de dejar de depender de los sinvergüenzas que destrozaron la web que queríamos. O al menos, podremos ilusionarnos brevemente con ello.


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